Por Justo Zambrana, subsecretario del Ministerio del Interior. Entre otras obras, ha publicado El ciudadano conforme y La Política en el laberinto 8EL MUNDO, 16/10/08):
En noviembre de 1973, la Guerra del Yom Kippur prestaba fecha al inicio de una crisis económica -la primera de las materias primas- que iba a suponer un profundo cambio de orientación, no sólo en las políticas económicas que se venían aplicando, sino también en el conjunto de valores políticos prevalentes en las sociedades occidentales.
A los 30 gloriosos (y keynesianos) años de hegemonía socialdemócrata que sucedieron a la Segunda Guerra Mundial le han seguido, hasta hoy, otros 30 gloriosos, esta vez para el neoliberalismo y el neoconservadurismo que también han dominado, de manera imperial, el escenario. Pero la crisis de septiembre de 2008, con la reválida pendiente el primer martes de noviembre, puede marcar el final de esta etapa. Se acabó la metafísica del libre mercado. Las trampas en el solitario que el capitalismo financiero se ha impuesto a sí mismo han roto todos los códigos que lo hacían socialmente viable.
Y, sin embargo, no hay mucho nuevo. La radiografía de las tres últimas crisis tiene un enorme parecido con las crisis que marcaron el siglo XIX y los inicios del XX. Son crisis de exceso de oferta que se asientan en concentraciones de capital acompañadas de una injusta distribución de la riqueza. Algo que ocurre cada vez que el capitalismo de mercado es dejado a su libre albedrío porque se imponen las tesis de la nula intervención política en la economía. En los últimos 30 años, las tremendas ganancias de productividad que los avances tecnológicos han proporcionado han ido casi enteras a las manos de muy pocos. Las sociedades occidentales son más ricas, pero también más injustas. Se han creado así unos escenarios económicos y políticos similares a los que precedieron a la crisis del 29. Tras aquélla, Keynes demostró (y Roosevelt puso en práctica con el New Deal ) la necesidad de corregir los mercados con la intervención pública. Se nos olvida que esto fue tan evidente durante décadas que hasta De Gaulle y Franco hicieron planes de desarrollo.
Hoy hablar de planificación resultaría tan anacrónico como lo sería hablar de la propiedad pública de los medios de producción, porque eso se lo llevó en su caída el muro de Berlín. En cambio, hablar de órganos reguladores públicos (ya que los privados se venden a quienes les pagan), de impuestos vigorosos sobre el capital y la renta de los más ricos, de servicios públicos universales que garanticen la calidad de vida de los ciudadanos y de salarios que obtengan un mayor trozo de la tarta que se produce, quizá sea tan conveniente como necesario.
En los últimos 30 años, todas las teorías económicas dominantes -el monetarismo de la escuela de Chicago primero, la teoría de las expectativas racionales después y el llamado neoclasicismo ulteriormente- han preconizado la nula intervención pública en economía, por perjudicial según unas y por inútil según otras. Todas se han rendido a la mano invisible, olvidando que ésta tiene una marcada tendencia a convertirse en mano trilera cuando se rompen los equilibrios sobre los que se asientan las democracias liberales. Un equilibrio que parte de que el dinero no es democratizable, pero el poder sí. Que en los consejos de administración se vota por lo que se tiene, pero en las urnas una persona es un voto. Que la democracia de mercado es un carro con dos ruedas: una que genera desigualdad y otra que genera igualdad. Ese ha sido el equilibrio roto durante los últimos años. Roto en perjuicio de todos, incluido quizá el del propio capitalismo, como vio Keynes, que no era precisamente un socialista. Tan sólo fue lúcido, como lo fue Schumpeter cuando habló de la «destrucción creadora», e incluso Greenspam -más bien cínico- observando la «exuberancia irracional» de los mercados.
Frente a las «exuberancias irracionales» en las que el capitalismo ha demostrado caer cada vez que se le da rienda suelta, desde la crisis de los tulipanes en la Holanda del XVII hasta hoy, la socialdemocracia tiene ante sí el reto de proclamar la «eficiencia de la igualdad» añadiendo a las consideraciones morales las razones prácticas, y ganando así la batalla de las ideas, porque quien gana la batalla de las ideas gana el poder, es decir, la capacidad de transformación de la realidad. Muerta la metafísica del mercado a manos de sus sacerdotes capitalistas, ese gran autómata que es el mercado financiero mundial se ha vuelto errático e incapaz de guiar a la humanidad hacia no se sabe qué épocas de prosperidad, como a mediados de los 90 proclamaban Fukuyama-y los muchos que pensaban como él- al declarar «el fin de la Historia». Su propuesta de mundo inercial ha tenido las patas bien cortas.
Si la patología de esta crisis es asimilable a la del año 29, y lo es, la respuesta debería ser de una envergadura proporcionada. Ciertamente ya nada es igual, porque donde antes existían clases sociales organizadas para la producción, hoy hay individuos atomizados por el consumo. Los relatos ideológicos que movían a conquistar en el futuro un «gran día» han dado paso a la vivencia cash de un sinfín de experiencias, y el mercado ha invadido las zonas más recónditas de la realidad. No hay pues vuelta atrás. Pero sí hay marcha hacia adelante.
También en las dispersas sociedades de nuestros días una gran mayoría de individuos ciudadanos quieren que la libertad, la igualdad y la solidaridad en equilibrio ordenen nuestras vidas y fijen con rigor el campo de juego al que el mercado tenga que ceñirse. Ciudadanos-consumidores que soportarán muy mal las gigantescas estafas y exigirán la vuelta a la economía política. Mayorías que apostarán por los valores de la razón y la primacía de la política frente a los adoradores del mercado, neoliberales o neocons, políticos o directivos, que cada vez más están con las vergüenzas de su avaricia al aire. Catalizar esta situación para generar una nueva etapa es el reto de la socialdemocracia. Toca poner las luces largas.
Es el momento de que vuelva la nunca desaparecida Historia. De que las gentes a través de la política se hagan cargo de su propio futuro. Y eso pronto, antes de que los límites ecológicos del planeta conviertan en irrisorias las actuales crisis económica y financiera. La fuerza y la debilidad del mercado capitalista reside en ser biología económica, o sea, darwinismo social. De ahí su capacidad de mutación. Primero fue mercantil, después industrial y ahora financiero. Muta pero no cambia: como el ave Fénix renace. Sus ingentes capacidades en la asignación de los factores productivos se vician cuando a ellas no se le sobrepone la fuerza de la razón. Quizá porque olvidamos algo tan obvio como que el motor de ese gran autómata no es otro que la codicia, algo que según Max Weber ha existido en todas las civilizaciones, aunque sólo la occidental ha racionalizado y entronizado la consecución de la misma.
Y ello, ¡oh paradoja!, a pesar de que la incubadora de nuestra cultura, el cristianismo, nuestro cristianismo, lo considera uno de los siete pecados capitales.
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