Por Joaquín González, fiscal, jefe de la Unidad del Consejo Judicial de la Oficina Europea de Lucha Antifraude (OLAF) y autor de Corrupción y justicia democrática (EL PAÍS, 17/10/08):
Pocas metáforas han dado tanto que hablar en economía política como la mano invisible de Adam Smith, que el curioso lector podrá encontrar, no sin cierto trabajo, en su obra magna, La riqueza de las naciones. Con ella viene a proclamar el puritano escritor escocés la autosuficiencia del mercado, asentada nada menos que en la naturaleza humana. Y así, cualquier control estatal a la iniciativa privada será ilegítima. Mano tan discreta sería como la ley de la gravedad de Newton, que ordena el equilibrio entre los cuerpos celestes en razón a su masa y a la distancia. Aquí, la mística económica imagina un mundo autorregulado y regido en última instancia por designios trascendentes, ante los que el hombre nada debe hacer. Pese a su elevación a los altares por la economía clásica, este sagrado principio no ha podido evitar las hambrunas que con rigor bíblico han azotado a la humanidad. Y ha servido de poco en momentos difíciles, como el presente, en que las gentes echan mano de cosas menos etéreas con que llenar la despensa.
Los problemas se multiplican en esta aldea global de McLuhan, vasto territorio en que los ciudadanos están, sin embargo, expuestos a los mismos virus, sidas económicos que amenazan todos los rincones del planeta. Ello es debido a los colosales procesos de globalización de la inversión y de la producción, sin precedentes en la historia de la civilización. Desmantelados los controles a los flujos financieros, la movilidad del dinero le otorga ahora un predominio indiscutible sobre la mano de obra, en un mundo globalizado a merced del capital. Sufren de ello los propios Estados, pese a todo lo más sólido que tenemos, dada su capacidad para al menos tomar decisiones, en contraste con una Unión Europea diluida en su indefinición política. Limitado el quehacer del Banco Central Europeo a los países de este subsistema monetario, apenas se aspira en lo demás a una relativa coordinación de políticas nacionales. Es el modelo intergubernamental hoy imperante, tan lejos del proyecto comunitario e integrador.
Cuestión distinta es si el acierto está presidiendo la actuación interventora de los Estados. La antaño mano invisible se ha tornado hogaño en fuente del maná con que allegar recursos a los más necesitados, incluidos los pobres pecadores de la especulación. En penitencia habrán de recibir la transfusión de recursos, allí donde las reglas de la competencia estarían reclamando la piadosa extremaunción. Aparecen así los más variados planes a uno y otro lado del Atlántico, desde el “rescate” de activos y la nacionalización de bancos a la evitación de quiebras, el aval a las operaciones decrédito y la garantía de depósitos. Facilitar en suma la liquidez a quienes se suponía sus naturales agentes.
Forzoso es reconocer que los Estados se han convertido en el dique de contención de esta riada que arrasa con entidades financieras, empresas y puestos de trabajo. Que estén en condiciones de encauzar las aguas hacia saneadas cárcavas y torrenteras es algo que queda por ver. Triste es que sólo se acuerden de Santa Bárbara cuando truena, mientras que una asombrosa tolerancia ha presidido hasta la fecha su quehacer, en lo tocante al delito fiscal, al dinero negro y a los paraísos fiscales.
Mi deformación profesional me lleva al Código Penal, que con previsora tenacidad contempla los delitos de fraude, falsedad y estafa, quizás no tan lejos del origen del problema, aunque tan poco se hable de ello, todavía. Esto es también lo que ha caracterizado la economía global: un crimen a escala planetaria. Y es que, aunque cueste trabajo creerlo, la financiación de las actividades ilegales se ha convertido en uno de los pilares de la economía mundial. Manifiesta contradicción entre principios jurídicos y realidad económica que denuncia una gran mentira, cuya fuerza es la energía del delito. Y todavía hay quien se pregunta por el paradero del dinero desaparecido.
Ante la gravedad de la crisis, inevitable resulta que los fundamentos del capitalismo adquieran renovada actualidad. La fuerza de los principios de Adam Smith, los que han permitido el predominio de América en el último siglo, es de naturaleza ética. El ilustrado profesor de filosofía moral no imaginó el liberalismo como fábrica de ricos, sino como medio para generar riqueza en beneficio del común. En contraste con sus orígenes históricos destaca la inmoralidad de este nuevo capitalismo, patio de Monipodio de oportunistas e indeseables. Presentados pese a ello como héroes en la economía global de la especulación, con frecuencia se ven protegidos por contratos millonarios y amparados por los poderes públicos. No han procurado otra cosa que la ganancia al menor coste, ampliar mercados, alcanzar nuevas cotas de venta. Crecer, sin reparar en los trabajadores, los consumidores, el urbanismo, el medio ambiente o la estabilidad de los Gobiernos, con frecuencia asediados por su poder corruptor.
Crecer, en suma, a costa de la razón, la verdad y el sentido común. Y sin pensar en el ser humano. Tan intrépida actividad ha venido acompañada de un aparato teórico alumbrado fundamentalmente en universidades americanas, con Posner y demás, que ha pretendido reducir las instituciones y el derecho a parámetros económicos. Craso error, al imaginar a un hombre hecho de impulsos y necesidades materiales, reflejo de una naturaleza implacable presidida por los instintos; pero sin valores. Prisionero de leyes primitivas, este hombre, homini lupus en el pesimista Hobbes, no vacilaría al arrojar desde la roca Tarpeya a los desvalidos ni al abandonar a nuestros ancianos a su suerte. Se confunden los autores de este monstruo capitalista, y sus cómplices y encubridores, en algo esencial: impulsado por una fuerza de naturaleza ética, la humanidad discurre en dirección opuesta a la naturaleza.
Apartemos de una vez esa farsa económica a la postre tan destructiva, la de esos brillantes profetas del pasado, que con tanta frecuencia yerran al mirar el futuro. Y confiemos en el derecho, encarnación de los valores, cuya contribución a la civilización es muy superior a la economía, pese a la miopía de la Academia Sueca que distribuye los Premios Nobel cada año. Menos economía y más derecho, la ética frente a la llamada eficacia, el control del capitalismo y un Estado reconstruido. El Estado, esa vieja creación política de la edad moderna, garante luego de los derechos fundamentales. Su función, en entredicho desde Daniel Bell, puede verse revitalizada ante el fracaso o la inexistencia de órganos de control supranacionales, pese a ser reclamados con sensatez e insistencia desde hace al menos una década.
Seamos conscientes, finalmente, de que la superioridad de nuestras democracias europeas radica no en nuestra capacidad de producción, sino en la estabilidad política basada en la razón moral. Quizás así, y sólo así, podamos ahuyentar el fantasma de la desaparición del sistema que ha permitido el florecimiento de los derechos humanos y sociales, patria universal hoy amenazada por la crisis económica. Y que, aun por razones bien distintas a las de la profecía de Marx, ya deambula por los pasillos del castillo.
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