Por Manuel Castells (LA VANGUARDIA, 18/10/08):
La intervención de los gobiernos europeos en el sistema financiero ha ido más lejos que el plan de rescate en Estados Unidos. En lugar de absorber activos devaluados, han capitalizado los bancos. En algunos casos como el español garantizando una línea de crédito, y en otros, como el británico, procediendo a su nacionalización parcial. Estados Unidos también ha optado finalmente por financiar a los grandes bancos para que sigan prestando y se evite la parálisis económica. Los mercados han reaccionado positivamente, pero no están estabilizados ni mucho menos, pues la economía productiva está acusando la contracción de la demanda, el paro aumenta y las acciones de empresas inmobiliarias, tecnológicas o del automóvil siguen cayendo.
Parte de los activos que compran los gobiernos han perdido valor y la nacionalización total o parcial de un banco significa enjugar las pérdidas con el dinero de los contribuyentes, que es limitado. Por tanto, se recurre a emitir bonos, incrementando la deuda a niveles probablemente insostenibles. La esperanza, siguiendo el ejemplo sueco de 1990, es revalorizar los activos financieros y con su venta futura recuperar parte del dinero. La cuestión que se plantea es la transparencia de la operación. Nadie sabe quién tiene qué dada la interpenetración de inversiones en el mercado global. Y tambien falta transparencia en la intervención de los gobiernos con nuestro dinero. En EE. UU. tuvieron que crear un comité de seguimiento para lograr el acuerdo del Congreso. En Europa, hay una pasividad asombrosa de la ciudadanía, que deja hacer sin entender qué pasa.
Cuando alguien pregunta se le amenaza con males mayores si no se salvan los bancos. Porque en último término, ¿por qué tendríamos que seguir confiando en aquellas instituciones financieras que no han cumplido su función de asegurar nuestros ahorros y proporcionar capital a las empresas porque dieron prioridad a sus propias ganancias? Si hay que nacionalizar bancos, ¿por qué no hacerlos funcionar de forma distinta en lugar de reflotarlos para que vuelvan a las andadas?
Este es el problema de fondo. El tipo de capitalismo en el que vivíamos desde hacía tres décadas, construido en torno a un mercado financiero global desregulado, ha entrado en crisis irreversible Y la construcción de un sistema que lo sustituya es incierta porque no se había pensado en serio, pese a las advertencias de expertos como George Soros o Warren Buffet, que calificó los nuevos instrumentos de titularización de “armas financieras de destrucción masiva”. Todos concuerdan en dos cosas: las medidas actuales son paños calientes mientras se reforma en profundidad el sistema financiero, y es necesaria una regulación global de las prácticas financieras. Fácil de decir, muy difícil de hacer. Porque los flujos financieros son globales, operan electrónicamente y no reconocen fronteras. Y no hay autoridad financiera internacional con competencia para regular, ni el FMI.
No hay jurisdicción sobre los paraísos fiscales, los bancos centrales se limitan a su país y la contabilidad se ha hecho tan opaca que nadie sabe identificar el origen y destino de algunos de los flujos más importantes. Tomemos el caso de los seguros sobre créditos impagados - credit default swaps (CDS)-, la mayor innovación financiera de la última década. Para escapar a la obligación de tener reservas suficientes para los préstamos que hacían, las instituciones financieras crearon un seguro para cubrir los impagados. La idea genial fue titularizar los seguros mismos pagando intereses sobre dichos seguros. Los préstamos se clasificaron en función de su nivel de riesgo y se vendieron trozos de seguros a otras instituciones financieras, remunerando según riesgo.
Así los bancos pudieron prestar por un montante muy superior a su cobertura y el riesgo de los impagados se distribuyó entre los compradores de los CDS. Cuando algún préstamo fallaba, los poseedores de los CDS correspondientes pagaban en función de su cuota y todos contentos. Así se hicieron préstamos cada vez más arriesgados en todos los confines del planeta y con garantías colaterales de todo tipo, incluidas hipotecas o trozos de hipotecas, que también se aseguraban creando nuevos mercados. De 1995 al 2008 el mercado de CDS aumentó de 10.000 millones de dólares a 62 billones. El asegurador de última instancia en EE. UU. era AIG, la aseguradora mayor del mundo, que tenía 440.000 millones en CDS. Por eso fue rápidamente intervenida por el Gobierno, pues de quebrar se habrían difundido quiebras en cadena por instituciones financieras de todo el mundo. Pues bien, si ese mecanismo se suprime, como ya parece decidido en EE. UU., los bancos tendrán que adecuar sus préstamos a sus reservas y por tanto se reducirá extraordinariamente el volumen de préstamos. Este es el quid de la cuestión.
La expansión del capitalismo global se ha basado en mecanismos de multiplicación de capital virtual como este. Obligar al rigor financiero quiere decir que sin dinero fácil ni las empresas pueden invertir ni la gente puede comprar como antes.
Los chinos y los árabes tampoco, porque sus inversiones financieras están en el mismo saco y porque sus exportaciones dependen del consumo occidental. Así que lo que se plantea es un cambio de modelo de vida: menos consumo (porque no habrá crédito para comprar), más trabajo y más productividad (para generar más capital y más salario dentro de la empresa), más control del mercado por el Estado y limitar la circulación global de capital porque los intercambios financieros tendrán que ajustarse a las prácticas reguladoras de cada país. No hay marcha atrás en la globalización, pero emerge una globalización segmentada por regiones mundiales y con sistemas de control en sus intercambios. Como es un cambio estructural se hará entre contradicciones y conflictos, cada uno yendo a la suya, en un clima de ansiedad, de denuncia de los aprendices de brujo de las finanzas y condena de los ideólogos fundamentalistas del mercado. Entramos en una nueva época en la que habrá que invertir en la vida más que en la bolsa.
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