Por Michel Wieviorka, profesor de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales de París (LA VANGUARDIA, 25/10/08):
Los ataques del equipo de Mc-Cain contra Barack Obama tienen varios objetivos y sería abusivo reducirlos a la exclusiva manipulación de una temática racista. El racismo, sin embargo, está bien presente en la campaña del candidato republicano y ofrece particularidades inéditas que merecen consideración.
En EE. UU. ya no es posible hacer ostentación de un racismo explícito y directo y tomarla con el color de la piel, con la forma del cráneo o del cabello para deducir que la persona o el grupo en cuestión son inferiores y pueden ser maltratados, menospreciados o sobreexplotados. El racismo ha devenido algo más sutil y ha echado mano de referencias a la cultura. Es lo que psicólogos y politólogos llamaron desde los años sesenta el racismo “simbólico” que apunta no a características físicas o biológicas de su objetivo sino a sus presuntos valores, su identidad cultural o religiosa susceptible de convertirlo en algo diferente, incapaz de adaptarse al país y a su credo.
Hasta este momento, la amenaza que se creía los negros podían representar para la integridad nacional o la armonía social era interna; esta vez, con Obama, el mal vendría de otra parte, de fuera. Sarah Palin ha apostado claramente por esta tesitura, preguntándose sobre lo que, a sus ojos, diferencia a Obama:
“No es como nosotros - comprended, los auténticos estadounidenses; pero, comprended tal vez también, los otros negros, los descendientes de esclavos-; viene de otra parte, tiene un nombre extraño. No es auténticamente estadounidense, tiene algo de forastero. No comprendería EE. UU. a carta cabal, no lo conocería hasta su ser más recóndito, con un conocimiento desde dentro”. Esta imagen de alteridad guarda relación con el rechazo y no con la mirada sobre el “ser inferior”. Obama, así visto, constituye un peligro para EE. UU. El problema no está, como en el caso del racismo clásico, en poner a un negro “en su sitio”, en posición claramente inferior, en un empleo más bajo y mal pagado; el problema ya no reside en denunciar una especie de parasitismo social, sino en optar por rechazar de plano un peligro extremo. En el discurso de McCain y de Palin, Obama es igualmente sospechoso de algún género de relación con el terrorismo y de estar dispuesto - dice Sarah Palin- a tomarla con su propio país… Su segundo nombre, Hussein, ¿no huele a islam y, a partir de ahí - por qué no- a islamismo?
Otro aspecto consiste en decir que esconde su juego y no se manifiesta como es en realidad. Según esta óptica, Obama podría abrigar rasgos ocultos y camuflados de su personalidad. ¿Quién es ese?, martillea McCain para sostener que “aun en esta fase adelantada de la campaña, sigue habiendo cuestiones esenciales que desconocemos sobre el senador Obama”, afirmación pasmosa si pensamos que la campaña presidencial empezó hace dos años… Y McCain resume así su pensamiento: “¿quién es el verdadero Obama?”.
De este modo, se presenta a Obama como amenaza insidiosa, disimulada. Como alguien relacionado con quienes conspiran contra el país. Es - afirma McCain- “peligroso” y su persona y objetivos hacen correr riesgos excesivos a EE. UU. Habría, de hecho, dos Obama y no uno como dice Palin, que considera que cuando se le plantea una pregunta “no es insincero ni contrario a la honradez, pero muestra dos facetas: por un lado, criterio y sinceridad; por otro, incapacidad de responder, sencillamente, a una pregunta elemental”.
Añádase a lo anterior el antiintelectualismo, que le reprocha haber estudiado en una universidad de primera fila y hablar bien, tal vez demasiado bien. Numerosos factores recuerdan una forma de racismo con la que no se esperaba uno topar, el antisemitismo. Y así tal es el cuadro que se promueve del personaje, un pie dentro, y un pie fuera - sin vivir, por tanto, nunca plenamente dentro del país-, ocultando un juego evidentemente maléfico, vinculado a las fuerzas del mal y el elemento extranjero: se juzga a Obama según las categorías de la sospecha y la traición, como los judíos en el curso de la historia fueron acusados de amenazar la integridad de la nación, de traicionar (el asunto Dreyfus) y de pactar con fuerzas diabólicas. Una temática tomada prestada al antisemitismo viene así a reforzar la del racismo antinegros, a su vez velada e indirecta. Una historia que se repite cuando la argumentación apuesta por una amalgama inédita que mezcla un odio racial clásico (un tanto edulcorado) con factores tomados prestados a una óptica que normalmente funciona a propósito de los judíos y, por tanto, de un grupo distinto de los negros. La fuerza de este discurso nauseabundo está en que halaga a un electorado blanco y es susceptible de dividir al electorado negro alentando a los afroamericanos - los “auténticos” ciudadanos negros del país- a desconfiar a su vez del personaje “no suficientemente negro” que sería Obama (como a veces se oye decir, incluso y de forma agresiva, en boca de Jesse Jackson).
Hay que desear que el neorracismo que maneja McCain sea en definitiva la marca de un candidato que pierde fuelle, crecientemente incapaz de conectar con las expectativas del electorado.
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