Por Paul Krugman, profesor de Economía en la Universidad de Princeton y premio Nobel de Economía 2008. © New York Times Service, 2008. Traducción de News Clips (EL PAÍS, 19/10/08):
La historia del pensamiento económico en el siglo XX es algo parecida a la del cristianismo en el XVI. Hasta que John Maynard Keynes publicó su Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero en 1936, la ciencia económica -al menos en el mundo anglosajón- estaba completamente dominada por la ortodoxia del libre mercado. De vez en cuando surgían herejías, pero siempre se suprimían. La economía clásica, escribía Keynes en 1936, “conquistó Inglaterra tan completamente como la Santa Inquisición conquistó España”. Y la economía clásica decía que la respuesta a casi todos los problemas era dejar que las fuerzas de la oferta y la demanda hicieran su trabajo.
Pero la economía clásica no ofrecía ni explicaciones ni soluciones para la Gran Depresión. Hacia mediados de la década de 1930, los retos a la ortodoxia ya no podían contenerse. Keynes desempeñó la función de Martín Lutero, al proporcionar el rigor intelectual necesario para hacer la herejía respetable. Aunque Keynes no era ni mucho menos de izquierdas -vino a salvar el capitalismo, no a enterrarlo-, su teoría afirmaba que no se podía esperar que los mercados libres proporcionaran pleno empleo, y estableció una nueva base para la intervención estatal a gran escala en la economía.
El keynesianismo constituyó una gran reforma del pensamiento económico. Inevitablemente, le siguió una contrarreforma. Diversos economistas desempeñaron un papel importante en la gran recuperación de la economía clásica entre los años 1950 y 2000, pero ninguno fue tan influyente como Milton Friedman. Si Keynes era Lutero, Friedman era Ignacio de Loyola, el fundador de los jesuitas. Y al igual que los jesuitas, los seguidores de Friedman han actuado como una especie de disciplinado ejército de fieles y provocado una amplia, pero incompleta, retirada de la herejía keynesiana. A finales de siglo, la economía clásica había recuperado buena parte de su anterior hegemonía, aunque ni mucho menos toda, y a Friedman le corresponde buena parte del mérito.
No quiero llevar demasiado lejos la analogía religiosa. La teoría económica aspira al menos a ser ciencia, no teología; se ocupa de la tierra, no del cielo. La teoría keynesiana se impuso en un principio porque era mucho mejor que la ortodoxia clásica a la hora de dar sentido al mundo que nos rodea, y la crítica de Friedman a Keynes adquirió tanta influencia porque supo detectar los puntos débiles del keynesianismo. Y sólo a modo de aclaración: aunque este artículo sostiene que Friedman estaba equivocado en algunos aspectos, y a veces parecía poco sincero con sus lectores, le considero un gran economista y un gran hombre.
Milton Friedman desempeñó tres funciones en la vida intelectual del siglo XX. Estaba el Friedman economista de economistas, que escribía análisis técnicos, más o menos apolíticos, sobre el comportamiento de los consumidores y la inflación. Estaba el Friedman emprendedor político, que pasó décadas haciendo campaña en nombre de la política conocida como monetarismo y que acabó viendo cómo la Reserva Federal y el Banco de Inglaterra adoptaban su doctrina a finales de la década de 1970, sólo para abandonarla por inviable unos años más tarde. Por último, estaba el Friedman ideólogo, el gran divulgador de la doctrina del libre mercado.
¿Desempeñó el mismo hombre todas estas funciones? Sí y no. Las tres estaban guiadas por la fe de Friedman en las verdades clásicas de la economía del libre mercado. Además, su eficacia como divulgador y propagandista descansaba en parte en su merecida fama de profundo economista teórico. Pero hay una diferencia importante entre el rigor de su obra como economista profesional y la lógica más laxa y a veces cuestionable de sus pronunciamientos como intelectual público. Mientras que la obra teórica de Friedman es universalmente admirada por los economistas profesionales, hay mucha más ambivalencia respecto a sus pronunciamientos políticos y en especial su trabajo divulgativo. Y debe decirse que hay serias dudas respecto a su honradez intelectual cuando se dirigía a la masa de ciudadanos.
Pero dejemos de lado por el momento el material cuestionable y hablemos de Friedman en cuanto teórico económico. Durante la mayor parte de los dos siglos pasados, el pensamiento económico estuvo dominado por el concepto del Homo economicus. El hipotético Hombre Económico sabe lo que quiere; sus preferencias pueden expresarse matemáticamente mediante una función de utilidad, y sus decisiones están guiadas por cálculos racionales acerca de cómo maximizar esa función: ya sean los consumidores al decidir entre cereales normales o cereales integrales para el desayuno, o los inversores que deciden entre acciones y bonos, se supone que esas decisiones se basan en comparaciones de la utilidad marginal, o del beneficio añadido que el comprador obtendría al adquirir una pequeña cantidad de las alternativas disponibles.
Es fácil burlarse de este cuento. Nadie, ni siquiera los economistas ganadores del Premio Nobel, toma las decisiones de ese modo. Pero la mayoría de los economistas, yo incluido, consideramos útil al Hombre Económico, quedando entendido que se trata de una representación idealizada de lo que realmente pensamos que ocurre. Las personas tienen preferencias, incluso si esas preferencias no pueden expresarse realmente mediante una función de utilidad precisa; por lo general toman decisiones sensatas, aunque no maximicen literalmente la utilidad. Uno podría preguntarse por qué no representar a las personas como realmente son. La respuesta es que la abstracción, la simplificación estratégica, es el único modo de que podamos imponer cierto orden intelectual en la complejidad de la vida económica. Y la suposición del comportamiento racional es una simplificación especialmente fructífera.
