Por Miguel Pajares, GRECS, Universitat de Barcelona (LA VANGUARDIA, 14/10/08):
La atención del Consejo Europeo de los días 15 y 16 está centrada, como no podría ser de otra manera, en las medidas que adoptará contra la crisis económica, pero este también será el Consejo en el que se aprobará el Pacto Europeo sobre Inmigración y Asilo propuesto por Sarkozy, y ello no debería pasarnos desapercibido. Recordemos que cuando Sarkozy lanzó la idea del pacto lo hizo con mensajes claros: la lucha contra la inmigración irregular (ilegal en los documentos oficiales) es la prioridad, y la integración de los inmigrantes, más que ser un asunto que obliga a los gobiernos a desarrollar políticas al respecto, es algo de carácter coercitivo contra los propios inmigrantes. Mensajes de mano dura para las políticas de inmigración, acordes con las tendencias que se están imponiendo en Europa.
El pacto se presenta como el acuerdo definitivo para alcanzar una política común europea de inmigración y asilo, pero, en realidad, sólo es un intento más de los muchos que se han venido haciendo en esa dirección. En 1999 los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión Europea adoptaron en Tampere el firme compromiso de establecerla en cinco años. Igual de firme fue el compromiso que volvieron a alcanzar en Laeken en el 2001, en Sevilla en el 2002, y más aún en La Haya en el 2004, donde, a la vista de lo poco que se había avanzado, se firma un nuevo acuerdo de amplias dimensiones por el que en el 2009 deberíamos tener ya plenamente vigente esa política común. Lo cierto es que los mismos gobiernos que reclaman la política común la torpedean después si las propuestas legislativas de la Comisión Europea no se adaptan a lo que ellos ya están haciendo en esta materia.
El nuevo intento encabezado por Sarkozy conlleva una apuesta por endurecer las políticas de inmigración. Pero la principal reflexión que merece es que no acierta con lo que debería ser una gestión racional de la inmigración. Habla de dar entrada a una inmigración escogida, dentro de un enfoque general restrictivo. Esto puede ser útil en la actual situación de crisis, pero la política de inmigración ha de plantearse a medio plazo, y se sabe que la inmigración que Europa necesitará en las próximas décadas, cuando hayamos salido ya de la crisis, no podrá ser gestionada sin amplias políticas de admisión. Es, por otra parte, un plan que habla de integración pero más bien la dificulta, ya que una política que presenta la inmigración como algo dañino, de lo que nos hemos de proteger, y a los inmigrantes como personas sospechosas de no querer cumplir nuestras leyes, personas a las que hemos de obligar con medidas especiales para que se comprometan a cumplirlas, es una política que inevitablemente expande los miedos y desconfianzas, y que, en definitiva, pone palos a la rueda de la integración.
Un pacto europeo de inmigración es ineludible, pero debería ser distinto del que se aprobará en el Consejo. Entre sus contenidos debería incluir el reconocimiento claro de que la inmigración laboral será cada vez más necesaria y que los inmigrantes han de encontrar vías accesibles para su entrada legal. La integración debería ser su eje central, apoyándola sobre un discurso acogedor, haciendo una nueva apuesta por dotarla de los recursos adecuados y proponiendo avances en lo relativo al derecho de voto. La relación con los países emisores debería plantearse siguiendo los criterios establecidos por las Naciones Unidas acerca de los nexos entre migraciones y desarrollo. Y la inmigración irregular debería abordarse con el objetivo de reducirla progresivamente, pero sabiendo que ello depende tanto de la mejora de los controles fronterizos como de que los otros aspectos antes mencionados funcionen adecuadamente (de entrada, convendría cambiar el enunciado de lucha contra la inmigración ilegal por el de reducción progresiva de la inmigración irregular).
Sabemos que la política de inmigración no es un tema fácil. Pero su complejidad no ha de llevarnos a dar por buenas o inevitables las tendencias que se están imponiendo en Europa. Especialmente los sectores progresistas europeos deben superar el fatalismo que se está instalando en esta materia; deben desprenderse de la idea de que la inmigración es un asunto aparte, en el que inevitablemente se ha de pasar por encima de los conceptos democráticos y progresistas que aplicamos en otros asuntos. Ha de promoverse un nuevo consenso que nos permita transmitir a la sociedad la idea de que otra política de inmigración es posible.
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