Por André Glucksmann, filósofo francés. Traducción de José Luis Sánchez Silva (EL PAÍS, 27/10/08):
Tras encabezar una delegación en favor de la boat people vietnamita, que se ahogaba en el mar de China para escapar de la dictadura comunista (1978), Sartre y Aron salieron del palacio del Elíseo decepcionados: “¿Es que estos no saben que la historia es trágica, o lo han olvidado?”. ¿Estos? ¿Quiénes? ¿El equipo presidencial de entonces y su benévola incomprensión? Más que eso: como muy pronto constaté, se trataba del espíritu de una época cuyos perfiles ya eran “posmodernos”. La economía occidental acababa de remontar la primera crisis petrolera absorbiendo los petrodólares. Pronto celebraría la caída del sovietismo como “fin de la historia”.
Ahora, cuando J. C. Trichet imputa la crisis actual a la subestimación sistemática del riesgo, cuando P. Krugman, reciente premio Nobel, responsabiliza al “mecanismo panglosiano” de un capitalismo que cree que todo le está permitido porque habita el “mejor de los mundos posibles”, ambos tienen razón. Son síntomas de la euforia devastadora de una existencia posmoderna, más allá del bien y del mal, al margen de lo verdadero y lo falso.
Basta de explicaciones simplonas y miopes: tanto los pros como los anticapitalistas se conforman con exorcizar la “locura” -ya sea la de un sistema vampírico (recuerdo marxista de los posmarxistas), o la fiebre del beneficio de los traders-especuladores(anatema religioso de una sociedad agnóstica)-. Una vez dicho esto, queda explicar por qué estas seudocausas eternas han hecho explotar, precisamente ahora, unas burbujas específicas y datadas. Las grandes quiebras económicas no acaecen no importa dónde ni cuándo, vienen cargadas de historia. Son crisis del ethos capitalista. Cuando Max Weber señalaba el calvinismo como origen de nuestra modernidad, se equivocaba al focalizarse exclusivamente en la ética protestante, pero acertaba al descubrir detrás de los “mecanismos del mercado” la energía de un esfuerzo colectivo cuyos reveses resultan terribles.
La “mano invisible” que, siguiendo a Adam Smith, regulaba y garantizaba la economía mercantil en los siglos XVIII y XIX, era una manifestación de la ética de una burguesía convencida de su derecho: “Todas las clases sociales están al mismo nivel en lo que al bienestar del cuerpo y a la serenidad del alma se refiere, y el mendigo que se calienta al sol al borde de un camino generalmente posee esa paz y esa tranquilidad que los reyes siempre persiguen” (Teoría de los sentimientos morales). Buena conciencia de la que Balzac, Flaubert y Dostoievski, entre otros, harían un blanco recurrente.
Final de partida: 1914-1918. Al burgués providencial le sucede el burgués angustiado. La crisis de las mentalidades precede en una década a la gran depresión de 1929: “La guerra ha revelado a todos la posibilidad del consumo y a muchos la inutilidad de la abstinencia. Las clases trabajadoras pueden no querer seguir conformándose con tan amplia renuncia. La clase capitalista, perdida la confianza en el porvenir, puede pretendergozar más plenamente de sus facilidades para consumir mientras éstas duren”, escribe J. M. Keynes en 1920 (Las consecuencias económicas de la paz).
El advenimiento de los totalitarismos de derecha e izquierdos provoca la emergencia de una burguesía consciente de su finitud; la economía social de mercado, como el New Deal, acepta el reto de una posible extinción de las libertades fundamentales a manos de Hitler y Stalin. Los comentarios de Michel Foucault -abatido por el analfabetismo del antiliberalismo de la izquierda francesa- merecen una relectura. La “gobernanza” liberal a la europea implica, dice, que “la regulación de los precios por el mercado sea de por sí tan frágil que debe ser apoyada, acondicionada, ordenada mediante una política interna y vigilante de intervención social” (Nacimiento de la Biopolítica).
Cuarta metamorfosis, ya en nuestros días: tras el burgués providencial, tras el burgués agobiado y luego consciente de su finitud, llega el burgués ejecutivo, para el que decir es hacer. El Muro de Berlín ha caído, ¡viva el mundo reconciliado! El ethosejecutivo “mejora” desde entonces sin miedos ni reproches y apela al credo posmoderno, que proclama la muerte de Dios y predica con más insistencia la de los diablos.
Desde siempre, la economía mercantil relativiza los bienes señalando su intercambiabilidad y el Bien, tolerando su multiplicidad. En cambio, sólo nuestro tiempo proclama que puede reducir el riesgo a cero repartiéndolo y mutualizándolo. Es el reino risueño del “pensamiento positivo”, cuyos estragos denuncia Barbara Ehrenreich, la ensayista del New York Times: “Todo el mundo sabe que no se puede obtener un empleo con un sueldo de más de 15 dólares a la hora si uno no es positivo, ni llegar a director gerente alertando sobre posibles catástrofes”.
Una euforia semejante produce burbujas económicas y también políticas. Tanto a izquierda como a derecha, tanto en Europa como al otro lado del Atlántico, se especula sobre la ineluctable adhesión del planeta a la democracia, se apuesta por la paz y la armonía prometidas por un nuevo orden mundial multipolar. En 2008, los tanques de nuestro amigo Putin se lanzaron sobre Tbilisi. Nicolas Sarkozy tuvo que pergeñar a la carrera una tregua in extremis. Y, dos meses más tarde, los Estados intentan taponar la hemorragia financiera también in extremis. Antes de lamentarnos de la crisis de confianza, constatemos que todos estamos sufriendo las consecuencias de un exceso de confianza. La ausencia de Casandra mata.
De nada sirve atribuir a los bancos norteamericanos el abuso de confianza desplegado en los mercados, los políticos y la opinión pública demostraron la misma sensibilidad hacia las sirenas posmodernas que los financieros. Ni tampoco hay que abandonarse al catastrofismo dadaísta de los años 20 del siglo pasado perdiendo la cabeza en un agujero de la capa de ozono o golpeándosela contra el horizonte confusamente radiante de otra sociedad. En efecto, la historia es trágica, como ya adelantaron Esquilo y Sófocles. En efecto, también es estúpida, como ironizaron Aristófanes y Eurípides. Hay algo podrido en los estados mayores de los bancos, lo mismo que en “el reino de Dinamarca”. Una jugada de dados, o de Dios, o de las altas finanzas matematizadas jamás abolirá el azar, ni la corrupción, ni la adversidad.
Una última cita, esta vez de Platón, que convendría inscribir en el frontispicio de los futuros G-20: “La única buena moneda contra la cual se deben cambiar todas las demás es la phrónesis, una inteligencia alerta”.
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