La cuestión, sin embargo, es hasta dónde se puede llevar. Keynes no atacó de lleno al Hombre Económico, pero a menudo recurría a teorías psicológicas verosímiles y no a un cuidadoso análisis de qué haría una persona que tomara decisiones racionales. Las decisiones empresariales estaban guiadas por impulsos viscerales (animal spirits); las decisiones de consumo, por una tendencia psicológica a gastar parte, pero no la totalidad, de un aumento de la renta; los acuerdos salariales, por un sentido de la equidad, y así sucesivamente.
¿Pero era realmente una buena idea reducir tanto la función del Hombre Económico? No, decía Friedman, que en un artículo de 1953 titulado The methodology of positive economics [La metodología de la economía positiva] sostenía que las teorías económicas no deberían juzgase por su realismo psicológico, sino por su capacidad para predecir el comportamiento. Y los dos mayores triunfos de Friedman como economista teórico procedieron de aplicar la hipótesis del comportamiento racional a cuestiones que otros economistas habían considerado fuera del alcance de dicha hipótesis.
En un libro de 1957 titulado Una teoría de la función del consumo -no exactamente un título que agradara a las masas, pero sí un tema importante-, Friedman sostenía que el mejor modo de entender el ahorro y el gasto no es, como había hecho Keynes, recurrir a una teorización psicológica laxa, sino, por el contrario, pensar que los individuos hacen planes racionales sobre cómo gastar su riqueza a lo largo de la vida. Ésta no era necesariamente una idea antikeynesiana; de hecho, el gran economista keynesiano Franco Modigliani planteó de manera simultánea e independiente el mismo argumento, incluso con más cuidado, al considerar el comportamiento racional, en colaboración con Albert Ando. Pero sí señalaba un retorno a los modos de pensar clásicos, y funcionaba. Los detalles son un poco técnicos, pero la “hipótesis de la renta permanente” planteada por Friedman y el “modelo del ciclo vital” de Ando y Modigliani resolvían varias paradojas aparentes sobre la relación entre renta y gasto, y todavía hoy siguen constituyendo las bases de cómo estudian los economistas el gasto y el ahorro.
El trabajo sobre el comportamiento de los consumidores habría forjado por sí solo la fama académica de Friedman. Sin embargo, obtuvo un triunfo al aplicar la teoría del Hombre Económico a la inflación. En 1958, el economista neozelandés A. W. Phillips señalaba que existía una correlación histórica entre el desempleo y la inflación, de modo que la inflación iba asociada a un bajo desempleo y viceversa. Durante un tiempo, los economistas trataron esta correlación como si fuera una relación fiable y estable. Esto provocó un debate serio sobre qué punto de la curva de Phillips debería escoger el Gobierno. ¿Debería Estados Unidos, por ejemplo, aceptar una tasa de inflación más alta para alcanzar una tasa de desempleo más baja?
En 1967, sin embargo, Friedman pronunciaba ante la Asociación Económica Estadounidense una conferencia presidencial en la que sostenía que la correlación entre inflación y desempleo, aun siendo visible en los datos, no representaba una verdadera compensación, al menos no a largo plazo. “Siempre hay”, decía, “una compensación temporal entre inflación y desempleo; no hay una compensación permanente”. En otras palabras, si los políticos intentaran mantener el desempleo bajo mediante una política de generar mayor inflación, sólo conseguirían un éxito temporal. Según Friedman, el desempleo acabaría por aumentar de nuevo, incluso con una inflación elevada. En otras palabras, la economía sufriría la situación que Paul Samuelson más tarde denominaría “estanflación”.
¿Cómo llegó Friedman a esta conclusión? (Edmund S. Phelps, premio Nobel de Economía de este año, había llegado de manera simultánea e independiente al mismo resultado). Como en el caso de su trabajo sobre el comportamiento de los consumidores, Friedman aplicó la idea del comportamiento racional. Sostenía que después de un periodo de inflación sostenido, las personas introducirían las expectativas de inflación futura en sus decisiones, lo cual anularía cualquier efecto positivo de la inflación sobre el empleo. Por ejemplo, una de las razones por las que la inflación puede aumentar el empleo es que contratar a más trabajadores se vuelve más rentable cuando los precios suben más que los salarios. Pero en cuanto los trabajadores comprenden que el poder de adquisición de sus salarios se verá erosionado por la inflación, exigen por adelantado acuerdos de subida salarial más elevados, para que los salarios alcancen el mismo nivel que los precios. En consecuencia, cuando la inflación se mantiene durante un tiempo, ya no proporciona el mismo impulso al empleo que al principio. De hecho, se producirá un aumento del desempleo si la inflación no cumple las expectativas.
En el momento en que Friedman y Phelps propusieron sus ideas, Estados Unidos tenía poca experiencia con la inflación sostenida. De modo que ésta fue verdaderamente una predicción, en lugar de un intento de explicar el pasado. Sin embargo, en la década de 1970, la inflación persistente puso a prueba la hipótesis de Friedman-Phelps. Sin duda, la correlación histórica entre inflación y desempleo se rompió exactamente como Friedman y Phelps habían predicho: en la década de 1970, mientras la tasa de inflación superaba el 10%, la tasa de desempleo era tan elevada o más que en las décadas de 1950 y 1960, unos años de precios estables. Al fin la inflación se controló en la década de 1980, pero sólo después de un doloroso periodo de desempleo extremadamente elevado, el peor desde la Gran Depresión.
