Por Francesc Vendrell, ex representante de la Unión Europea en Afganistán. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo (EL PAÍS, 27/10/08):
Afganistán se encuentra en su periodo más difícil desde la expulsión de los talibanes. Partiendo de las cuatro provincias más meridionales, la insurgencia se ha extendido hacia el este, hasta las provincias que rodean Kabul, así como a otras zonas del norte y del oeste, entre ellas Baghdis, donde está desplegado el Equipo Provincial de Reconstrucción (PRT, en sus siglas inglesas) español. Por otra parte, grupos islamistas radicales, alentados durante mucho tiempo por los sucesivos gobiernos militares paquistaníes para convertirlos en antídoto contra los grupos civiles laicos y para tener más expectativas de instaurar un régimen subsidiario en Afganistán, se han vuelto contra su creador, haciéndose prácticamente con el control de las Áreas Tribales Administradas Federalmente (FATA) que jalonan la frontera afgano-paquistaní, y extendiendo sus actividades terroristas, tanto a más zonas de la Provincia Fronteriza del Noroeste como a otros lugares.
Aunque la mayoría de los afganos no desea retornar al régimen medieval de los talibanes, están desencantados con el liderazgo del presidente Karzai, al que culpan del mal gobierno, de la ausencia de un Estado de derecho, de la corrupción generalizada y de una cultura de impunidad. Dado que el Gobierno depende de la asistencia occidental, la mayoría de los afganos simplemente no comprende nuestra aparente incapacidad para inducirlo a que se encamine en la dirección adecuada, y nos consideran corresponsables de los males de su país. Además, hechos como las continuas bajas civiles, sobre todo durante operaciones de apoyo aéreas, las detenciones arbitrarias que practican las fuerzas estadounidenses y el extendido desprecio por las normas culturales afganas están provocando una creciente oposición a los contingentes militares internacionales, que nada tiene que ver con la generalizada bienvenida que se les dispensó entre 2001-2002.
¿Qué se ha hecho mal desde el 11 de septiembre de 2001? Un error inicial fue que la Conferencia de Bonn se celebrara después y no antes de la derrota de los talibanes, lo cual posibilitó que la Alianza del Norte, en su mayoría no pastún, se hiciera con el control de extensas zonas del país, presentando la conferencia como un “hecho consumado” y logrando la parte del león de la administración transitoria.
Esto suponía entregar el sistema político afgano a muchos de los antiguos dirigentes muyahidines, que durante su estancia en el poder a mediados de la década de 1990 habían causado destrucción y pillaje, y cuyo caótico desgobierno había facilitado el advenimiento de los talibanes. Menos importancia podría haber tenido ese hecho si las Naciones Unidas no hubieran optado por dejar una “huella ligera”, que las privaba de los medios para desempeñar un papel más profundo y determinante, en un momento en el que la mayoría de los afganos así lo deseaban, o si Estados Unidos no hubiera mostrado desdén por la “construcción nacional” o si no hubiera limitado durante los primeros dos años la presencia de la ISAF a Kabul.
Después vendrían otros errores. En primer lugar, EE UU y la ONU, haciendo caso omiso de la popularidad que tenía el antiguo rey, se opusieron durante la loya yirga de emergencia a que fuera elegido jefe del Estado, algo que podría haber contrarrestado la sensación que tenían los pastunes de ser las víctimas de Bonn, y también habría tenido los efectos positivos de ayudar a fortalecer a Karzai, recuperar las estructuras tribales debilitadas por 23 años de conflicto y garantizar que los afganos del campo escucharan al monarca y no a los ulemas.
En segundo lugar, los caudillos y comandantes militares fueron encumbrados por Estados Unidos y por otros actores; no se hizo ningún esfuerzo por garantizar que fuera el Gobierno el que tuviera el monopolio de los medios para ejercer la violencia, y el proceso de desarme fue ineficaz. Hasta el momento, la persistente falta de voluntad que han mostrado tanto la coalición liderada por EE UU como la ISAF a la hora de prestar un apoyo efectivo a la disolución de los grupos armados ilegales ha debilitado a Karzai, favoreciendo la llegada al Parlamento de varios hombres fuertes locales de dudosa reputación, que de este modo han seguido influyendo en los nombramientos de cargos provinciales y de distrito, con el consiguiente desarrollo de una cultura de corrupción e impunidad. Todo ello mientras que poca atención se prestaba a la sociedad civil o a fomentar la creación de grupos pluralistas y reformistas.
Y esto no es todo. La invasión de Irak desvió la atención internacional de Afganistán, mientras que Estados Unidos y Europa, en un despliegue de ingenuidad o de deliberada ceguera, se fiaron de Musharraf cuando les garantizaba que Pakistán, después de 20 años, había cambiado su política de apoyo a los grupos islamistas más extremistas de Afganistán. Esa ofuscación posibilitó que en 2006 los talibanes surgieran de sus santuarios en Beluchistán y la Provincia Fronteriza del Noroeste convertidos en una importante fuerza de combate.
Con todo, esta lúgubre evaluación no debería llevarnos a la conclusión de que en Afganistán estamos condenados al fracaso. Preguntemos a los afganos, que, después de quejarse de los defectos del Gobierno y de la complacencia de la comunidad internacional, dirán que nuestra presencia, tanto civil como militar, es esencial para evitar el regreso de los viejos y malos tiempos de los talibanes y los muyahidines, y una nueva guerra civil. Lo que se necesita es desandar el camino y revisar a fondo la estrategia que venimos aplicando. La llegada de una nueva Administración a Washington, sobre todo si la encabeza Obama, será una oportunidad para hacerlo.
¿Cómo debería ser la nueva política? En primer lugar, no tendría que centrarse únicamente en Afganistán, sino también en Pakistán, ya que los problemas de radicalismo y terrorismo islamistas de ambos países están profundamente interconectados. Debería incorporar a Irán, reconociendo que, como vecino y como potencia regional, sus intereses en Afganistán son legítimos. Tendría que esclarecer el contenido de una posible “solución política”, es decir, hasta dónde podrían llegar las concesiones a los talibanes en un diálogo conducente a la “reconciliación” y sus consecuencias para las aspiraciones de reforma y de democracia de los afganos. Esto significaría apoyarse menos en personalidades y más en instituciones, impulsando un régimen parlamentario descentralizado, más acorde que el actual régimen presidencialista con una sociedad multiétnica y bilingüe.
La nueva política necesitaría también prestar una mayor atención a la reforma de la función pública, la policía y el sistema judicial, así como mejorar las instituciones provinciales y locales. Aun siendo importante, centrarse sólo en el desarrollo del Ejército Nacional conlleva el peligro de sentar las bases de una futura dictadura militar. Tendríamos que reconocer el fracaso de nuestra política antidroga y de su insistencia en la erradicación, un método caro y proclive a generar corrupción, y más bien dar prioridad a los mecanismos policiales, las subvenciones a los agricultores que cultivan productos legales y el hincapié en que los funcionarios que se cree están implicados en el tráfico de drogas sean expulsados de sus cargos. Hay, por último, un elemento no menos importante: como tantos afganos nos están demandando, necesitamos vincular nuestra ayuda a la actuación del Gobierno.
Por diversas razones, dentro de los europeos, los españoles parecen especialmente reacios a implicarse en Afganistán, un país remoto que, si tiene alguna relevancia para nuestras vidas, es poca. Esa actitud demuestra que no hemos aprendido nada, no sólo del 11-S sino del 11-M. El hecho de que los extremistas islámicos puedan contar con santuarios en cualquier país, ya sea Afganistán o Pakistán, sigue siendo la amenaza más grave para nuestra seguridad y bienestar. Los que, con las mejores intenciones, se oponen a nuestra participación militar en la ISAF o desean mantenerla en su mínimo actual, establecen comparaciones erróneas con Irak, y no comprenden que la ISAF está en Afganistán a petición de las Naciones Unidas y que su retirada arrojaría a 30 millones de afganos a una situación de nuevo caracterizada por los combates y la opresión, en la que las mujeres se convertirían en ciudadanos de segunda clase, viéndose privadas una vez más del acceso a la educación y el empleo.
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