Por Paolo Flores d’Arcais, filósofo, periodista y editor italiano. Es director de la revista MicroMega. Entre sus obras publicadas en español destaca El soberano y el disidente. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia (EL PAÍS, 18/10/08):
El cardenal Antonio María Rouco Varela, presidente de la Conferencia Episcopal Española, en sus palabras ante el Sínodo Mundial de los Obispos, ha vuelto a acusar al laicismo de querer hacer realidad “la dictadura del relativismo ético”. El aspecto más grave de esta verdadera dictadura laicista sería, en palabras suyas, el “tratamiento legal dado al derecho a la vida, como si el Estado pudiera disponer ilimitadamente de él”.
Evidentemente, a Su Eminencia se le escapa que sólo se puede hablar de dictadura cuando a los ciudadanos se les obliga a aceptar, contra su voluntad, las decisiones de un poder autoritario. Por ejemplo, si un Estado obligase a todas las mujeres, independientemente de su voluntad, a abortar siempre que ya tengan un hijo, sería (incluso si estuviera justificado por motivos gravísimos de explosión demográfica) un caso de dictadura, aunque el Estado en cuestión fuera democrático. Ahora bien, el famoso relativismo laicista no pretende jamás obligar a nadie. Al contrario, en los lugares en los que, hasta ahora, ha logrado prevalecer, ese relativismo -que es lo mismo que el carácter pluralista de una sociedad abierta- ha permitido que cada mujer escoja con libertad si quiere llevar a término su embarazo o no. Lo cual es todo lo contrario de una obligación impuesta y sancionada por el Estado.
El derecho del Estado “a disponer ilimitadamente de la vida” se hace realidad, en todo caso, en otras ocasiones: en la guerra, cuando hay un servicio militar obligatorio, en la pena de muerte o, peor aún, en la legalización de la tortura a los detenidos. Pero Su Eminencia Rouco Varela sabe a la perfección que la Iglesia católica no ha condenado hasta hace muy pocos años, y con una formulación ambigua, la pena de muerte (que estuvo en vigor en la Ciudad del Vaticano hasta 1969), y también sabe que la introducción del derecho a la objeción de conciencia para no hacer el servicio militar es, precisamente, una de las grandes batallas laicas en las que la Iglesia católica NO ha participado.
La amenaza totalitaria se hace realidad tan sólo cuando una institución pretende decidir en lugar del ciudadano cómo debe ser su vida. Porque, ¿quién puede disponer sobre la vida salvo quien la vive? Entre dos seres humanos, tú y yo, ¿qué aberración justifica que yo pueda decidir sobre tu vida? Y lo de menos es que ese yo que pretende decidir de forma totalitaria tu vida sea un individuo, sea el Estado o sea la Iglesia.
Confío en que Su Eminencia el cardenal Antonio María Rouco Varela no responda que el que dispone sobre mi vida, como de la vida de cualquiera, no es quien la vive sino Dios. Porque Dios no habla, sino que son siempre seres humanos los que hablan en su nombre (cosa que, aparte de todo, es una forma de delirio de omnipotencia).
En segundo lugar, porque Dios existe para unos pero no para otros, y todos son ciudadanos, por lo que Dios, en una democracia, no puede convertirse en argumento, ya que ello discriminaría manifiestamente a los no creyentes.
En tercer lugar, porque cada uno tiene su propio Dios, que impone distintos derechos y obligaciones (el dios judío otorga el derecho al divorcio, el dios cristiano ordena el matrimonio indisoluble, el dios islámico da derecho a tener cuatro esposas… Y, sobre asuntos como el aborto y la eutanasia, cada una de las iglesias tiene un punto de vista diferente).
Y, por último, porque la vida es un regalo, y un regalo se puede rechazar; si no, se llama condena.
En resumen, el derecho de cada uno a decidir sobre su propia vida (hasta la eutanasia) es un derecho primordial e inalienable que constituye la base de todos los demás.
Su Eminencia está a favor de “un diálogo sincero entre fe y razón” que “haga presente en la vida pública la verdad de Dios Creador y Redentor del hombre: del Dios que es amor”. Pero esta verdad de fe no puede ser una verdad de razón, porque, de ser así, cada ateo sería un minus habens desde el punto de vista psíquico.
El diálogo sincero, por consiguiente, implica que la Iglesia del cardenal Antonio María Rouco Varela renuncie a forzar a quien no es creyente a aceptar decisiones sobre su vida, su nacimiento y su muerte, a través de la violencia que representa una imposición de Estado, que es lo que trata de hacer la Iglesia católica en España y en Italia, en Polonia y en Irlanda, y en cualquier lugar en el que se siente suficientemente fuerte.
Lo irónico es que se hable de “un Dios que es amor” para obligar a los condenados a muerte por una enfermedad terminal a sufrir horas, días, semanas e incluso meses una tortura a la que su libertad desearía poner fin. Es un amor verdaderamente extraño éste que se atribuye a Dios.
Si no fuera porque, al atribuir a Dios una crueldad semejante, demuestran ser los herederos -claramente no arrepentidos-, no de Francisco de Asís, sino del inquisidor Torquemada.
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