Por Pascal Boniface, director del Instituto de Relaciones Internacionales y Estratégicas de París (LA VANGUARDIA, 06/03/11):
La revolución tunecina y la caída de Mubarak en Egipto deberían inducir a numerosos responsables e intelectuales occidentales a cuestionar buena parte de sus puntos de vista que a decir verdad han guiado con torpeza y escaso acierto el rumbo de su política internacional.
Solía considerarse que el mundo musulmán era impermeable a la democracia; el islamismo radical, la principal amenaza estratégica. De hecho, el sueño de modificar el mapa de Próximo Oriente para implantar allí la democracia – en el caso de Iraq, mediante la guerra-se había convertido en pesadilla. El enfoque realista mandaba contemporizar con regímenes represivos de la región que, al menos, ofrecían la ventaja de representar muros contra el islamismo.
A quienquiera que cuestionaba tales puntos de vista se le trataba de ingenuo o de tonto útil, o bien se le acusaba de hallarse aquejado del “síndrome muniqués” de 1938. Toda reflexión crítica se interpretaba como complicidad, implícita o explícita, con los islamistas. Asomaba, a veces, el terrorismo intelectual. Estos puntos de vista adolecían de una atención excesiva a los efectos ignorando las causas. Indudablemente, el islamismo radical constituía un desafío peligroso para la seguridad de los occidentales y de sus aliados. Sin embargo, ¿cuál era su terreno abonado? ¿Cabía pensar que se trataba de un fenómeno natural o genético susceptible de afectar al mundo árabe-musulmán sin saberse demasiado por qué? Los defensores de estos puntos de vista omitían a sabiendas el hecho de que los occidentales habían apoyado la expansión del islam en su versión radical a fin de contrarrestar el avance del nacionalismo árabe progresista. Ante todo, la cuestión era abstenerse de señalar e identificar las causas geopolíticas del auge del radicalismo islámico (la persistencia del conflicto de Próximo Oriente, la guerra de Iraq y, finalmente, un modo de combatir el terrorismo que sólo acarreaba su crecimiento) y las causas políticas (injusticias sociales, corrupción, ausencia de horizonte político, represión…) aduciendo que comprender quiere decir legitimar y que legitimar significa disculpar.
A base de luchar contra los efectos del islamismo radical sin combatir sus causas, se instaura una política que se nutre de su propio fracaso. Esta actitud conduce inevitablemente al efecto inverso del previsto inicialmente pues se produce una organización del islamismo radical que hace entonces más necesaria la lucha contra él, generándose así un círculo vicioso del que no se sale.
La otra fisura del razonamiento consistía, por analogía, en atribuir al islamismo radical el mismo papel que el representado antaño por el comunismo: el de una importante amenaza susceptible de echar abajo nuestro sistema y acabar con nuestras democracias. Aunque tal presentación de los hechos reportaba la ventaja de mantener importantes presupuestos militares tras la desaparición de la Unión Soviética, surge el interrogante: ¿cómo comparar, en términos de amenaza, Al Qaeda con los millares de armas atómicas de la URSS, los millones de soldados, los millares de carros y aviones de combate del Pacto de Varsovia? Tal perspectiva ha conducido al mismo error estratégico – y error moral-que el cometido durante la guerra fría. En nombre de la defensa de la democracia (amenazada por el comunismo), los occidentales sostuvieron un golpe de Estado en Indonesia – que provocó medio millón de muertos-,además de apoyar a Mobutu y a otros sátrapas africanos, a Pinochet, a Videla y compinches, e incluso al régimen del apartheid. Todos ellos no contribuyeron en nada a la caída del comunismo y, en cambio, cooperaron, como excepción a la regla, a sus fines propagandísticos. La democracia ha triunfado por la transparencia, la comparación de sistemas a que ha dado lugar y el respeto al fomento de unos principios. Pensar que Ben Ali y Mubarak eran el mejor muro de protección contra el islamismo constituía un error. En cierto modo, la impopularidad de estos regímenes debido al tríptico corrupción-injusticias-represión les convertía de hecho en agentes reclutadores indirectos. Los occidentales lo aceptaron porque el simple hecho de pronunciar la palabra “islamismo” conducía a la parálisis intelectual. El militar Lyautey decía:
“Cuando oigo tacones que se cuadran, los cerebros se bloquean”. No es menester que los cerebros se bloqueen a la mera evocación del islamismo; al contrario, hay que abrirlos. La democracia, la justicia social, la transparencia, la coherencia en el respeto a los principios que se dice promover son la mejor manera de luchas eficazmente contra el islamismo radical. Es, igualmente, la mejor, la única vía hacia la reconquista de la confianza occidental en sociedades que, lejos de rechazar nuestros valores como algunos no paran de repetir como en una salmodia, los suscriben pero nos piden que seamos coherentes en su aplicación.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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