Al predecir el fenómeno de la estanflación, Friedman y Phelps alcanzaron uno de los grandes triunfos de la economía de posguerra. Este triunfo, más que ninguna otra cosa, confirmó a Milton Friedman en su categoría de grande entre los economistas, independientemente de lo que pudiera pensarse de sus demás funciones.
Una interesante anotación: aunque avanzó mucho en la aplicación del concepto de racionalidad individual a la macroeconomía, también sabía dónde parar. En la década de 1970, algunos economistas llevaron más lejos aún el análisis de Friedman, llegando a sostener que no hay una compensación útil entre inflación y desempleo ni siquiera a corto plazo, porque los ciudadanos anticiparán las acciones del Gobierno y aplicarán esa anticipación, así como la experiencia pasada, al establecimiento de precios y a las negociaciones salariales. Esta doctrina, conocida como las “expectativas racionales”, se extendió por buena parte de la economía académica. Pero Friedman nunca la aceptó. Su sentido de la realidad le advertía de que esto era llevar demasiado lejos la idea del Homo economicus. Y así se demostró: la conferencia pronunciada por Friedman en 1967 ha superado la prueba del tiempo, mientras que las opiniones más extremas propuestas por los teóricos de las expectativas racionales en los años setenta y ochenta no la han superado.
“A Milton todo le recuerda la oferta monetaria. Bien, a mí todo me recuerda el sexo, pero no lo pongo por escrito”, escribía en 1966 Robert Solow, del MIT. Durante décadas, la imagen pública y la fama de Milton Friedman se definieron en gran medida por sus pronunciamientos sobre la política monetaria y su creación de la doctrina conocida como monetarismo. Sorprende darse cuenta, por tanto, de que el monetarismo se considera en gran medida un fracaso, y que parte de lo dicho por Friedman sobre el dinero y la política monetaria -al contrario que lo que dijo acerca del consumo y la inflación- parece haber sido engañoso, y quizá de manera deliberada.
Para comprender de qué trataba el monetarismo, lo primero que hay que saber es que la palabra dinero no significa exactamente lo mismo en economía que en el lenguaje común. Cuando los economistas hablan de oferta monetaria [en inglés, money supply, oferta de dinero] no se refieren a riqueza en el sentido habitual. Sólo se refieren a esas formas de riqueza que pueden usarse de manera más o menos directa para comprar cosas. La moneda -trozos de papel con retratos de presidentes muertos- es dinero, y también los depósitos bancarios contra los que se pueden extender cheques. Pero las acciones, los bonos y los bienes raíces no son dinero, porque hay que convertirlos en efectivo o en depósitos bancarios antes de poder usarlos para hacer compras.
Si la oferta monetaria constara sólo de moneda, estaría bajo el control directo del Gobierno, o más precisamente, de la Reserva Federal, un organismo monetario que, como sus homólogos los bancos centrales de muchos otros países, está institucionalmente un poco separado del Gobierno propiamente dicho. El hecho de que la oferta de dinero incluya también los depósitos bancarios complica un poco la realidad. El banco central sólo tiene control directo sobre la base monetaria -la suma de moneda en circulación, la moneda que los bancos tienen en sus cámaras acorazadas y los depósitos que los bancos guardan en la Reserva Federal-, pero no sobre los depósitos que los ciudadanos tienen en los bancos. En circunstancias normales, sin embargo, el control directo de la Reserva Federal sobre la base monetaria basta para darle también un control efectivo sobre la oferta monetaria total.
Antes de Keynes, los economistas consideraban la oferta monetaria una herramienta primordial de la gestión económica. Pero él sostenía que en condiciones de depresión, cuando los tipos de interés son muy bajos, los cambios en la oferta monetaria tienen pocas consecuencias sobre la economía. La lógica era la siguiente: cuando los tipos de interés son del 4% o del 5%, nadie quiere que su dinero quede ocioso. Pero en una situación como la de 1935, cuando el tipo de interés de las letras del Tesoro a tres meses era sólo del 0,14%, hay muy poco incentivo para asumir el riesgo de poner el dinero a trabajar. El banco central podría tratar de estimular la economía acuñando grandes cantidades de moneda adicional; pero si el tipo de interés es ya muy bajo, es probable que el efectivo adicional languidezca en las cámaras acorazadas de los bancos o debajo de los colchones. En consecuencia, Keynes sostenía que la política monetaria, un cambio en la oferta de dinero circulante para gestionar la economía, sería ineficaz. Y por eso, él y sus seguidores creían que hacía falta una política presupuestaria -en especial un aumento del gasto público- para sacar a los países de la Gran Depresión.
¿Por qué es esto importante? La política monetaria es una forma de intervención pública en la economía altamente tecnocrática y en gran medida apolítica. Si la Reserva Federal decide aumentar la oferta monetaria, todo lo que hace es comprar unos cuantos bonos del Tesoro a bancos privados, y pagar los bonos mediante anotaciones en las cuentas de reserva de esos bancos: en realidad, todo lo que la Reserva Federal tiene que hacer es acuñar un poco más de base monetaria. En cambio, la política presupuestaria supone una participación mucho más profunda del sector público en la economía, a menudo de un modo cargado de ideología: si los políticos deciden usar las obras públicas para promover el empleo, tienen que decidir qué construir y dónde. Por tanto, los economistas con una inclinación al libre mercado tienden a querer creer que la política monetaria es todo lo que hace falta; los que desean un sector público más activo tienden a creer que la política presupuestaria es esencial.
