Por Slavenka Drakulic, escritora croata y autora de No matarían ni una mosca. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 24/10/08):
El político austriaco de extrema derecha -y el populista más famoso de Europa- Jörg Haider murió a los 58 años, en un accidente al estilo hollywoodiense de James Dean, en la madrugada del sábado 11 de octubre. Iba solo en su coche y trataba de adelantar a otro cuando perdió el control y se salió de la carretera cerca de su amada ciudad de Klagenfurt. Iba a 140 kilómetros por hora en un lugar en el que sólo estaba permitido ir a 70 y bebido, pero la verdad es que Haider estuvo toda su vida sobrepasando límites. Por lo menos, murió satisfecho de sí mismo y, una vez más, convertido en el centro de la atención política.
En las recientes elecciones en Austria, su partido, BZÖ (Alianza para el Futuro de Austria), creado mediante una escisión en 2005, obtuvo un increíble 11% de los votos. Junto con su partido original, FPÖ (Partido de la Libertad de Austria), que tuvo el 18%, la extrema derecha austriaca alcanzó su mejor resultado de la historia, con casi el 30%. En comparación, los dos grandes partidos sufrieron un fuerte descenso. El Partido Socialdemócrata de Austria (SPÖ), de centro-izquierda, descendió a casi el 30%, y el Partido Popular de Austria (ÖVP), de centro-derecha, tuvo resultados incluso peores, con el 25,6%.
Haider había trabajado mucho y durante mucho tiempo para lograrlo, pero a su manera, empleando su carisma y la retórica populista pronazi por la que era tristemente famoso. Había captado la atención de todo el mundo cuando su partido estuvo a punto de entrar en la coalición de Gobierno, en el año 2000. Le llamaban el rey de Carinthia, después de haber gobernado esa provincia meridional en varias ocasiones a lo largo de más de 20 años. Pero, al mismo tiempo, se podía decir que era una especie de estrella pop, un actor de teatro, un artista. Siempre bronceado y musculoso, con una sonrisa constante en el rostro, hablaba con todos y estaba en todas partes; daba la sensación de que tenía la facultad mágica de estar en muchos lugares al mismo tiempo.
Amaba el escenario, cualquier escenario, le daba igual que fuera un acontecimiento deportivo, una discoteca, una fiesta de la cerveza, un estudio de televisión o una tribuna política. En un baile de disfraces se vestía de payaso o, normalmente, de la imagen que tenía de sí mismo, Robin Hood. En realidad, su comportamiento tenía más que ver con la tradición vienesa de la opereta que con los medios de comunicación modernos. Tenía tal talento natural como actor que se podría pensar que quizá Haider se equivocó de profesión. Pero no; Jörg Haider deseaba el poder a toda costa. Si la retórica nazi le era útil, la empleaba. Elogiaba a los soldados de las SS, a los que calificaba de hombres respetables, y a Hitler por su política de empleo. Lanzaba diatribas contra los inmigrantes y contra la Unión Europea, al mismo tiempo que se definía como “un patriota austriaco”. Sabía manipular el miedo de sus conciudadanos y les decía lo que querían oír, como que tenían derecho a ser sus propios dueños en su propio país (¿les suena?). También prometía puestos de trabajo, dinero, la protección de “las tradiciones austriacas” y lo que fuera. ¿Por qué no iba a hacerlo? Haider era un oportunista, capaz de prometer una cosa hoy y otra distinta mañana. Cuando Austria recibió una serie de advertencias si se permitía que Haider entrara a formar parte de la coalición de Gobierno (después de que hubiera obtenido el 27% de los votos), él empezó a suavizarse poco a poco. Y en las últimas elecciones, este otoño, empleó una retórica más social que ideológica.
Hay que preguntarse: ¿quién y por qué podía votar a una persona y un partido así? La respuesta es que a los austriacos les sedujeron las palabras de Haider. Sin embargo, sus fieles partidarios no habrían podido elevar a Haider por sí solos a las alturas políticas que alcanzó. Fueron, más bien, los votantes hartos de los dos partidos grandes, inmóviles y burocráticos que, como dos dinosaurios, han dominado la política austriaca desde 1945. Es decir, la razón del éxito de los partidos de extrema derecha es la frustración de los votantes con la inmovilidad política. La Austria actual ya no es un país que venere las ideas nazis, pero a los austriacos, como a muchos otros, les preocupan la inmigración, la globalización y la ampliación de la UE, y eso ofrece una oportunidad a los líderes populistas.
Tras su funeral -al que asistieron alrededor de 30.000 personas- hay que preocuparse ahora por su legado. Antes de su muerte, hizo las paces con el nuevo líder del FPÖ, el joven (38 años) Heinz-Christian Strache. Esto es importante, porque el interés común de toda la extrema derecha era y es impedir la gran coalición. Los dos partidos ultraderechistas controlan juntos casi un tercio del Parlamento y son una fuerza a la que hay que tener en cuenta.
La crisis financiera va a alimentar aún más los miedos de la gente corriente, y eso quizá podría constituir un terreno fértil para una política del estilo de la de Haider. No hay que olvidar que, al margen de que fuera serio o no en su radicalismo de derechas, sus ideas contribuyeron enormemente a cultivar su variante de populismo en Europa, tanto en Occidente como en el Este. En ese sentido, Haider es un cadáver político extraordinario.
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