Por Jesús López-Medel, abogado del Estado (EL PERIÓDICO, 29/10/08):
Hay personajes que perviven en la memoria de millones de personas. Algunos, sobre todo si han tenido una muerte prematura o violenta, se traducen en iconos. En otros casos, sin esa dimensión tan mítica, se convierten en símbolos que perduran en el tiempo. No hace falta haber sido un personaje importante o poderoso. Es más, a muchos de estos el paso del tiempo los condena pronto al olvido, pues no dejaron huella especial en los sentimientos de una sociedad tan dinámica.
Donde más ha cambiado la sociedad, sobre todo la española, es en el proceso de secularización y laicidad. La dimensión religiosa ya no impregna ni condiciona todo como antes acontecía. El valor de la dimensión espiritual ha evolucionado hacia el ámbito de lo privado y quienes siguen el mensaje evangélico lo hacen más desde la opción personal y no tanto por el ambiente imperante.
Uno de los personajes del siglo XX más relevantes y recordados (aunque a los más jóvenes les resulte poco conocido) es Juan XXIII. Fue papa por un periodo muy corto (aunque no tanto como el breve Juan Pablo I, que en 1978 murió solo un mes después de haber asumido las sandalias del Pescador). Pero dejaría una estela imborrable para amplísimos y muy diversos sectores y sensibilidades.
SE CUMPLIÓ ayer, 28 de octubre, el 50° aniversario de su elección en ese procedimiento tan singular y algo misterioso (por la opacidad total) conocido como cónclave. Después de un largo mandato de su antecesor, Pío XII, los cardenales electores, encerrados bajo llave, eligieron a quien, por su edad, parecía ser un papa de transición. Tenía 76 años (entonces una edad ya de ancianidad) cuando ese obispo de Venecia pasó a ser sucesor de san Pedro.
Se seguía la inercia de muchos siglos de que el papa debía ser un italiano (después llegarían el polaco Wojtyla y el alemán Ratzinger, y ojalá pronto alguien procedente de otro continente). Pero la continuidad de papas netamente conservadores de las esencias se rompería con él. Aunque la televisión apenas existía y la influencia de los medios audiovisuales no era nada comparable con la actual, ganó el corazón de gentes muy diversas y plurales de ideologías y sentimientos. Muy pronto todos le conocerían como el Papa bueno. El sentido de humanidad y bondad que transmitía llegó a muchas personas, incluso no creyentes.
Fueron muchos los gestos que calaron, como la elección por vez primera de cardenales africanos e indígenas o la dedicación que, como obispo de Roma (cargo anejo al papal), mostró al hacer visitas pastorales a las parroquias de su diócesis. Eso era impensable hasta entonces, con unos papas encerrados en la organización que dirigía –con gran poder– la curia vaticana, más dedicados a conservar inmutable no solo la doctrina, sino también todas las adherencias culturales e ideológicas que habían dando forma a una sola manera de sentirse católico, distante del sentido originario evangélico.
Juan XXIII rompió estereotipos, y fue el primer papa que, cuatro siglos después de la ruptura de la Iglesia de Inglaterra por conocidas razones político-matrimoniales, se reunió con el máximo dirigente anglicano. Sobre todo, transpiraba humanidad y cercanía, algo que no había caracterizado a muchos de sus antecesores. Pero el hecho más relevante fue el sorprendente anuncio, apenas tres meses después de su elección, de convocar un concilio ecuménico de apertura de la Iglesia al mundo. Igual que la palabra perestroika, empleada por Gorbachov para intentar cambiar una URSS en total decadencia, otro vocablo como aggiornamiento quedará siempre incorporado a nuestro léxico. Con él, el Papa bueno manifestó su deseo de impulsar una renovación de la Iglesia en su modo de aproximarse a las diversas realidades modernas. También de un mayor diálogo con todos los sectores, incluso de las personas sin fe, buscando más lo que une a los seres humanos que lo que les separa. El centro lo situaba en la dignidad de las personas.
Su apertura también se manifestaría en textos que mantienen, tras medio siglo, gran frescura, como la Pacem in terris, con una carga social muy avanzada entonces y ahora. Asimismo, impulsaría una modernización de la liturgia y de unos ritos que, hasta entonces, en las celebraciones se hacían de espaldas al pueblo y en una lengua, el latín, ajena a la inmensa mayoría de los creyentes.
CINCO AÑOS después, en pleno concilio, falleció. Pero la senda había quedado marcada y la Iglesia católica vivió uno de sus momentos de mayor apertura y consideración en cuanto a situar la acción apostólica en las personas. Estas eran valoradas más que los ritos, los dogmas y las formalidades.
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