El pensamiento económico tras el triunfo de la revolución keynesiana -como se refleja, por ejemplo, en las primeras ediciones del libro de texto clásico de Paul Samuelson- daba prioridad a la política presupuestaria, mientras que la política monetaria quedaba relegada a los márgenes. Como Friedman decía en la conferencia pronunciada en 1967 ante la Asociación Económica Estadounidense:
“La amplia aceptación de las opiniones entre los profesionales de la economía ha hecho que durante dos décadas, prácticamente todos menos unos cuantos reaccionarios pensaran que los nuevos conocimientos económicos habían vuelto obsoleta la política monetaria. El dinero no importaba”.
Aunque esto tal vez fuese una exageración, la política monetaria no estuvo muy bien considerada en las décadas de 1940 y 1950. Friedman, sin embargo, hizo una cruzada a favor de la propuesta de que el dinero también importaba, la cual culminó con la publicación en 1963 de A monetary history of the United States, 1867-1960, en colaboración con Anna Schwartz.
Aunque A monetary history of the United States es una gran obra de extraordinaria erudición, que abarca un siglo de desarrollos monetarios, su análisis más influyente y controvertido fue el relativo a la Gran Depresión. Friedman y Schwartz afirmaban que habían refutado el pesimismo de Keynes acerca de la eficacia de la política monetaria en condiciones de depresión. “La contracción” de la economía, declaraban, “es de hecho un trágico testimonio de la importancia de las fuerzas monetarias”.
¿Pero qué querían decir con eso? Desde el principio, la posición de Friedman y Schwartz parecía un poco escurridiza. Y con el tiempo, la presentación que Friedman hacía de la historia se hizo más grosera, no más sutil, y acabó pareciendo -no hay otra forma de decirlo- intelectualmente corrupta.
Al interpretar los orígenes de la Gran Depresión es crucial distinguir entre la base monetaria (dinero más reservas bancarias), que la Reserva Federal controla directamente, y la oferta monetaria (dinero más depósitos bancarios). La base monetaria aumentó durante los primeros años de la Gran Depresión, subiendo de una media de 6.050 millones de dólares en 1929 a una media de 7.020 millones en 1933. Pero la oferta monetaria cayó drásticamente, de 26.600 millones a 19.900 millones de dólares. Esta divergencia reflejaba principalmente las consecuencias de la oleada de quiebras bancarias de 1930-1931: a medida que los ciudadanos perdían la fe en los bancos, empezaron a guardar su riqueza en efectivo y no en depósitos bancarios, y los bancos que sobrevivieron empezaron a tener grandes cantidades de efectivo a mano en lugar de prestarlo, para evitar el peligro de un pánico bancario. La consecuencia fue que se hacían muchos menos préstamos y, por tanto, muchos menos gastos de los que habría habido si los ciudadanos hubieran seguido depositando el efectivo en los bancos, y los bancos hubieran seguido prestando los depósitos a las empresas. Y dado que el desplome del gasto fue la causa próxima de la depresión, el deseo repentino tanto por parte de los individuos como de los bancos de poseer más efectivo empeoró sin duda la recesión.
Friedman y Schwartz sostenían que la caída de la oferta monetaria había convertido lo que podría haber sido una recesión ordinaria en una depresión catastrófica, un argumento de por sí discutible. Pero incluso poniendo por caso que lo aceptemos, cabe preguntar si puede decirse que la Reserva Federal, que al fin y al cabo aumentó la base monetaria, provocó la caída de la oferta monetaria total. Al menos inicialmente, Friedman y Schwartz no dijeron eso. Lo que dijeron, por el contrario, fue que la Reserva Federal pudo haber prevenido la caída de la oferta monetaria, en especial acudiendo al rescate de los bancos en quiebra durante la crisis de 1930-1931. Si la Reserva Federal se hubiera apresurado a prestar dinero a los bancos en apuros, la oleada de quiebras bancarias podría haberse evitado, y eso a su vez podría haber evitado la decisión de los ciudadanos de guardar el dinero en efectivo en lugar de depositarlo en los bancos, y la preferencia de los bancos supervivientes por acumular los depósitos en sus cámaras acorazadas en lugar de prestar esos fondos. Y esto, a su vez, podría haber evitado lo peor de la depresión.
A este respecto, tal vez sea útil una analogía. Supongamos que se desata una epidemia de gripe, y que análisis posteriores indican que una acción adecuada de los centros de control de enfermedades podrían haber contenido la epidemia. Sería justo culpar a las autoridades públicas de no tomar las medidas adecuadas. Pero sería un exceso decir que el Estado causó la epidemia, o usar el fallo de esos centros para demostrar la superioridad de los mercados libres sobre el sector público.
