Por Xavier Reyes-Matheus, asesor de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad (ABC, 14/3/11):
Es de esperar que los bicentenarios que conmemora por estos años Iberoamérica vayan dejando de ser pretexto para exhibir pendones de guerra, y se enfoquen más bien en el auténtico meollo de todo aquel fenómeno que sacudió las formas sociales y políticas durante tanto tiempo instaladas en el mundo: la creación del Estado moderno y la configuración de una sociedad libre, democrática y titular de derechos inalienables. Este impulso edificador, que sucedió a la demolición emancipatoria, tuvo su expresión más clara en los criterios organizadores sobre los que se trazó el diseño constitucional, que en 1811 se concretó por primera vez en la América hispana, con la Constitución de Venezuela, y en 1812 en la península, con la emanada de las Cortes de Cádiz.
Por fortuna, el estudio del constitucionalismo hispánico, y del hispanoamericano especialmente, viene apartándose de un tiempo acá del estrecho feudo de la historia local para insertarse en el marco más amplio y rico del pensamiento político contemporáneo. Esa asunción de la modernidad como clave de análisis ha servido también para poner en evidencia el problema que ha estado siempre enfrente de aquella variable: el de la identidad. Si del estudio de las constituciones hispanoamericanas se revela un impulso plenamente asimilado al ideario democrático de raíz ilustrada, la mirada sanchesca a la realidad del subcontinente pone en cambio el acento sobre la distancia que la separa de aquel modelo. El espacio parece triunfar sobre el tiempo, como si la historia de nuestro ahora debiera quedar siempre postergada a la de nuestro aquí. Al cabo de los siglos, este asunto ha venido a presentarse como la crónica de un desengaño o de un fracaso; pero lo cierto es que ya en el momento de fundarse las nuevas naciones se pensaba en lo que habría de ser semejante brecha: en que una cosa era gobernar con arreglo a la libertad del individuo y otra los individuos para los que se gobernase. Para la empresa liberal esto se resolvía trasmutando el problema del quién en una cuestión de cuándo: con ello, por ejemplo, el indígena dejaba de ser una esencia y se convertía en una potencia, en un proyecto de ciudadano. A diferencia del utopismo que estuvo tan en boga durante la conquista, con su visión de la historia como regreso a una edad paradisíaca, la mentalidad moderna no podía concebir aquel decurso sino linealmente, como un progreso: el indígena no era más que un estadio infantil de la humanidad, cuyo acriollamiento, si acaso, se había dado bajo la férula perniciosa del Antiguo Régimen. En este sentido, la conformación de la ciudadanía pasaba por una revolución que tenía que ser a un tiempo libertadora y civilizadora: había que enseñar a los hombres a ser libres, pero, en buena parte de la población, se imponía antes enseñarlos a ser hombres. Era inevitable que el espíritu fundante de las nuevas naciones se volviese pronto conservador, bajo una forma de conservadurismo harto curiosa, pues, en vez de guardar el pasado y la tradición, se erigía en guardián de ese futuro que estaba sujeto a condición suspensiva: el césar democrático no era sino el tutor capaz de administrar para el pueblo el patrimonio de su soberanía, que podía dilapidarse en manos de semejante titular, hasta que llegara para éste el tiempo de asumir su responsabilidad política y social.
Entre la identidad y la modernidad se instaló el dilema del huevo o la gallina, de modo que no se sabía cuál se hallaba condicionada por cuál. En propiedad, la identidad que las ideas democráticas debían producir era, por así decirlo, la identidad que no importaba: es evidente que si el desiderátum es la igualdad ante la ley, las particularidades han de disolverse en la generalidad de la condición ciudadana. Definida ésta, un sistema político puede calificarse sólo por la manera en que los gobernados viven la experiencia de la diversidad: ya en el contexto, ya al margen de la ciudadanía. El discurso de la diferencia o de la excepcionalidad cultural puede ser, por lo tanto, resueltamente democrático o avasalladoramente totalitario, según los efectos que produzca: el debate multiculturalista que se da en nuestros días lo demuestra claramente. Pero, puesto que en Hispanoamérica se colgó el cartel de en obras a la construcción de la sociedad moderna, y puesto que aquella no-identidad propia del ciudadano, a que antes aludíamos, se dejó suspensa mientras nos despojábamos de la inmadurez civil que nos caracterizaba, la cuestión no consistió en ser a la vez distintos y modernos, sino en no ser modernos por el hecho de ser distintos. A fuerza de esta lógica, lo que debía haber sido una simbiosis —identidad para la modernidad— se convirtió en antagonismo —identidad contra la modernidad—. Y como pasa con todo lo que se opone, al fin la disyuntiva incorporó un juicio de valor que, movido por la frustración, se inclinó por privilegiar la identidad: ya que nadie dice que somos adelantados, al menos que se diga que somos así. Un ortus conclusus, un macondo regido por leyes propias e incomprensibles.
