Por Jorge Castañeda, ex secretario de Relaciones Exteriores de México, y profesor de Estudios Latinoamericanos en la Universidad de Nueva York (EL PAÍS, 25/10/08):
Hasta hace un par de semanas, la retórica latinoamericana a propósito de la magna crisis financiera que azota a Occidente (ya cada vez más a Oriente también) se caracterizaba por una mezcla muy peculiar de jactancia y prepotencia. Por un lado, líderes como Cristina Fernández, de Argentina, y Hugo Chávez, de Venezuela, proclamaban el fin del neoliberalismo, el bien merecido castigo a Estados Unidos por los incontables e innegables pecados de Bush, y la plena justificación de políticas diferentes: por fin parecía que otro mundo fuera posible. Por otro lado, mandatarios como Lula y Calderón, de Brasil y México, respectivamente, aseguraban que la crisis no afectaría a sus países, por distintos motivos: el presidente brasileño decidió que “ésta es una crisis de Bush”, y los colaboradores del mexicano aseveraban que la economía de México estaba “blindada” contra los estragos de la crisis. Por último, se alegaba que en el pasado (crisis de la deuda de 1982, efecto tequila de 1995, devaluación brasileña de 1999), las hecatombes se originaban en América Latina y se extendían hacia el norte. Ahora no es el caso, y por tanto no hay razón para suponer que el contagio se produzca. Todas estas tesis se antojan cada día más falsas.
Se han quedado en el camino, por equivocadas e irresponsables, y sobre todo porque la realidad se ha encargado de desmentirlas. Para empezar, las principales monedas latinoamericanas (el peso mexicano, el real brasileño, el bolívar venezolano, el peso argentino) han sufrido devaluaciones de hecho importantes en las últimas semanas, al extenderse el nerviosismo de Wall Street y de los mercados europeos a nuestros países. Estos movimientos, a su vez, han comenzado a generar dos tipos de fenómenos: brotes inflacionarios o alzas en las tasas de interés para retener capitales, que posteriormente se transfieren al conjunto de la sociedad (hipotecas, automóviles, tarjetas de crédito).
El segundo impacto, más importante sin duda, consiste en la caída de los precios de los principales productos de exportación latinoamericanos -los commodities- en los últimos tiempos. La soja, el petróleo, el cobre, el hierro, el carbón, en buena medida las locomotoras de la expansión económica reciente de América Latina, han sufrido derrumbes, y los consiguientes ingresos gubernamentales, también. El Gobierno argentino percibe una importante proporción de sus ingresos fiscales de impuestos a la exportación sobre la soja; el fisco mexicano depende en más del 30% de las exportaciones de petróleo. Se caen los ingresos, aumentan los déficit, o se enfrían las economías.
El tercer impacto, complementario del primero, consiste en un hecho generalmente desconocido por el gran público, aunque muy pertinente para los analistas e inversionistas. Hoy en día, 38 empresas brasileñas, 20 mexicanas, 15 chilenas, 11 argentinas y varias peruanas y colombianas se cotizan en la Bolsa de Valores de Nueva York. El sistema mediante el cual esto sucede lleva el acrónimo de ADRs -American Depository Receipts-, que le permite al inversionista norteamericano comprar y vender, indirectamente, acciones en estos países. Huelga decir que un gran número de empresas europeas hacen lo mismo. La diferencia estriba en que la proporción de la capitalización de mercado controlado por estas empresas latinoamericanas en las Bolsas locales es muy superior al de las europeas. El mejor ejemplo es el Grupo Carso, el holding de Teléfonos de México y América Móvil, que representa casi el 50% de las transacciones de la Bolsa Mexicana de Valores.
Cuando el Índice Dow Jones cae en Nueva York, arrastra a la baja a los ADRs de América Latina, que a su vez afectan a las Bolsas en cada país. Los inversionistas se salen de la Bolsa, y se van donde siempre se han ido los ricos latinoamericanos cuando se ponen nerviosos: a dólares. Esto genera presiones adicionales sobre el tipo de cambio, con las consecuencias que ya vimos.
En otras palabras, en una economía globalizada, la mera idea de que algún país -sobre todo con economías tan abiertas como la mexicana, la chilena, la peruana e incluso la brasileña y la argentina- pueda permanecer al margen de la crisis es ilusa en el mejor de los casos, si no es que francamente peregrina. Pero incluso más ingenua resulta la esperanza de que, por un lado, la crisis financiera no azote a la llamada “economía real” de los países ricos, y que dicho impacto no surta efectos en la “economía real” de los países de ingreso medio, principalmente de América Latina. De nuevo, ambas tesis son falsas.
Al empezar a despejarse la incertidumbre financiera, y al iniciarse, por fin, una respuesta ordenada del G-7, comienza a entreverse lo que dejó el tsunami al tiempo de la resaca. Queda una vasta zona de desastre, ante todo en Estados Unidos (y quizás España), pero de alguna manera en todo el mundo industrializado. George Bush, en lugar de pedirle “sangre, sudor y lágrimas” a sus compatriotas después del 11 de septiembre, les aconsejó que se fueran de compras. Le tomaron la palabra: vivienda, automóviles, yates pequeños, televisores de plasma, vacaciones a granel, etc. Pero el consumidor estadounidense, locomotora tradicional de la economía de su país, se endeudó hasta el cogote. Hoy, para salir de la crisis de la economía real, va a tener que desendeudarse, y para ello va a tener que ahorrar, y por tanto, recortar su consumo. De todo, y por un plazo indefinido: nadie conoce exactamente el tamaño de la burbuja que reventó.
Y este recorte, o el receso económico consiguiente, no podrá dejar de generar consecuencias en el resto de las economías del mundo. Primero en China y Asia oriental: su dinamismo ha provenido de muchos factores, pero entre otros del hambre insaciable del consumidor norteamericano por la infinita cantidad de gadgets que los asiáticos producen. Al caerse la demanda por sus bienes, caerá también su demanda por los bienes de otros, y en particular por los commodities procedentes de América Latina. De allí el desplome del precio del petróleo, pero también de las demás materias primas. Y de allí, también, el contagio de economía real a economía real.
Esto será aún más cierto en el caso de países como México, que dependen mucho menos que otros de las ventas decommodities, pero mucho más que otros del mercado norteamericano. El país azteca exporta principalmente manufacturas, y alimentos de elevado valor agregado como hortalizas; pero dirige el 90% de sus ventas a Estados Unidos. No se requiere un premio Nobel de Economía para entender lo que le va a suceder a la economía mexicana.
América Latina va a sufrir los estragos de la crisis. Es cierto que se encuentra mejor preparada que nunca para enfrentar este reto, y que algunos países emergerán del drama mejor que otros. Justamente México, Chile, Brasil, Uruguay, Colombia, por la prudencia y ortodoxia de sus políticas macroeconómicas, y la calidad de sus liderazgos, deben de salir adelante sin mucho más que raspones y moretones. Otros, como Argentina, Perú, Paraguay, los centroamericanos y la República Dominicana, se verán más golpeadas, pero al final del día, podrán sortear la adversidad. A los demás -Venezuela, Bolivia, Ecuador, Cuba-, Dios los coja confesados.
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