Por Antonio Montero Moreno, arzobispo emérito de Mérida-Badajoz (ABC, 06/03/11):
Henos aquí ante la imparable globalización, que nos hace a los inquilinos del planeta más cercanos e interdependientes, en esta tierra nuestra, a la que el pensador canadiense Marshall McLuhan tituló la Aldea Global, hace ya casi cuarenta años, en los orígenes de la era digital. También por entonces los primeros astronautas la veían como el Planeta azul, y desde siempre la sabiduría popular ha sostenido que el mundo es un pañuelo.
La globalización viene de lejos y ha funcionado siempre. En los albores de la humanidad el «Homo erectus», que por algo se llamaba así, anduvo en pie y a pie en su entorno de la selva, luego a caballo, y después en la carreta de tracción animal. Así cientos de siglos, hasta que, a mediados del XIX, irrumpieron en el mundo desarrollado el ferrocarril y el barco de vapor, que enlazaron países y continentes. Se decía, por aquellos años, que tres cuartas partes de los seres humanos no se alejaban, en toda su vida, más allá de 25 kilómetros de su lugar de nacimiento.
Llegamos así al fascinante siglo XX, el de los vehículos de tierra, mar y aire, a velocidades de vértigo, por autovías milkilométricas, disparados trenes AVE, aviones supersónicos y satélites artificiales; además de la comunicación interpersonal, mundial e instantánea, por el móvil y la videoconferencia; junto con los saberes infinitos de la Red de redes, al alcance de toda la Humanidad.
Desde siempre, los desterrados hijos de Eva, fieles al mandato bíblico de multiplicarse y llenar la Tierra, han ido instalándose en distintos y distantes parajes de la misma, desde los que mantuvieron incontables guerras —unas 25.000 en toda la historia, según los polemólogos— con otros reinos y, más tarde, imperios limítrofes, para defenderse de, o imponerse a, los unos a los otros. Eso trajo consigo el conocimiento por ambos de nuevas gentes y territorios. Avalando así la discutida afirmación de Ortega y Gasset de que las guerras han sido un factor determinante del progreso social, científico y cultural de vencedores y vencidos.
Con los imperios surgieron las grandes urbes, émulas de Babel, comunicadas entre sí por una vasta red de rutas terrestres y marítimas: vías romanas, ruta de la seda, muralla china, flotas comerciales fenicias; caminos de peregrinantes a Roma, Jerusalén, Santiago de Compostela; y, en el islam, a La Meca. Todo un tejido relacional de pueblos y naciones, presagio aún muy distante de un mundo global, consciente de sí mismo.
Y, en esa longitud de onda, se sitúan las grandes religiones continentales: budismo e hinduismo al Oriente, cristianismo e islam, más a Occidente. Dos tercios de la Humanidad han sido y son bloques espirituales de cohesión y de fraternidad universal.
Era, empero, muy difícil pensar en la globalización de la Tierra, sin saber tan siquiera que esta era un globo giratorio en derredor del sol, y sin haberla recorrido en toda su extensión geográfica. A lo primero dieron cumplida respuesta los geniales astrónomos renacentistas Copérnico y Galileo; y a lo segundo, los audaces navegantes hispano-portugueses, Colón, Magallanes, Vasco-Núñez y una pléyade de héroes, con el descubrimiento de las dos Américas y con la primera vuelta al globo terráqueo.
Saltamos del Renacimiento a la Revolución francesa, que, pese a sus páginas sangrientas (y tal vez para compensarlas), acuñó para la posteridad la trilogía emblemática, de raíces cristianas, Libertad, Igualdad y Fraternidad, de la que se apropiaron después los países liberales y socialdemócratas. Y, pasando página hasta el siglo XX, nos chocamos con las dos guerras mundiales más trágicas de la historia, cuyos horrores y escarmientos convirtieron a los beligerantes en promotores de dos grandiosos avances morales para la Humanidad: la creación de la ONU (1945) y su Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948). Una piedra miliaria de la fraternidad de nuestra especie, avance indiscutible hacia una auténtica globalización de valores.
Coinciden los expertos en definir la globalización como el impacto que producen, en todo o en gran parte del globo terrestre, los hechos o acontecimientos ocurridos en un espacio del mismo: ya sea sobre el cambio climático: capa de ozono, calentamiento del suelo o del mar, licuación de los hielos polares; ya sobre la población humana: crisis financieras, poder de los mercados, deudas soberanas, y no tan soberanas, de los bancos y empresas; hipotecas asfixiantes de ciudadanos de a pie, trasiego incontrolado de las migraciones.
Le debo a mi colega Raúl Berzosa, ducho en la materia, esta cita de R. M. Solow, premio Nobel de Economía: «Ah, sí, la globalización. Una maravillosa excusa para otras cosas». Una definición acertada la encuentro en Wikipedia en estos términos: «Un proceso económico, tecnológico, social, cultural y político de creciente comunicación e interdependencia entre los distintos países, unificando mercados y sociedades mediante transformaciones que le dan carácter global».
Su lectura más profunda nos la depara, cómo no, Su Santidad Benedicto XVI, en la Encíclica Caritas in Veritatey en otras alocuciones, como la pronunciada en San Pedro, ante doscientos cincuenta prelados, en la II Asamblea especial para África del Sínodo de los Obispos (25-X-2009): «La globalización no ha de ser entendida fatalísticamente como si sus dinámicas fuesen producto de anónimas fuerzas impersonales e independientes de la voluntad de los hombres… Es una realidad humana y, como tal, modificable por uno u otro enfoque cultural. La Iglesia trabaja, desde su concepción, para orientar el proceso en términos de fraternidad y solidaridad».
El campo tal vez más problemático de la globalización es el de las oleadas migratorias, sobre el que nos ha advertido recientemente la Comisión Episcopal correspondiente: «El ideal y la tarea de constituir una sola familia de personas, pueblos, culturas y religiones, tan numerosas y diversas, nos urgen a todos, inmigrantes y autónomos. El camino es arduo y requiere un largo recorrido». Paralelo al de las migraciones es el fenómeno mundial de los turistas (en España, cincuenta y dos millones anuales), que propicia encuentros personales y bienestar compartido entre foráneos y nativos. Lo mismo cabe decir de los Juegos Olímpicos y de otras competiciones deportivas multinacionales.
El casado casa quiere, y la familia mucho más. No estamos aquí por casualidad, dice el Papa, sino como hombres y hermanos que recorren su camino en la Tierra y la tienen como patria y como casa común. Partimos de dos premisas irrenunciables: la unidad y la diversidad de la especie. Podemos y debemos gobernar el proceso globalista hacia un nuevo orden mundial, desde una tabla de valores éticos fundados en la verdad, la libertad y la solidaridad.
Recuerdo que, a raíz de la Segunda Guerra Mundial, funcionaba en Ginebra una Oficina que expedía certificados de ciudadano del mundo. Con esa o con otra fórmula tendríamos que afianzar en la colectividad humana, y más en la cristiana, la convicción de que «todo hombre es mi hermano»; incluso en poblaciones como Vilanova (Barcelona) y El Egido (Almería), con inmigrantes de más de treinta países. Seguiríamos volando así en el Planeta azul hacia un futuro de esperanza. «Todo es posible al creyente» (San Pablo a los Efesios).
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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