Por Fernando García de Cortázar, director de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad (ABC, 13/03/11):
Sucedió en Roma, la noche del 13 de julio de 1881. Una muchedumbre enardecida se abalanzó sobre el féretro de Pío IX —muerto tres años antes— para impedir su traslado al cementerio de Campo de Verano, pidiendo a gritos que «su carroña» fuera arrojada a las aguas del río Tíber. Fue la contestación popular a un Papa que había provocado la asfixia de algunas de las mejores luces católicas de la época; el grito de ira contra un Pontífice que, todavía hoy, aunque beatificado, simboliza, para algunos, el lado más antipático de la Iglesia. Aquello que, históricamente, denunciaron ciertas voces europeas como rabioso temporalismo y alianza con el poder.
Sin duda, son muchos los abusos y errores que pueden imputarse a la Iglesia. Es cierto. No se puede entrar en el pasado del catolicismo sin encontrar rastros de intolerancia. Pero tampoco sin hallar el espíritu de los evangelios, traicionado y transmitido simultáneamente, y algunas de las realizaciones más sublimes del ser humano.
Retratada como luminaria o sombra, faro o caverna, la historia de la Iglesia se parece trágicamente a la aventura moral y política de Europa: es una crónica de dos caras, una prolongada y dolorosa epopeya donde la dignidad, la humildad y la búsqueda de la verdad han marchado codo con codo con la violencia, las ambiciones y la sinrazón. La Iglesia es el Papa Inocencio III gritando a todos los vientos de la rosa «Matadlos a todos, Dios reconocerá a los suyos», y Erasmo de Rotterdam, el abogado más elocuente del ideal humanista. Es la ampulosa corte y las intrigas políticas de los Papas del Renacimiento, y la vida, como el aire de una mañana fresca, de San Juan de la Cruz, que compuso la maravilla del Cántico espiritual en la celda de un convento carmelita. Es la tolerancia ante la esclavitud, y la formulación de los argumentos teológicos para abolirla. Es la actitud complaciente del Vaticano ante el Tercer Reich, y también los inolvidables curas de Roma, ciudad abierta o Adiós, muchachos, que supieron abandonar sin discursos su pacífica comunidad por la comunidad torturada y perseguida de la Resistencia.
Como el Viejo Continente, la Iglesia no puede observarse sólo desde el punto de vista de la maledicencia. Algo que ya advirtió mi querido Albert Camus a mediados del siglo pasado, cuando refiriéndose al misterio de una fe polivalente, utilizada lo mismo para justificar el poder que la subversión, dijo que «la honestidad consiste en juzgar a una doctrina por sus cimas, no por sus subproductos. Y, por lo demás, aunque yo no sepa mucho de estas cosas, me da la impresión de que la fe es menos una paz que una esperanza trágica».
La historia que hoy quiero recordar pertenece a ese lado luminoso de la Iglesia que muchos se empeñan en olvidar. Es la historia que cuenta admirablemente, con sencillez narrativa y gran penetración psicológica, la película De dioses y hombres: la vida y muerte de siete monjes cistercienses del monasterio de Nuestra Señora del Atlas, secuestrados y asesinados por la barbarie fundamentalista del GIA (Grupo Islámico Armado) en 1996.
Durante años habían vivido como los frailes pintados por Zurbarán. Durante años habían ayudado en todo lo que podían a la comunidad rural que rodeaba Nuestra Señora del Atlas. Pero un día estalla la guerra civil en Argelia y la amenaza de muerte golpea los muros del monasterio: ¡Los monjes extranjeros deben volver a Europa, de donde son los cristianos!… ¿Qué hacer? ¿Traicionar sus principios y regresar a Francia? ¿O quedarse y vencer el miedo a la muerte, permaneciendo fieles a sí mismos y a su decisión de entregarse al servicio de los campesinos del Atlas?
T. S. Eliot utilizó uno de los más bellos fragmentos del Eclesiastés en sus Cuatro Cuartetos, al definir nuestra difícil relación con la experiencia, recordando que hay un tiempo para la siembra y un tiempo para la cosecha, un tiempo para la desesperanza y un tiempo para la celebración… un tiempo para la dicha y otro para la muerte. Hay un tiempo, en efecto, que nos convoca a mirar nuestra existencia cara a cara. Es el momento más dramático. La hora en que la vida se nos ofrece a cambio de la bolsa, cuando la verdad en que consistimos trata de ser comprada, a cambio, nada menos, que de seguir en pie sobre la tierra, entregados para siempre a la incierta gloria de continuar respirando.
Nuestra vida, en esas circunstancias, es el testimonio más difícil, pero también el más auténtico, el definitivo: aquel que nos ofrece nuestro significado de sinceridad o de farsa. Piensen en Thomas Moro, cuando desde la cárcel donde espera el patíbulo, responde a su hija, que lo exhorta a ceder, a darle la razón a Enrique VIII para salvar la cabeza:
«Lo haría con mucho gusto, pues no es cosa de pamemas moralísticas, y amo la vida. Pero esta vez, créeme, de verdad que no puedo.»
Los monjes del Atlas, que vivían del encanto de las formas pequeñas y frágiles cantadas por Fray Luis de León —salmos que despiertan los sentidos al bien divino, un huerto sencillo, una pobrecilla mesa, de amable paz bien abastada…—, también encararon esa hora largamente acechada y conjurada con humilde dignidad, sin publicidad, sin aspavientos, sin jactancia alguna. Nunca quisieron ser mártires. Tampoco aceptaron resignadamente un sacrificio inútil y blasfemo en un ejercicio de heroísmo esteticista. Sabían que, en ocasiones, la libertad exige defender nuestra ciudadela interior frente a las amenazas del fanatismo. Sabían que una vida formada por un serial de actos rutinarios, resultado de una primera y solemne elección, no es, en rigor, una vida libre. Y fueron consecuentes con sus creencias.
Sí, sus razones para quedarse en el monasterio de Nuestra Señora del Atlas ante la amenaza siniestra de los terroristas fueron inmensas. Tuvieron la dimensión de la esperanza y la hondura del amor a Dios y a los hombres. Murieron porque no tenían más remedio, cuando lo que se les ofrecía no era la salvación, sino la destrucción de las razones de su existencia, el despojo de todos los años que les habían llevado hasta aquel momento y hasta aquel lugar donde se resumía su vida entera. Se les ofrecía sobrevivir, expropiados de su verdad humilde, pero completamente suya. Y, por extraño que parezca en estos tiempos, ellos prefirieron dejar que esa verdad viviera aunque la pagaran al precio terrible que su misma fe y el respeto por ellos mismos les exigía.
Son las mismas razones que nos dejó en herencia aquel hombre que recorría los caminos palestinos ocupados por las legiones romanas. Aquel hombre que, con el Sermón de la Montaña, abrió uno de los capítulos más dilatados y persistentes de la historia de la humanidad. Aquel hombre apresado y condenado a morir en la cruz, y que, a pesar de su queja por el sufrimiento presentido, su temor al dolor físico, la injusticia de padecerlo, quiso experimentar una muerte que los creyentes podrían considerar gratuita y evitable con un manotazo de Dios sobre los hombres malvados. Aquel hijo de carpintero que, por el contrario, alzó la mano para decir: estoy solo, con un puñado de fieles que confían en mí, y sólo mi padecimiento les dará la fuerza de ser su ejemplo, para que puedan predicar un mensaje de compasión, fraternidad e igualdad entre los seres humanos. Una palabra, que muchos han pagado con su vida.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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