Pero muchos economistas, y todavía más lectores legos en la materia, han interpretado que la explicación de Friedman y Schwartz significa que de hecho la Reserva Federal causó la Gran Depresión; que la depresión es en cierto sentido una demostración de los males de un Estado excesivamente intervencionista. Y en años posteriores, como he dicho, las afirmaciones de Friedman se volvieron más imprecisas, como si quisiera alimentar esta percepción errónea. En su alocución presidencial de 1967 declaraba que “las autoridades monetarias estadounidenses siguieron políticas altamente deflacionarias”, y que la oferta monetaria cayó “porque el Sistema de la Reserva Federal forzó o permitió una reducción aguda de la base monetaria, al no ejercer las responsabilidades que tenía asignadas”, una afirmación extraña dado que, como hemos visto, la base monetaria aumentó de hecho mientras la oferta monetaria caía. (Friedman tal vez se refiriese a dos episodios en los que la base monetaria cayó moderadamente por breves periodos, pero aun así su declaración es, como mínimo, muy engañosa).
En 1976, Friedman les decía a los lectores de Newsweek que “la verdad elemental es que la Gran Depresión se produjo por una mala gestión pública”, una declaración que seguramente sus lectores interpretaron como que la depresión no se habría producido si el Estado se hubiera mantenido al margen, cuando de hecho lo que Friedman y Schwartz afirmaban era que el sector público debería haberse mostrado más activo, no menos.
¿Por qué los debates históricos sobre la función de la política monetaria en la década de 1930 importaban tanto en la de 1960? En parte porque encajaban en el programa más amplio de Friedman en contra del sector público, del que hablaremos más adelante. Pero la aplicación más directa era su defensa del monetarismo. De acuerdo con esta doctrina, la Reserva Federal debía mantener el crecimiento de la oferta monetaria en una tasa baja y constante, por ejemplo, el 3% anual, y no desviarse de ese objetivo, con independencia de lo que ocurriese en la economía. La idea era poner la política monetaria en piloto automático, eliminando cualquier poder por parte de las autoridades públicas.
El razonamiento de Friedman a favor del monetarismo era en parte económico y en parte político. Sostenía que el crecimiento constante de la oferta monetaria mantendría una economía razonablemente estable. Nunca pretendió que siguiendo esta norma se eliminarían todas las recesiones, pero sí afirmaba que las variaciones en la curva de crecimiento de la economía serían suficientemente pequeñas como para ser tolerables, de ahí la afirmación de que la Gran Depresión no habría ocurrido si la Reserva Federal hubiera seguido una norma monetarista. Y junto a esta fe con reservas en la estabilidad de la economía con un régimen monetario se daba su desprecio sin reservas hacia la capacidad de los directivos de la Reserva Federal para hacerlo mejor si se les daba poder para ello. La demostración de la falta de fiabilidad de la Reserva Federal estaba en el inicio de la Gran Depresión, pero Friedman podía señalar otros muchos ejemplos de políticas que habían salido mal. “Un régimen monetario”, escribía en 1972, “aislaría la política monetaria del poder arbitrario de un pequeño grupo de hombres no sujetos al control de los electores, y de las presiones a corto plazo de la política partidista”.
El monetarismo fue una fuerza poderosa en el debate económico durante unas tres décadas a partir de que Friedman expusiera por primera vez su doctrina en Un programa de estabilidad monetaria y reforma bancaria, publicado en 1959. Hoy, sin embargo, es una sombra de lo que era, por dos razones principales.
En primer lugar, cuando Estados Unidos y Reino Unido intentaron poner en práctica el monetarismo a finales de los setenta, los resultados fueron decepcionantes: en ambos países, el crecimiento constante de la oferta monetaria no consiguió impedir recesiones graves. La Reserva Federal adoptó oficialmente objetivos monetarios al estilo Friedman en 1979, pero los abandonó de hecho en 1982, cuando la tasa de desempleo superó el 10%. Este abandono se hizo oficial en 1984, y desde entonces la Reserva Federal realiza precisamente el tipo de afinación discrecional que Friedman condenaba. Por ejemplo, en 2001 respondía a la recesión reduciendo los tipos de interés y permitiendo que la oferta monetaria creciese a ritmos que en ocasiones superaban el 10% anual. Cuando se convenció de que la recuperación era sólida, la Reserva Federal cambió el rumbo, subiendo los tipos de interés y permitiendo que el crecimiento de la reserva monetaria cayese a cero.
En segundo lugar, desde comienzos de la década de 1980, la Reserva Federal y sus homólogos de otros países han realizado un trabajo razonablemente bueno, debilitando la imagen que Friedman daba de los banqueros centrales, a los que consideraba chapuceros irredimibles. La inflación se mantiene baja, las recesiones -excepto en Japón, país del que hablaremos enseguida- han sido relativamente breves y leves. Y todo esto ha ocurrido a pesar de las fluctuaciones de la oferta monetaria, que horrorizaban a los monetaristas y que los llevaron -incluso a Friedman- a predecir desastres que no llegaron a materializarse. Como señalaba David Warsh, de The Boston Globe, en 1992, “Friedman despuntó su lanza prediciendo la inflación en la década de 1980, durante la que se equivocó profunda y frecuentemente”.
En 2004, el Informe Económico del Presidente, escrito por los muy conservadores economistas del Gobierno de Bush, podía no obstante hacer la altamente antimonetarista declaración de que “una política monetaria audaz”, no estable ni constante, sino audaz, “puede reducir la profundidad de una recesión”.
Ahora, unas palabras sobre Japón. Durante la década de 1990, Japón experimentó una especie de reproducción a pequeña escala de la Gran Depresión. La tasa de desempleo nunca llegó a los niveles de la Depresión, gracias a un enorme gasto en obras públicas que hizo que cada año Japón, con menos de la mitad de población, vertiese más cemento que Estados Unidos. Pero las condiciones de tipos de interés muy bajos que se dieron en la Gran Depresión reaparecieron con fuerza. Hacia 1998, el tipo del dinero a la vista, los tipos de los préstamos a un día entre bancos, era literalmente cero.
Y en esas condiciones, la política monetaria resultó tan ineficaz como Keynes había afirmado que lo fue en los años treinta. El Banco de Japón, el equivalente japonés a la Reserva Federal, podía aumentar la base monetaria, y lo hizo. Pero los yenes añadidos se guardaban, no se gastaban. Los únicos bienes de consumo duradero que se vendían bien, me dijeron por aquel entonces algunos economistas japoneses, eran las cajas fuertes. De hecho, el Banco de Japón se vio incapaz siquiera de aumentar la oferta monetaria tanto como deseaba. Puso en circulación enormes cantidades de efectivo, pero las medidas más generales de oferta monetaria crecieron muy poco. Por fin, hace dos años, iniciaba una recuperación económica, impulsada por una recuperación de la inversión empresarial para aprovechar las nuevas oportunidades tecnológicas. Pero la política monetaria nunca consiguió arrancar.
En efecto, Japón en los años noventa brindó una nueva oportunidad para poner a prueba las opiniones de Friedman y Keynes respecto a la eficacia de la política monetaria en condiciones de depresión. Y claramente los resultados respaldaban el pesimismo de Keynes y no el optimismo de Friedman.
En 1946, Milton Friedman debutó como divulgador de la economía del libre mercado con un panfleto titulado Roofs or Ceilings: The Current Housing Problema [Tejados o techos: el actual problema de la vivienda], escrito en colaboración con George J. Stigler, que más tarde se uniría a él en la Universidad de Chicago. El panfleto, un ataque contra el control de los alquileres, que todavía era universal inmediatamente después de la II Guerra Mundial, se publicó en circunstancias bastante extrañas: era una publicación de la Fundación para la Educación Económica, organización que, como Rick Perlstein escribe en Before the Storm (2001), su libro sobre los orígenes del movimiento conservador actual, “difundía un evangelio libertario tan drástico que rondaba el anarquismo”. Robert Welch, fundador de la John Birch Society, era miembro de su consejo directivo. Esta primera aventura en la popularización del libre mercado anticipaba de dos maneras el curso de la evolución de Friedman como intelectual público a lo largo de las seis décadas siguientes.
En primer lugar, el panfleto demostraba la especial voluntad de Friedman de llevar las ideas del libre mercado hasta sus límites lógicos. Ni la idea de que los mercados son medios eficientes de asignar bienes escasos ni la propuesta de que los controles de precios crean escaseces e ineficacias eran nuevas. Pero muchos economistas, temiendo la reacción negativa contra una subida repentina de los alquileres (que Friedman y Stigler predecían que sería del 30% para el país en su conjunto), podrían haber propuesto una especie de transición gradual a la liberalización. Friedman y Stigler quitaban hierro a esas preocupaciones.
En décadas posteriores, esta tozudez se convertiría en uno de los sellos característicos de Friedman. Una y otra vez pedía soluciones de mercado a problemas -educación, atención sanitaria, tráfico de drogas ilegales- que en opinión de casi todos los demás exigían una intervención estatal extensa. Algunas de sus ideas han sido objeto de aceptación generalizada, como sustituir las normas rígidas sobre contaminación por un sistema de permisos de contaminación que las empresas pueden comprar y vender. Otras, como los cheques escolares, tienen un amplio respaldo en el movimiento conservador, pero no han avanzado mucho políticamente. Y algunas de sus propuestas, como eliminar los procedimientos de concesión de licencia para los médicos y abolir la Administración de Alimentos y Medicamentos, las consideran estrambóticas incluso la mayoría de los conservadores.
En segundo lugar, el panfleto demostraba lo bueno que Friedman era como divulgador. Está escrito de manera elegante y sagaz. No hay jerga; los argumentos se presentan con ejemplos del mundo real inteligentemente escogidos, desde la rápida recuperación de San Francisco tras el terremoto de 1906 hasta los problemas de un ex combatiente en 1946, recién licenciado del ejército, para encontrar un lugar decente donde vivir. El mismo estilo, mejorado por la imagen, marcaría la celebrada serie televisiva de Friedman en la década de 1980 Free to choose [Libre para elegir].
Hay muchas probabilidades de que la gran oscilación hacia las políticas liberales que se produjeron en todo el mundo a comienzos de la década de 1970 se hubiera dado aunque Milton Friedman no hubiese existido. Pero su incansable y brillantemente eficaz campaña a favor de los libres mercados seguramente ayudó a acelerar el proceso, tanto en Estados Unidos como en todo el mundo. Desde cualquier punto de vista -proteccionismo frente a libre comercio; reglamentación frente a liberalización; salarios establecidos mediante convenio colectivo y salarios mínimos obligatorios frente a salarios establecidos por el mercado-, el mundo ha avanzado en la misma dirección que Friedman. E incluso más llamativa que su logro en lo referente a los cambios de la política real ha sido la transformación de la opinión general: la mayoría de las personas influyentes se han convertido hasta tal punto al modo de pensar de Friedman que simplemente se da por sentado que el cambio de políticas económicas promovido por él ha sido una fuerza positiva. ¿Pero lo ha sido?
Consideremos en primer lugar los resultados macroeconómicos de la economía estadounidense. Tenemos datos de la renta real -es decir, teniendo en cuenta la inflación- de las familias estadounidenses entre 1947 y 2005. Durante la primera mitad de ese periodo de 55 años, desde 1947 hasta 1976, Milton Friedman era una voz que predicaba en el desierto, cuyas ideas no eran tenidas en cuenta por los políticos. Pero la economía, a pesar de todas las ineficacias que él denunciaba, mejoró enormemente el nivel de vida de la mayoría de los estadounidenses: la renta media real se duplicó con creces. Por contraste, en el periodo transcurrido desde 1976, las ideas de Friedman se han ido aceptando cada vez más; aunque siguió habiendo intervención pública de sobra para que él pudiera quejarse, no cabe duda de que las políticas de libre mercado se generalizaron mucho más. Pero el aumento del nivel de vida ha sido mucho menos fuerte que durante el periodo anterior: en 2005, la renta media real sólo era un 23% superior a la de 1976.
Parte de la razón de que a la segunda generación de posguerra no le fuese tan bien como a la primera era la tasa total de crecimiento económico más lenta, un hecho que tal vez sorprenda a quienes suponen que la tendencia hacia el libre mercado ha aportado mayores dividendos económicos. Pero otra razón importante del retraso en el nivel de vida de la mayoría de las familias es un incremento espectacular de la desigualdad económica: durante la primera generación de posguerra, el aumento de la renta se extendió ampliamente a toda la población, pero desde finales de la década de 1970, la mediana de la renta, la renta de la familia típica, sólo ha subido la tercera parte de la renta media, que incluye la gran subida experimentada por las rentas de la pequeña minoría situada en lo más alto de la pirámide.
Esto plantea una cuestión interesante. Milton Friedman solía asegurar a su público que no hacía falta ninguna institución especial, como el salario mínimo y los sindicatos, para garantizar que los trabajadores compartiesen los beneficios del crecimiento económico. En 1976 les decía a los lectores de Newsweek que los cuentos de los perjuicios causados por los barones ladrones eran puro mito:
“Probablemente no haya habido ningún otro periodo en la historia, en este o en cualquier otro país, en el que el hombre de a pie haya experimentado una mejora tan grande de su nivel de vida como en el periodo transcurrido entre la guerra civil y la I Guerra Mundial, cuando más fuerte era el individualismo desenfrenado”.
(¿Y qué hay del extraordinario periodo de 30 años posterior a la II Guerra Mundial, que abarcó buena parte de la trayectoria profesional del propio Friedman?). Sin embargo, en las décadas que siguieron a ese pronunciamiento, mientras se permitía que el salario mínimo cayese por debajo de la inflación y los sindicatos desaparecían en gran medida como factor importante en el sector privado, los trabajadores estadounidenses veían cómo sus fortunas iban a la zaga del crecimiento de la economía en general. ¿Era Friedman demasiado optimista respecto a la generosidad de la mano invisible?
Para ser justos, hay muchos factores que afectan tanto al crecimiento económico como a la distribución de la renta, por lo que no podemos culpar a las políticas friedmanistas de todas las decepciones. Aun así, dada la suposición común de que el cambio a las políticas de libre mercado ha hecho grandes cosas por la economía estadounidense y por el nivel de vida de los estadounidenses corrientes, es asombroso el poco respaldo que los datos proporcionan a esa afirmación.
Dudas similares respecto a la falta de pruebas claras de que las ideas de Friedman funcionan de hecho en la práctica se pueden encontrar, todavía con más fuerza, en Latinoamérica. Hace una década era normal citar el éxito de la economía chilena, en la que los asesores de Augusto Pinochet, educados en Chicago, se habían pasado a las políticas del libre mercado después de que Pinochet se hiciera con el poder en 1973, como prueba de que las políticas inspiradas por Friedman mostraban la senda hacia un próspero desarrollo económico. Pero aunque otros países latinoamericanos, desde México hasta Argentina, han seguido el ejemplo de Chile en la liberación del comercio, la privatización de empresas y la liberalización, la historia de éxito chilena no se ha repetido.
Por el contrario, la percepción de la mayoría de los latinoamericanos es que las políticas neoliberales han sido un fracaso: el prometido despegue del crecimiento económico nunca llegó, mientras que la desigualdad de la renta ha empeorado. No quiero culpar de todo lo que ha salido mal en Latinoamérica a la Escuela de Chicago, ni idealizar lo sucedido antes, pero hay un asombroso contraste entre la percepción que Friedman defendía y los resultados reales de las economías que se pasaron de las políticas intervencionistas de las primeras décadas de posguerra a la liberalización.
Centrándonos más estrictamente en el tema, uno de los principales objetivos de Friedman era la, en su opinión, inutilidad y naturaleza contraproducente de la mayor parte de la reglamentación pública. En una necrológica para su colaborador George Stigler, Friedman elogiaba en concreto la crítica de Stigler a la normativa sobre la electricidad, y su argumento de que los reguladores normalmente acaban sirviendo a los intereses de los regulados y no a los de los ciudadanos. ¿Cómo ha funcionado entonces la liberalización?
Empezó bien, comenzando con la liberalización del transporte por carretera y de las aerolíneas a finales de la década de 1970. En ambos casos, la liberalización, aunque no contentó a todos, aumentó la competencia, en general bajó los precios, y aumentó la eficacia. La liberalización del gas natural también fue un éxito.
