Por Ian Buruma, profesor de Democracia y Derechos Humanos en el Bard College. Su último libro es Taming the Gods: Religion and Democracy on Three Continents (“La doma de los dioses. Religión y democracia en tres continentes”). Traducido del inglés por Carlos Manzano (Project Syndicate, 08/03/11):
El Presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, ha sido muy criticado por su actitud ante los cambios revolucionarios en el norte de África y en Oriente Medio. En realidad, no los ha abordado demasiado, al menos en público.
Ése es precisamente el problema de los guerreros de salón que contemplan el desarrollo de los acontecimientos en las pantallas de sus computadoras y televisores en Washington y en Nueva York. Quieren que Obama aborde más las cosas. En lugar de adoptar una actitud prudente y dejar que los manifestantes en el Irán, Túnez, Egipto, Libia, Baréin, Yemen y otros lugares se encarguen de gritar, quieren que hable enérgicamente o, mejor aún, que envíe la fuerza Aérea de los EE.UU. para que derribe los cazas y los helicópteros de combate de Gadafi y los haga desparecer del cielo. Quieren que Obama diga a los dictadores que se vayan ahora mismo o, si no…
O, si no, ¿qué exactamente? Desde luego, el Gobierno de los EE.UU. ha mimado a demasiados dictadores brutales en el último medio siglo. Durante la Guerra Fría, los dictadores se beneficiaron de la magnanimidad americana, siempre y cuando fueran anticomunistas (“nuestros cabrones”). Se colmó de dinero y de armas a los dictadores de Oriente Medio, si se abstenían de atacar a Israel y reprimían a los islamistas. En los dos casos, esas estrechas relaciones se mantuvieron durante demasiado tiempo. En los países árabes, sólo sirvieron para enardecer al extremismo islamista.
Y, sin embargo, para iniciar una transición hacia formas de gobierno más democráticas, sirve de ayuda que se trate de un Estado satélite de los EE.UU. Durante el decenio de 1980, Corea del Sur, las Filipinas y Taiwán lograron deshacerse de sus dictadores, en parte porque dependían totalmente de las armas y el dinero de los EE.UU. Cuando la Guerra Fría tocaba a su fin, el anticomunismo por sí sólo dejó de garantizar la protección de los EE.UU. De modo que cuando los coreanos, los filipinos y los taiwaneses se levantaron contra sus gobernantes, los EE.UU., aunque con retraso, estuvieron en condiciones de decir a sus satélites militares que se retiraran. Probablemente, algo así haya ocurrido en Egipto también, de forma discreta.
Lamentablemente, esa clase de presiones no funcionaron en China cuando su pueblo pidió lo que otros asiáticos habían conseguido. Tanto el Partido Comunista chino como el Ejército Popular de Liberación pudieron sobrevivir sin el patronazgo de los EE.UU. Lo mismo es aplicable al semiteocrático régimen del Irán. Si Gadafi acaba cayendo, no será porque su ejército dependa de los EE.UU.
Pero hay otro problema que impide a los EE.UU. adoptar un papel destacado en las rebeliones políticas de Oriente Medio. Algunos de los mismos que hoy acusan a Obama por considerarlo “blando” fueron los promotores entusiastas de la guerra en el Iraq. En aquel momento, esperaban que la “conmoción y la intimidación” por parte de las fuerzas de los EE.UU. no sólo derribarían al dictador (cosa que resultó cierta), sino que, además, la invasión encabezada por ellos sería acogida con entusiasmo por los iraquíes liberados, que después pregonarían una nueva era democrática en Oriente Medio.
Una víctima de aquella brutal empresa, aparte de los 100.000 iraquíes que murieron y los millones más que pasaron a ser refugiados, ha sido la confianza en los EE.UU. como fuerza del bien. La Operación Libertad Iraquí y la Operación Libertad Duradera en el Afganistán granjearon una malísima fama a las actuaciones americanas para promover la democracia. Los pueblos quieren libertad, pero no con el cañón de un arma de los EE.UU.
Hasta ahora, la retórica antiamericana ha estado notablemente muda en los levantamientos que están barriendo Oriente Medio. El cinismo con el que los déspotas intentan desacreditar toda oposición como obra de agentes extranjeros desempeña indudablemente un papel en ese silencio, pero también la discreción pública de Obama. Su conciliador discurso en El Cairo del 4 de junio de 2009, muy ridiculizado por los halcones en los EE.UU., junto con su carencia general de bravuconería, brindó margen suficiente para que los oponentes de los dictadores de Oriente Medio se rebelaran sin quedar marcados por una intervención extranjera. Es cosa de ellos y así debe ser.
Pero eso no equivale a decir que los EE.UU. deban mantener siempre una actitud pasiva. En realidad, no lo han hecho. Allí donde la influencia americana cuenta, como en el caso del ejército egipcio, se ha recurrido a ella y Obama ha expresado con claridad su apoyo a las aspiraciones democráticas, para consternación de Israel y de Arabia Saudí. Sin embargo, como ha mostrado la historia reciente, el derrocamiento de caudillos es sólo el principio del proceso de democratización.
La creación de instituciones que garanticen no sólo las libertades políticas, sino también la protección de las minorías, resulta bastante difícil en países en los que dichas instituciones habían existido en otro tiempo, como en la Europa central poscomunista. Más difícil resultará en países en los que no las hubo o en los que la economía sigue en gran medida en manos de las fuerzas armadas. Una intervención armada angloamericana, sobre todo si no cuenta con la sanción de las Naciones Unidas, contribuiría mucho a socavar la posición de los liberales y demócratas, que necesitan todo el crédito que puedan conseguir.
No cabe duda de que a algunos de los manifestantes les gustaría que Obama diera un apoyo más estridente a sus fines. Algunos piden incluso una asistencia más activa de los EE.UU. Puede haber cosas que las potencias occidentales puedan hacer para aliviar el sufrimiento, ofreciendo ayuda a los refugiados, por ejemplo, o recurriendo a la tecnología más avanzada para mantener expeditos los canales de información, pero los halcones americanos quieren lo que la mayoría de los dirigentes de la oposición libia han rechazado. Quieren que los EE.UU. adopten una actitud de dirección, que es lo último que los aspirantes demócratas necesitan ahora mismo.
Los pueblos de Oriente Medio y del norte de África han estado dirigidos durante demasiado tiempo por Occidente o por dictadores respaldados por Occidente. Deben encontrar su propia vía a la libertad. Obama parece entenderlo; por eso, ha actuado perfectamente.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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