Por Gustavo Martín Garzo, escritor (EL PAÍS, 26/10/08):
No puedo decir cuál fue la primera película que vi, pero estoy seguro de que lo hice en brazos de mi madre, pues entonces existía la costumbre de llevar a los niños al cine incluso cuando estos no sabían andar. Era un tiempo en que no había muchos entretenimientos y en que la pasión por el cine era compartida por mayores y niños. Especialmente por las mujeres, a las que les encantaba ir porque en sus salas podían soñar con unas vidas distintas a las suyas, siempre sujetas a sus padres y maridos, siempre pendientes de cuidar a los niños y ocuparse de la casa, como si no tuvieran otras aspiraciones, ni pudieran albergar otros deseos que aquellos que les obligaban a tener.
Hay en Sólo se vive una vez, la hermosa y desoladora película de Fritz Lang, una escena inolvidable. La película trata de un hombre que sale de la cárcel después de cumplir su condena. Fuera de presidio le está esperando su novia, con quien intentará comenzar una nueva vida. Pero la fatalidad le impide seguir un camino recto, y tras ser despedido de su trabajo le acusan de un homicidio que no ha cometido. Comienza una huida de consecuencias fatales, en que ambos escapan hacia la frontera mexicana, donde la policía les tiende una trampa. Les disparan y tienen que internarse en el bosque. Cuando ya se creen a salvo, la chica cae herida. El hombre sigue su marcha llevándola en sus brazos, hasta que agotado se detiene junto a un árbol. Es una noche muy hermosa, con el cielo cuajado de estrellas, y la chica, que se está muriendo, le dice que volvería a hacer lo mismo si ese era el precio que tenía que pagar por estar a su lado.
Vi esta película siendo un adolescente, cuando esas historias de amores románticos y desgraciados eran mis preferidas. Me gustaba la obstinación de los amantes, el que fueran capaces de arriesgarlo todo por no renunciar a lo que amaban. Y el cine se resumía para mí en esa enigmática frase que ella le decía a su amigo, y que sólo a medias entendía: “Lo volvería a hacer”. La pronunciaban todos los amantes del mundo, seres vulnerables que se empeñaban en algo que casi siempre superaba sus fuerzas, a quienes no les importaba el fracaso porque habían hecho lo que debían, aunque les costara la vida.
Y yo iba al cine, sobre todo, para asomarme al corazón de las mujeres y escucharles decir frases así. Me permitía entrar en sus cuartos, leer sus cartas más secretas y adentrarme en sus pensamientos. Y, como es lógico, ver sus rostros y sorprenderlas cuando se desnudaban, como Acteón había hecho con Artemisa en el bosque. Uno de los cuentos de mi vida tiene que ver con una princesa de Las Mil y Una Noches que poseía el poder de iluminar senderos, jardines y casas con la luz que se desprendía de su cuerpo a causa del amor que sentía por un misterioso extranjero. Y el cine fue siempre el lugar perfecto para ver ese cuerpo lleno de luz. Hay un momento en una de las películas de Tarzán que tiene que ver con esto. Tarzán se ha herido en la cabeza y Jane utiliza para vendársela un trozo de su vestido. Pero como Tarzán no para quieto, y cada dos por tres vuelve sin la venda, Jane se ve obligada a seguir retirando tiras de su vestido hasta casi quedarse desnuda. El que las chicas fueran perdiendo parte de sus ropas a causa de los percances que sufrían era un recurso maravilloso de las películas de entonces. Verlas ca-da vez más guapas, enseñando sus piernas y pechos, cuanto mayores eran los peligros que debían correr, me llenaba de una excitación que todavía hoy no he logrado superar. Era ciertamente extraño que en medio de los peligros más extremos, rodeadas de alacranes, de la lava que desprendían los volcanes, nadando en ríos llenos de cocodrilos o acostadas en la cama bajo la mirada de Drácula, sus cuerpos resultaran más hermosos que nunca. Y ése era el descubrimiento: que la verdadera aventura era acercarse a ese cuerpo lleno de promesas y peligros que es el cuerpo del amor. En ningún otro lugar se ha mostrado mejor ese cuerpo que en el cine, tal vez porque sus salas, con su extraña penumbra, se sitúan en un lugar a medio camino entre la realidad y el sueño, entre la ficción y la vida.
En el cine Capitol, un cine desaparecido de mi ciudad, había un cartel junto a la taquilla que decía: “Todos los niños que no sean de pecho pagan localidad”. Ya he dicho que era tan grande la afición al cine que las madres entraban con sus hijos, y si a la mitad de la película éstos tenían hambre o se ponían a llorar les daban la teta sin mayores problemas. Ahora me imagino a ese niño, contemplando alternativamente el rostro de su madre y los que aparecen en la pantalla, y haciendo que ya para siempre queden unidos en su pensamiento. Bertolucci tiene una película, titulada La luna, en que una madre lleva a su hijo pequeño en bicicleta. El niño la mira desde abajo, y ve su rostro al lado de la luna que hay en el cielo. Una noche el niño se despierta y, al ver a la misma luna en la ventana de su cuarto, cree que es su madre que vigila su sueño. Creo que la fascinación que ejerce el cine sobre el niño tiene que ver con ese momento inicial. La penumbra del cine no es diferente a la que reinaba en su cuarto, y los rostros enormes que ese mismo niño verá luego en la pantalla pertenecen al mismo orden de realidad que el de aquella giganta que se asomaba a su cuna para mirarle.
A lo largo de mi vida he escrito sobre cine en numerosas ocasiones, casi siempre, porque alguien me lo pidió. Sin embargo, me cuesta mucho hacerlo y casi siempre abandono silencioso y melancólico sus salas. Tengo un problema con el mundo real, y sólo con gran esfuerzo logro regresar a él después de ver una película que me gusta. De hecho, nunca regreso del todo y una parte importante de mí aún sigue vagando por los corredores de tantas escenas inolvidables: por los grandes almacenes en que Chaplin y Paulette Godard, en Tiempos modernos, vivieron su hermosa noche de amor; por la gruta a la que King Kong llevó a Fray Wray y le fue quitando su vestido; por los pasillos de la casa en que Alexander se encontraba con su padre muerto, en la película de Bergman; junto a Leonor Watling, en la habitación en que Javier Cámara se ocupaba de tenerla tan guapa; o por aquel restaurante de una ciudad de provincias donde Omero Antonutti e Icíar Bollaín, en El sur, se vieron por última vez. “Buscan los racimos entre las zarzas y no en las vides”, se dice en algún lugar de la Biblia. Y estas películas son como esas vides llenas de racimos. Te basta con extender las manos para tomarlos, y su sabor es siempre el sabor de la vida.
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