Por Francesc de Carreras, catedrático de Derecho Constitucional de la UAB (LA VANGUARDIA, 03/03/11):
De entrada, déjenme que les confiese una duda: no sé cómo denominar a los procesos de cambio político que durante las últimas semanas empezaron en los países árabes norteafricanos y se van extendiendo hacia Oriente Medio. ¿Protestas, rebeliones, transiciones, revoluciones? De todo habrá y quizás sólo cuando acabe el proceso y se estabilice la situación podremos encontrar el término adecuado. En todo caso, sea cual sea el nombre, de momento ya se ha llevado por delante a Ben Ali, a Mubarak y esperemos que esté al caer Gadafi. No es mal comienzo.
En primer lugar, cabe destacar una novedad. En aquella zona, hasta ahora los cambios de los últimos sesenta años habían consistido, básicamente, en golpes de Estado militares (por ejemplo, Naguib y Naser en Egipto o Gadafi en Libia) o en caudillajes surgidos de luchas anticoloniales (por ejemplo, en Marruecos, Túnez y Argelia). Su objetivo principal era superar el subdesarrollo, para lo cual se debían emprender, sobre todo, cambios en la economía, dejando la política en un segundo plano: interesaba más el crecimiento que la democracia.
Para conseguir tal objetivo, unos siguieron dependiendo económicamente de sus antiguas metrópolis y de Estados Unidos, fueron los llamados países neocoloniales; otros buscaron un equilibrio comercial entre Occidente y la URSS. Eran, naturalmente, épocas de guerra fría y de política de bloques, algo que ha pasado al desván de la historia.
Estos regímenes – siempre, en mayor o menor medida, dictatoriales-se solían adjetivar como progresistas o conservadores según sus relaciones respecto a los dos bloques en pugna. Los conservadores, además de neocoloniales, estaban adscritos a la política internacional y militar occidental. Los progresistas se adscribían al movimiento tercermundista de países no alineados y, por ello, estaban más cercanos a la URSS que a Estados Unidos o, por lo menos, no eran incondicionales de este último país. Así pues, el socialismo de los progresistas no era tal, sino que dependía, simplemente, de su proximidad al bloque soviético.
Con la perspectiva de hoy, se ve claro que estas nuevas élites políticas y militares árabes no se limitaron sólo a ocupar las instituciones políticas, sino también las económicas, es decir, las empresas públicas o privadas. La lucha contra el subdesarrollo cedió a la tentación de la corrupción. Las grandes fortunas que amasaron los altos dirigentes y la burocracia que ejecutaba sus planes se intentaban disimular mediante una ideología populista y demagógica revestida de una fraseología nacionalista y, en los progresistas, antiimperialista. Al fin, no había grandes diferencias entre unos y otros: cleptocracias es un nombre muy adecuado para denominar a estos regímenes, tanto los considerados conservadores como los progresistas.
Frente a estas realidades, frente a estos fracasos, los movimientos actuales sorprenden a primera vista por dos razones. En primer lugar, porque las revueltas – o como se las quiera llamar-no han sido dirigidas ni por partidos ni por líderes, sino que parecen haber actuado de forma más o menos espontánea, espoleadas por la subida de los principales alimentos y con la imprescindible ayuda de las nuevas técnicas de comunicación, esto último tan bien explicado por Manuel Castells (véase su artículo en La Vanguardia del 19 de febrero pasado). ¿Son movimientos de masas? No me atrevería a decirlo, no creo que las masas ya se comuniquen en estos países por internet. Más bien pienso que los protagonistas de los sucesos son las clases medias: profesionales, comerciantes, pequeños empresarios, jóvenes y estudiantes, por supuesto. En definitiva, élites más o menos ilustradas, cuando menos no analfabetas, social y culturalmente parecidas a las que emigran a Europa. Esto último explica la segunda razón que sorprende: en estas manifestaciones las demandas políticas priman sobre las económicas, es decir, contrariamente a lo que sucedía en el pasado, lo que se reivindica, por encima de todo, es libertad y democracia, no lucha contra el subdesarrollo. Por cierto, una libertad y una democracia semejantes a las de Occidente, probablemente las únicas posibles, nacidas de la razón en lo fundamental y sólo condicionadas por las distintas tradiciones culturales en lo accidental. Gritos de libertad y democracia, además, que se expresan con gran madurez política, mediante un pacifismo inteligente y en un clima de gran tolerancia mutua, para nada influido por el fanatismo religioso que, según algunos, es indisociable del islam. Ya me gustaría que ETA y su entorno tuvieran comportamientos semejantes.
La historia va paso a paso. Se ha dicho, con acierto, que la situación tiene cierta semejanza con la Europa del año 1848: el liberalismo y la democracia contra las ideas tradicionales y el absolutismo político. Ojalá fuera así, con la convicción de que ahora el proceso – tan lento en la Europa de entonces-se aceleraría por los nuevos condicionantes económicos y técnicos. Las profecías siempre son prematuras, pero lo más satisfactorio de la situación, lo que infunde confianza, es que, por el momento, parece que se trata de una prudente revolución democrática y liberal.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario