Por Juan-José López Burniol, notario (EL PERIÓDICO, 23/10/08):
“Había terminado ya el rezo cotidiano del rosario. Durante media hora, la voz sosegada del príncipe recordó los misterios gloriosos y dolorosos”. Así comienza El Gatopardo, la novela en que Giuseppe Maria Fabrizio Salvatore Stefano Tomasi, príncipe de Lampedusa y duque de Palma di Montechiaro, narra la vida de Don Fabrizio Corbera –príncipe de Salina– y su familia desde 1860 a 1910, época en la que se consuma la decadencia de la aristocracia siciliana ante la burguesía emergente, en el marco de Palermo y las tierras vecinas de Agrigento de Donnafugata.
En 1957, tras la muerte de su autor, el texto –que había sido rechazado por las editoriales Einaudi y Mondadori– fue enviado por Elena Croce –hija de Benedetto– a Giorgio Bassani –el autor de El jardín de los Finzi-Contini–, quien tuvo la sensibilidad de captar que se trataba de una obra mayor y decidir su publicación por Feltrinelli, hace ahora medio siglo, con un prólogo y quizá unos retoques –según José María Valverde– del propio Bassani, que había conocido fugazmente a Tomasi en 1954.
EN EL PRÓLOGO, Bassani le describe así: “Era un caballero alto, corpulento, taciturno, de rostro pálido, con esa palidez gri- sácea de los meridionales de piel oscura. (…) Uno lo habría tomado, ¡yo que sé!, por un general de la reserva o algo semejante. (…) Silencioso siempre, siempre con el mismo rictus amargo en los labios. Cuando me presentaron a él, se limitó a inclinarse brevemente sin decir nada”. Según le contó a Bassani la mujer de Tomasi –una baronesa báltica de madre italiana, que alcanzó notoriedad como psi- cóloga–, “hace 25 años que me anunció que quería escribir una novela histórica, ambientada en Sicilia en la época del desembarco de Garibaldi en Marsala, girando en torno de su bisabuelo paterno, Giulio di Lampedusa –astrónomo–. Pensaba en ella continuamente, pero nunca se decidía a empezarla”. Por fin la escribió en solo dos años: 1955 y 1956. En una carta dirigida a un amigo, el autor se confiesa: “De más está decirte que el príncipe de Salina es el príncipe de Lampedusa, mi bisabuelo Giulio Fabricio. Cada cosa es real: su estatura, su matematismo, su falsa violencia, su escepticismo, su esposa, su madre alemana, su rechazo de la senaduría”.
Con estos mimbres, Tomasi –poeta lírico más que narrador– salvó del olvido un mundo –el suyo–, evocándolo al modo de Marcel Proust. Late inexorable en su discurso la convicción de que todo orden lleva en sí mismo el germen de su destrucción inevitable. Todo lo que nace, muere. Todo lo que existe, desaparece. Aunque, al mismo tiempo, también subyace en la narración la escéptica constatación de que todo lo que muere se reencarna en una realidad que, bajo formas distintas, reproduce un esquema de dominación semejante. Este es el sentido de la frase más célebre de El Gatopardo: “A veces es necesario que algo cambie para que todo siga igual”. Por esta razón, Tancredo Falconeri –sobrino de Salina y coprotagonista de la novela– se casa con Angelica Sedàra, hija de don Calogero, representante de la burguesía emergente, prefiriéndola a Concetta, la hija del príncipe que le estaba predestinada. Aristocracia y burguesía se funden en la cama y en los negocios: todo sigue igual.
El príncipe de Lampedusa fue afortunado por un hecho que ha redundado en la universalización de su obra: Luchino Visconti dirigió una película de igual título sobre la novela, con una fidelidad que no es solo argumental, sino principalmente sentimental, lo que resulta lógico porque ambos –Lampedusa y Visconti– procedían del mismo grupo social y ambos hablaban de un mundo que era el suyo. Y, al final, solo se habla con verdad de lo que es propio. Julián Marías destacó, de este filme extraordinario, “el baile, larguísimo, interminable, pero compuesto con arte refinado y sostenido por un tenue dramatismo que culmina en la danza de Don Fabricio con Angelica y en la anticipación que el viejo aristócrata hace de su muerte frente al cuadro que contempla con serena melancolía”. Todo seguirá igual.
El cincuentenario de El Gatopardo coincide, entre nosotros, con la reedición de otro libro que evoca una sociedad ya ida: El mundo de ayer, de Stefan Zweig, memorias escritas en el exilio de una Europa desvanecida que fueron, para su autor, el preludio de una muerte elegida en forma de suicidio.
Zweig, a diferencia del príncipe de Salina, no tenía esperanza alguna de que su mundo continuaría con otros protagonistas. La bestialidad sin fisuras de los nazis lo había hecho imposible, confirmando –como sostenía Freud– que “la barbarie, el elemental instinto de destrucción, era inextirpable del alma humana”.
HOY SE encuentra Europa en el umbral de otra etapa en la que, consumada con la actual crisis –cuando ésta llegue a su fin– la erosión de su posición de privilegio en el mundo, tendrá que redefinir su papel en el escenario global. Y, ante esta tesitura, el escéptico realismo del príncipe de Salina resultará mucho más estimulante que el impulso autodestructivo de Zweig: algo ha de cambiar para que todo siga, si no igual, por lo menos de forma parecida. Habrá que utilizar otras maneras, adoptar formas actuales y tejer nuevas alianzas. Como hizo, sin dudarlo, Tancredo Falconeri.
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