Por Fernando González Urbaneja (ABC, 29/10/08):
Algunos apresurados quieren colocar la tapa de cierre al capitalismo y decretan su fin, consumido ¡por sus propias contradicciones, excesos e incapacidades! No es la primera vez que alguien propone esa conclusión, ni será la última. Pero no es probable que acierten. La actual crisis financiera es seria y severa, tal y como advierten a cada rato los dirigentes políticos del momento, dispuestos a refundar el dichoso capitalismo y encantados de disponer de un culpable de los males del presente.
La prognosis de Schumpeter parece titubeante, propia de quien aprecia variables imprevisibles, pero la historia ha acreditado la capacidad de adaptación y renovación de ese capitalismo que el economista austríaco analizó en profundidad. Sobre el capitalismo han caído estos días facturas que cortan la respiración, varias crisis con características conocidas que nunca concurrieron simultáneamente: crisis de liquidez, ruptura de los umbrales de riesgo, esa codicia desaforada que forma parte de la naturaleza humana, y amenaza de colapso sistémico del sistema de crédito y de pagos.
Para esos problemas hay experiencia y recetario conocidos y puestos a prueba en otras ocasiones. Se sabe lo que no se debe hacer y lo que ha funcionado, aunque asusta la velocidad y la intensidad del problema, la incertidumbre sobre su profundidad y la inseguridad acerca de la eficacia del tratamiento. Y además la ansiedad en los medios por contar lo que viene con el maltusianismo habitual en estos casos, y el pavor en los dirigentes políticos ante riesgos imprevistos, que les lleva a pintar el cuadro más dramático, para inmediatamente aparentar control.
El secretario del Tesoro, Hank Paulsen, luego desbordado por los acontecimientos, reclamó: «hay que hacer limpieza y hacerla rápido y a fondo». Esa limpieza era tan urgente como imprescindible, a más retraso más coste, aplazarla conduce a acumular más basura y contagiar lo sano con lo podrido. Los malos activos, los «tóxicos», conforme a la nueva terminología, contaminan y devalúan todo lo demás. Para esa limpieza se han diseñado paquetes de rescate con dinero público y procedimientos diseñados por los gobiernos, con guión del experimentado primer ministro británico. Además de limpiar hay que estabilizar los mercados financieros, reconstruir la trama de confianza, para luego empezar el desescombro y la recuperación, con otro sistema de supervisión reforzado y con nuevos manuales de procedimientos y de respeto al riesgo.
La apreciación emocional e intensa con la que los medios siguen la crisis coloca el foco de las noticias en las bolsas, en la peripecia de Wall Street y sus hermanos menores, en la evolución de los precios de las acciones. El escenario es correcto pero el foco de atención no tanto. Lo que se dirime ahora no es el precio de las acciones sino el funcionamiento de los mercados de crédito. El foco debe estar en los flujos crediticios, mucho más que en el precio de las acciones. Importan más las transacciones que los precios, el intercambio efectivo que el valor del mismo.
La fiebre se mide en los mercados de valores, en el derrumbe o sostenimiento de las acciones, pero la infección viene de los mercados de crédito y del desprecio al riesgo. El cierre de la financiación interbancaria, la desconfianza entre los intermediarios de crédito, constituyen el centro del problema, y transfieren a los agentes económicos señales decisivas sobre la gravedad y la magnitud de la crisis.
Si los mercados de crédito no funcionan, la inversión y el consumo se encogen y el conjunto de las economías se paraliza; las familias y las empresas no compran y se instalan en la desconfianza. Los planes de rescate mediante la compra de activos sin valor de mercado actual, los avales públicos, la compra de activos buenos poco líquidos, e incluso la recapitalización de las entidades financiera desde el Tesoro, tratan de estabilizar el sistema financiero y contener la pérdida de confianza.
El debate sobre el carácter público del rescate es diletante, ¿no salen los recursos públicos de impuestos sobre la actividad privada, de los beneficios de las empresas y las rentas de las personas? ¿No están interesados los Estados, que son los primeros acreedores y deudores, en la estabilidad de los mercados financieros, en el cumplimiento de los contratos y el buen funcionamiento del crédito? ¿De dónde saldrán los impuestos sino de una economía eficaz?
Esta crisis financiera no es para perder el tiempo dirimiendo el futuro del capitalismo, es momento para parar y conducir la riada de desconfianzas, y para analizar causas y consecuencias para que cuando vuelva a ocurrir (que lo hará) el diagnóstico sea más certero y el tratamiento más rápido y eficaz.
El capitalismo no se acaba, no fracasa, sólo se transforma, se adapta, entre otras razones porque carece de alternativa que resista comparación. No es un sistema perfecto, incluso puede que sea perverso, pero comparado con las alternativas sale bien librado. Ahora toca limpiar a fondo, analizar las causas, pasar factura a quien corresponda y poner los medios para prevenir. No morirá el sistema capitalista, la convicción de que los precios y el mercado son señales e instrumentos eficaces para crear y distribuir prosperidad. Ni se va a refundar, simplemente evolucionará como viene ocurriendo desde hace unos 250 años.
El profeta Nouriel Roubini, que defiende que el sistema camina a la debacle, que propone cerrar los mercados unos días para que descansen y se calmen, anuncia una recesión larga y profunda. Pudiera ocurrir, las previsiones de Malthus a principios del XIX tenían fundamento, pero no ocurrió, la destrucción creativa abrió ventanas donde se cerraban puertas. Seguramente ya estamos en recesión, no será la primera. De peores hemos salido, con el odiado capitalismo reformado y reforzado.
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