Por Michel Wieviorka, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París. Traducción: José María Puig de la Bellacasa (LA VANGUARDIA, 19/10/08):
En los años noventa, tras la caída del muro de Berlín, predominaba una representación del mundo: la idea de que la globalización, con fuerza inaudita, barre todo a su paso: los estados, las sociedades…, además de hacer caso omiso de las fronteras y los países. Esta visión de un planeta sometido a las fuerzas de la economía y la rentabilidad como valor supremo empezó a mostrar señales de debilidad con los atentados del 11-S. Lo cierto es que la entrada en la era del terrorismo global ha motivado posibilitar o visualizar el regreso de estados y países. EE. UU., que configura sus alianzas de acuerdo con una geometría variable, ha entrado en guerra contra el terrorismo en Afganistán, en Iraq (de modo especial), y los bienintencionados han empezado a aludir al papel central del Estado y a la vitalidad propia de un país para reafirmar la existencia de un vínculo - y no de una oposición- entre los progresos de la globalización y el dinamismo de los estados nación. Por otra parte, numerosos países han gastado sumas en operaciones militares con fines declarados de naturaleza civil e incluso humanitaria. En el ámbito internacional, la política - en este caso, la geopolítica- vuelve a escena. Y así ha comenzado su andadura la primera fase de la historia reciente del redescubrimiento del Estado.
Luego han aparecido los signos precursores de la crisis financiera actual, y la propia crisis como tal. Con la consecuencia - espectacular- del regreso del Estado, pero esta vez en la forma de su dimensión económica. El Estado se presenta en tal caso como el salvador supremo, el único recurso capaz, tal vez, de evitar la catástrofe económica que se perfila.
El discurso neoliberal - muy debilitado tras el estallido de las primeras burbujas o escándalos como el de Enron- ya no es sólo criticado por el altermundismo, el izquierdismo o sectores del pensamiento de izquierdas: es rechazado desde todas partes. Sin embargo, este regreso a escena del Estado debería constituir únicamente una fase (la segunda, financiera) tras la fase geopolítica en el marco de la gran mutación esbozada desde inicios de este siglo. Porque deja a un lado una dimensión esencial de la crisis actual, que es la práctica desaparición de lo social en el seno del universo ideológico y político del neoliberalismo.
La apuesta del capitalismo se libra en primer lugar en el terreno de las relaciones de producción: el taller y la fábrica donde los dueños del trabajo imponen su dominio sobre los trabajadores que mandan y explotan. A la vuelta de los años 80, aún era posible (al hilo sobre todo de Michel Albert, autor de Capitalismo contra capitalismo,París, Seuil, 1991) oponer al modelo neoliberal, que confía en el mercado abierto a una flexibilidad máxima, contrario a la idea de un fuerte intervencionismo del Estado, individualista y que desconfía ante posibles actores colectivos, la imagen de un modelo socialdemócrata (renano, decía Albert). Es menester señalar que en este último caso el capitalismo sigue conservando un aspecto de lazo social, basado en relaciones compactas entre dirigentes y subordinados y en la institucionalización de sus conflictos (a través de negociaciones y acuerdos) en un marco de confianza en el Estado providencia. Pero este modelo ha perdido parte de su vigor, el capitalismo ha perdido cariz social, presentándose como poder puro y duro del dinero sin fronteras, una vez rotas las amarras con la dimensión social como no sea a través de accionistas deseosos, más que de inversiones productivas, de obtener una elevada rentabilidad de estas. La economía parece entonces disociarse de la realidad: hemos podido presenciar, por ejemplo, cómo subía la cotización de ciertas empresas en bolsa mientras despedían a empleados con toda su energía. Lejos, ciertamente, de Marx y sus análisis del capitalismo bajo el ángulo de las relaciones de producción o de Weber, que asocia el auge del capitalismo a la ética protestante.
La crisis ha dado carpetazo a la imagen basada en una disociación entre capitalismo y realidades sociales. El mundo del dinero no puede seguir funcionando herméticamente como una burbuja flotante en el espacio. Cuando los millardos se evaporan, las jubilaciones, los recursos para las generaciones futuras, la vivienda, el empleo y el ahorro popular sufren las consecuencias. La crisis financiera es una catástrofe individual en muchos casos, además de colectiva.
De momento, cabe depositar las únicas esperanzas en los estados y sus dirigentes. ¿Cabe pensar en otros actores susceptibles de insuflar en nuestras sociedades renovada confianza en el porvenir? La respuesta es política: son mucho más dignos de crédito quienes han manifestado siempre su apego al Estado que quienes, de repente, vuelven sus ojos hacia el Estado tras haberlo vapuleado. Desde este punto de vista, la pelota está en el terreno de la izquierda más que en el de la derecha. Pero la izquierda parece exhausta en casi todo el mundo; España resulta, más bien, una excepción en Europa. Las socialdemocracias flaquean y su modelo actual es escasamente prometedor y movilizador. Se abren enormes expectativas de que el Estado recupere el papel que en buena parte ha perdido desde la caída del comunismo y la crisis de las socialdemocracias. Pero ¿cómo aportar nuevos bríos a estas expectativas populares, transformarlas en proyectos políticos constructivos y no únicamente JOSEP PULIDO defensivos? Por ahora, en las sociedades democráticas predominan la inquietud, la angustia y el sentimiento de impotencia sobre la manifestación de demandas claras y precisas.
Tras la vuelta del Estado guerrero y geopolítico y posteriormente del Estado financiero, sólo entraremos en la tercera fase de la gran transformación actual - en la que el Estado ejerza legítimamente su papel social- si cristalizan importantes cambios políticos en Europa, América del Norte y Asia que transformen en presiones reivindicadoras y demandas realistas lo que, por el momento, reviste más bien el cariz de la alteración del ánimo y del temor. Esta tercera fase es ciertamente de actualidad, moral e ideológicamente: ahora es menester encontrar como es debido los actores políticos que sepan estructurarla adecuadamente.
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