Por Sami Nair, catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad París VIII. Traducción: Xavier Nerín (EL PERIÓDICO, 19/10/08):
Se irá. Tranquilamente. Volverá a los placeres de su rancho, su mundo neofascista formado por predicadores exaltados y hombres de negocios corruptos, por políticos e ideólogos mediocres que han destruido, en el espacio de ocho años, el prestigio, el renombre e incluso la imagen de los Estados Unidos de América en el mundo. George Bush, escribe Lluís Bassets en su excelente libro La oca del señor Bush, habrá sido “el presidente más impopular desde que hay medios para medir la popularidad del presidente”. Y tras un análisis despiadado de Bush, añade: “Y quienes se ocupan de analizar el pasado para saber cómo seremos todos nosotros cuando definitivamente seamos pasado, aseguran también que este presidente ha hecho todo lo posible para que los futuros libros de historia le reconozcan como una calamidad”.
El problema es que si bien Bush ha sido una monstruosidad para EEUU, también ha sido, y esto es algo que nunca se dice con claridad, simplemente un criminal de guerra para el resto de la humanidad. Pero aunque Estados Unidos no se haya adherido e incluso se haya opuesto ferozmente a la existencia del Tribunal Penal Internacional, ni Bush, ni sus soldados verdugos en Irak, ni sus acólitos Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Paul Wolfowitz, Karl Rove y otros neoconservadores serán juzgados por la justicia de los hombres, como tampoco serán juzgados los Aznar, Blair y otros cómplices de la expedición antiiraquí. Así es nuestro mundo, un lugar donde, en el marco de un régimen democrático, un presidente puede dejar el poder con las manos ensangrentadas sin tener que rendir cuentas.
¿En qué estado deja este siniestro personaje a EEUU? Es difícil hacer aquí el balance, pues los daños son muy profundos. Desde hace casi cuatro años, Paul Krugman ausculta cada día, en las columnas de The New York Times, la magnitud del desastre. Y sin duda, es más por esto que por sus propios trabajos científicos, loables por otra parte, por lo que este año ha obtenido el Premio Nobel.
A escala internacional, el cuadro es también muy desesperante. El odio contra Estados Unidos se ha convertido en un lugar común: engendrado por la violación sistemática del derecho internacional, aparece como una especie de revancha póstuma e irónica desde la caída de la URSS. Entonces se pensaba que iba a nacer un nuevo orden que haría de la paz y del diálogo multilateral entre los pueblos del mundo la regla del juego internacional, después de la noche de la guerra de los dos bloques. Por el contrario, nos encontramos con una potencia norteamericana desenfrenada, arrogante, preocupada por someter al mundo a sus intereses exclusivos.
La guerra, esto es lo que quedará de Bush: la de Afganistán, que todos los observadores, incluyendo los servicios de información estadounidenses, consideran perdida; la guerra en Irak, en la que los norteamericanos están hundidos y que pagarán muy cara el día que decidan retirarse; la guerra contra el terrorismo y Al Qaeda, también perdida porque esta organización sigue amenazando al mundo; la guerra, extendida a Pakistán, que actualmente se encuentra en situación de descomposición y soportando bombardeos norteamericanos cotidianos en sus fronteras con Afganistán; la guerra en el Cáucaso después de que Bush hubiera alentado a su amigo, el presidente georgiano, a desafiar al oso ruso, dejándolo tirado más tarde. La guerra potencial con Irán, que no ha hecho más que empeorar la desastrosa situación del Ejército estadounidense en Irak, y que habría podido transformarse en un enfrentamiento nuclear aterrador, y que, por el contrario, paradójicamente, ha convertido a Irán en la principal potencia musulmana de Oriente Próximo. Y no hablo del conflicto palestino-israelí, ahora paralizado, tras los muy loables esfuerzos de Clinton para que evolucionara en el sentido de la paz compartida.
TODO ELLO, y muchos otros elementos que también podrían servir para evaluar la grave crisis en la que se encuentra EEUU, está pensado y rigurosamente articulado en el libro de Lluís Bassets. Aunque, en el fondo, la lección que quizá sea más importante de esta dramática experiencia de la historia norteamericana es la siguiente: ningún régimen político, por democrático que sea, está protegido contra la perversión fanática, como desgraciadamente ha demostrado el ejemplo de Estados Unidos bajo la férula de George Bush.
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