Por Guy Sorman, ensayista (ABC, 08/03/11):
Nadie en 1989 había previsto la destrucción del muro de Berlín; asimismo, nadie se había planteado una revuelta democrática árabe. Por otra parte, esta revuelta resulta menos sorprendente que los errores de análisis de los observadores occidentales que la precedieron. La idea preconcebida sobre el mundo árabe hasta estas últimas semanas era que «la calle árabe» era por naturaleza turbulenta y una presa fácil para los islamistas radicales, instigada por unos sentimientos hostiles hacia los estadounidenses y, sobre todo, que se oponía visceralmente a Israel. Para contener esta tentación populista, en Europa reinaba el acuerdo para apoyar a los déspotas como murallas contra el levantamiento de las hordas árabes. ¿Por qué fue tan poco previsible en Occidente que los árabes pudieran aspirar a una vida normal? La coalición de intereses materiales entre dirigentes de Occidente y de Oriente es una explicación insuficiente, un determinismo económico demasiado elemental. Es más convincente la costumbre diplomática que lleva a todo gobierno a preferir lo malo conocido (Mubarak) que lo bueno por conocer: la incógnita islamista. Pero la razón esencial en la que se basó la ceguera occidental tiene que ver con el prejuicio: los árabes no son supuestamente como nosotros, ignoran todo sobre la libertad, y el despotismo es su tradición desde tiempos de los faraones (que no eran árabes, pero da igual). Un prejuicio que el sociólogo palestino Edward Said había calificado «de orientalismo». Esta visión de un Oriente eterno estaba y sigue estando reforzada por una ignorancia profunda del islam. En Europa y en Estados Unidos confundimos fácilmente el Corán con el islam, el islam con los musulmanes y los musulmanes con los árabes. Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, los estadounidenses se lanzaron a la lectura del Corán para encontrar en él una explicación al terrorismo. El Corán no explica ni el 11-S ni el atentado de la estación de Atocha (en Madrid): el Corán dice una cosa y lo contrario, lo que deja a los exégetas una gran libertad de interpretación. En resumen, el islam no es más que lo que los musulmanes hacen de él, tanto para bien como para mal, lo que no es muy diferente del cristianismo.
Y en Occidente no se entiende muy bien hasta qué punto la historia de los árabes está imbricada en la historia de Occidente e iluminada por el Corán. El largo conflicto entre árabes y europeos ha suscitado resentimientos, pero también convergencias. No hablaremos aquí de la leyenda andaluza, sino de los tiempos modernos. Recordaremos que, en el siglo XIX, unos intelectuales de El Cairo comprendieron que para salvar la civilización árabe resultaba crucial adaptar lo que hacía fuerte a Europa: su ciencia y sus instituciones. El instigador de esta occidentalización, Rifaa El Tahtawi, importó a Egipto la educación para todos, una prensa libre, la idea de Constitución y las ciencias europeas que hizo traducir al árabe. Esta occidentalización condujo a los árabes al umbral de la modernidad, hasta la década de 1950. Nadie en 1950, ni en el mundo árabe ni fuera de él, dudaba de que Egipto, faro del mundo árabe, restablecería una brillante cultura y emprendería una vida democrática y normal y un crecimiento económico y liberal. Es conveniente recordar esa época, ya que explica la facilidad con la que los revolucionarios restablecen el vocabulario democrático: no es necesario explicar a los árabes qué es una Constitución y un partido político porque ya experimentaron lo uno y lo otro.
Por tanto, la verdadera ruptura entre el mundo árabe y la democracia liberal no se enmarca dentro de la civilización árabe, ni en el Corán. El despotismo y el socialismo árabes datan de la década de 1950 y proceden de las ideologías occidentales modernas. En realidad, las guerras de descolonización y contra Israel fueron las que permitieron a los militares árabes tomar el poder y conservarlo. Como Europa era una potencia colonial, esos dirigentes árabes obtuvieron el apoyo soviético: en la década de 1950, el modelo soviético les parecía más eficaz que el capitalismo. El mundo árabe despótico se forjó realmente en esos años. Lo mismo sucede con el islam político: la Hermandad Musulmana le debe más al fascismo italiano, del que copiaron los estatutos, que al Corán. Este islam político solo se volvió violento después —no antes— de que lo reprimiera Nasser. Cuando un partido musulmán ganó las elecciones municipales en Argelia en 1991, el ejército argelino anuló las elecciones: solo en ese momento el partido se transformó en una guerrilla y más tarde se unió a Al Qaeda.
Estos hechos recientes, ocultados en Europa, explican las exigencias de los revolucionarios actuales. Estos reclaman la «vuelta» a la democracia, la «vuelta» a una prensa libre y la «vuelta» a unas universidades independientes. También cabe destacar hasta qué punto esas revoluciones obedecen a unas leyes históricas, propias de todas las revoluciones, árabes o no árabes. Desde 1789, las revoluciones son menos obra de levantamientos populares que de minorías ilustradas: la mecha revolucionaria siempre la encienden los grupos sociales que no encuentran en la sociedad el lugar que estiman que les corresponde. Resulta que las universidades de El Cairo o de Túnez han dado varias generaciones de estudiantes que, debido a la militarización de la política y a la estatalización de la economía, están privados de perspectivas. Esta Lumpen Intelligentsiadesencadenó las revoluciones árabes según un esquema que recuerda a todas las revoluciones occidentales, desde 1789 (París) hasta 1989 (Praga). Esta es la razón de que en estas revoluciones árabes no sea cuestión ni del islam, notablemente ausente, ni de Israel, que es la menor de las preocupaciones para la calle árabe; esta se halla inmersa en la búsqueda de dignidad, de una vida mejor, y no de un califato imaginario. Los árabes van en busca de globalización y de integración en un mundo exterior más libre y más próspero; están cansados de que los hayan abandonado en los márgenes de la historia. Nos dicen hasta qué punto están hartos de ser «diferentes», por internet y a menudo en inglés, para que comprendamos el mensaje.
Llegados a este punto, manifestemos nuestra inquietud. ¿Qué se puede esperar de las revoluciones árabes si son unas revoluciones como las demás, una aspiración a los beneficios de la globalización sin un componente islámico significativo? Las revoluciones rara vez conducen a la democracia liberal. Ahora bien, sin una reconversión económica del mundo árabe, toda esperanza de integración de los jóvenes en la economía seguirá frustrada. Egipto, el Magreb, Jordania y Siria necesitan un crecimiento del 7 al 8% anual para que la revolución produzca un mayor bienestar. Es el modelo turco. Esta «turquización» exigiría que los militares renunciasen a su poder político y sobre todo a sus prebendas económicas. Por tanto, nos veríamos tentados a decirles a los árabes sublevados que hicieran «un esfuerzo más»: la república está al alcance de la mano, pero sin una economía liberada seguirá construida sobre la arena.
Los islamistas, antioccidentales y antisionistas, están ahora mismo fuera de juego: pero si la república no conduce al crecimiento, asistiremos a una revancha de los extremistas. Los revolucionarios no han planteado hasta ahora el tema económico: no les parece prioritario, pero lo será. Solo el regreso de los empresarios al mundo árabe, empezando por todos aquellos que viven en el exilio, garantizaría unas repúblicas duraderas. Hoy en día, en Egipto se requieren 500 días de trámites administrativos, con un soborno para cada sello, para abrir una panadería. Egipto será republicano cuando sea posible crear allí una panadería.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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