Pero la siguiente gran oleada de liberalización, la del sector eléctrico, fue otra historia. Al igual que la depresión japonesa de la década de 1990, demostraba que las preocupaciones keynesianas por la eficacia de la política monetaria no eran un mito; la crisis de la electricidad en California en 2000 y 2001 -en la que las compañías eléctricas y las distribuidoras de energía crearon una escasez artificial para hacer subir los precios- nos recordó la realidad que había tras los cuentos de los barones ladrones y sus depredaciones. Aunque otros Estados no sufrieron una crisis tan grave como la de California, en todo el país la liberalización de la electricidad supuso un aumento, no una disminución, de los precios, y unos beneficios enormes para las compañías eléctricas.
Aquellos Estados que, por la razón que fuera, no se subieron al vagón de la liberalización en la década de 1990 se consideran ahora afortunados. Y las más afortunadas son aquellas ciudades que por algún motivo no recibieron el memorando sobre los males del sector público y las bondades del sector privado, y siguen teniendo compañías eléctricas públicas. Todo esto demuestra que los argumentos originales a favor de la reglamentación eléctrica -la observación de que sin reglamentación las compañías eléctricas tendrían demasiado poder monopolístico- siguen siendo tan válidos como siempre.
¿Debería esto llevarnos a la conclusión de que la liberalización es siempre mala idea? No. Depende de los detalles específicos. Deducir que la liberalización es siempre y en todas partes una mala idea sería incurrir en el mismo tipo de pensamiento absolutista que, se podría decir, fue el mayor defecto de Milton Friedman.
En la reseña de 1965 sobre Monetary history, de Friedman y Schwartz, el fallecido premio Nobel James Tobin acusaba levemente a los autores de ir demasiado lejos. “Considérense las siguientes tres proposiciones”, escribía. “El dinero no importa. Sí que importa. El dinero es lo único que importa. Es demasiado fácil deslizarse de la segunda proposición a la tercera”. Y añadía que “en su celo y euforia”, eso es lo que muy a menudo hacían Friedman y sus seguidores.
La defensa del laissez-faire por parte de Milton Friedman parece haber seguido una secuencia similar. Después de la Gran Depresión, muchos empezaron a decir que los mercados nunca pueden funcionar. Friedman tuvo la valentía intelectual de decir que los mercados sí funcionan, y sus dotes teatrales, unidas a su habilidad para organizar datos objetivos, lo convirtieron en el mejor portavoz de las virtudes del libre mercado desde Adam Smith. Pero caía con demasiada facilidad en la afirmación de que los mercados siempre funcionan y que son lo único que funciona. Es extremadamente difícil encontrar casos en los que Friedman reconociese la posibilidad de que los mercados pudieran funcionar mal, o de que la intervención pública podía ser útil.
El absolutismo liberal de Friedman ha contribuido a crear un clima intelectual en el que la fe en los mercados y el desdén por el sector público a menudo se imponen a los datos objetivos. Los países en vías de desarrollo se apresuraron a abrir sus mercados de capitales, a pesar de las advertencias de que eso podría exponerlos a crisis financieras; después, cuando las crisis llegaron como era previsible, muchos observadores culparon a los Gobiernos de esos países, no a la inestabilidad de los flujos de capital internacionales. La liberalización de la electricidad se produjo a pesar de las claras advertencias de que el poder de monopolio podría ser un problema; de hecho, al tiempo que la crisis de la electricidad en California seguía su evolución, la mayoría de los analistas quitaban importancia a las preocupaciones por el posible amaño de los precios alegando que no eran más que teorías de conspiración descabelladas. Los conservadores siguen insistiendo en que el libre mercado es la respuesta a la crisis sanitaria, frente a las abrumadoras pruebas en contra.
Lo extraño del absolutismo de Friedman respecto a las virtudes de los mercados y los vicios del Estado es que en su trabajo como economista teórico era de hecho un modelo de comedimiento. Como ya he señalado, hizo grandes contribuciones a la teoría económica al resaltar la importancia de la racionalidad individual, pero, a diferencia de algunos de sus colegas, sabía cuándo parar. ¿Por qué no mostró el mismo comedimiento en su papel de intelectual público?
La respuesta, sospecho, es que se vio atrapado en una función esencialmente política. Milton Friedman, el gran economista, sabía reconocer la ambigüedad y la reconocía. Pero de Milton Friedman, el gran defensor de la libertad de mercado, se esperaba que predicase la verdadera fe, no que manifestase sus dudas. Y acabó desempeñando la función que sus seguidores esperaban. A consecuencia de ello, la refrescante iconoclasia de los primeros años de su carrera se convirtió con el tiempo en una rígida defensa de algo que se había convertido en la nueva ortodoxia.
A la larga, a los grandes hombres se les recuerda por sus virtudes y no por sus defectos, y Milton Friedman fue de hecho un hombre muy grande, un hombre de valentía intelectual que fue uno de los pensadores económicos más importantes de todos los tiempos, y posiblemente el más brillante comunicador de las ideas económicas a los ciudadanos en general que jamás haya existido. Pero hay buenas razones para sostener que el friedmanismo, al final, fue demasiado lejos, como doctrina y en sus aplicaciones prácticas. Cuando Friedman inició su trayectoria como intelectual público, había llegado la hora de llevar a cabo una contrarreforma contra el keynesianismo, y todo lo que eso conllevaba. Pero lo que el mundo necesita ahora, diría yo, es una contra-contrarreforma.
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