Los discursos de la identidad y de la modernidad son entonces como las dos caras de la moneda hispanoamericana. Pareciera, repito, el duelo del espacio contra el tiempo; de la prehistoria contra la historia. Pero si se aborda cada uno remitiéndose al otro, se advertirá que no existe tal oposición: 1492 y 1810 son, en propiedad, dos descubrimientos. En la primera fecha, los indígenas son descubiertos por los europeos; en la segunda, los europeos se han transformado en criollos y se descubren a sí mismos. Descubrir significa, en ambos casos, dar razón de la dignidad humana de aquellos habitantes. Durante la colonia, el fundamento de esa dignidad es la igualdad de los hombres como hijos de Dios, proclamada por el cristianismo. Al nacer las repúblicas, la libertad ha encontrado fueros nuevos en las conquistas de la razón, y en la confianza de quienes se sienten capaces de crear, con ellas, un orden que le haga justicia.
Para los que siguen confiando su interpretación de nuestra historia al concepto de hispanidad, el resultado de aquella obra dignificadora contrasta notablemente entre un momento y otro: al éxito que puede considerarse la evangelización, plenamente realizada en las conciencias de los hombres del Nuevo Mundo, se opone el fracaso de la empresa liberal, cuyo Estado de derecho basado en valores democráticos sigue siendo una cartilla ajena, que no acaba de incorporarse a nuestra naturaleza. Comparando ambas cosas, lo que parece evidente es que, mientras la primera fue capaz de edificar una cultura, la segunda no lo ha logrado. Pero en constatar esto, creo yo, se agazapa un peligro frente al cual hay que estar muy alerta, y es nuevamente el de concebir aquello en términos de antítesis, como si la modernidad y el desarrollo fueran un rocío superficial y episódico que apenas necesita la planta robustecida por la savia cristiana. Sin aquel riego, por el contrario, tal savia tiende a secarse, y adquiere sabor de ironía la referencia a un mundo hecho de fe, de devoción y de caridad en el que campean los crímenes, la corrupción, el narcotráfico y la muerte violenta y fútil.
Sin embargo, la reincidencia en el tema de la identidad se presenta a veces como una invitación a aprovechar aquella cultura de base cristiana para construir destinos mejores. Adquiere en esto especial relevancia la noción de mestizaje, cuyo proceso fue propiamente el teatro donde tuvo lugar el fenómeno de la evangelización. Pero lejos de encerrarse en una singularidad incomunicable, mestizaje y cristianismo son quizá las dos categorías culturales más eficaces para incorporar las conquistas del futuro: la historia de la fe cristiana, extendida por Europa y Asia desde el cenáculo de los apóstoles, es una carrera de sincretismos raciales. Ahora bien: desde el momento en que asimila el saber grecorromano, se confunde además con la carrera que sigue la humanidad en pos de su propio raciocinio. La forma hispanoamericana de ser mestizos y de vivir la fe no tiene por qué ser una excepción a ese itinerario.
En política, por otra parte, la identidad es el conjunto de intereses y de valores que definen a un conglomerado social, y por los cuales una aspiración, por más buena que sea, quizá resulte perjudicial para algunos o deje indiferentes a los que podrían beneficiarse de ella. En última instancia, si los destinos de las naciones no se orientan solos hacia lo mejor es por la acción que ejercen aquellos factores, y de eso se dieron cuenta los legisladores de Cádiz cuando se vieron reformulando la suerte de un mundo que se les reveló de pronto como un inmenso misterio. Desde luego está claro que la existencia de tales valores e intereses no quita la excelencia de lo mejor, y a lo que es mejor siempre debe tenderse. El puente por el que puede transitarse este camino, desde lo que nos define hasta lo que nos mejora, desde lo que queremos hasta lo que valdría la pena que quisiéramos, es la educación: igualmente perentoria para el pueblo que ha de rentabilizar la buena hora del Chile de Piñera y para el que tendrá que encontrar de nuevo a Venezuela entre los escombros a que la ha reducido el chavismo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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