Por Manuel Cruz, catedrático de filosofía en la UB y director de la revista Barcelona Metrópolis (EL PERIÓDICO, 18/10/08):
Hace ya unos cuantos años, el malogrado filósofo venezolano Ludovico Silva publicó en España un libro –cuyo título no consigo recordar– en el que presentaba una propuesta que últimamente ha regresado a mi cabeza. Proponía el concepto de modo de producción de vida para designar la nueva (por aquel entonces) realidad del capitalismo. Que, según el autor, había dejado de ser un mero modo de producción –confinado, por tanto, a la esfera económica– para abarcar ya la práctica totalidad de las esferas de la existencia humana. Lo de menos es que en su momento el concepto no cuajase (probablemente por su escasa elaboración). El mismo diagnóstico de la situación vino reiterado después, desde otra perspectiva, por el novelista francés Michel Houllebeq, al caracterizar el sentido profundo de la vida en las sociedades occidentales desarrolladas como ampliación del campo de batalla, y obtuvo gran repercusión.
TALES observaciones van más allá de la mera constatación de facto de que el capitalismo ha terminado por imponerse en todo el planeta (la publicitadísima globalización), para señalar el fenómeno –complementario y de análoga importancia– de la colonización del mundo de la vida. Semejante deriva no podía dejar de tener consecuencias en los discursos o, tal vez fuera mejor decir, en las formas de autorrepresentación de las que nos dotamos para relacionarnos con la realidad.
Porque el triunfo del capitalismo ha terminado por convertir el mundo, parafraseando a Walter Benjamin, en una calle de dirección única en la que solo nos es dado circular más hacia la derecha o hacia la izquierda, pero en ningún caso en dirección contraria, propiciando (y potenciando) el convencimiento generalizado de que se ha estrangulado la posibilidad de una transformación radical de lo existente, convencimiento que ni siquiera se ve alterado por la profunda crisis en la que estamos inmersos. De dicho convencimiento se harían eco, por ejemplo, los discursos de las grandes formaciones políticas, que intentarían disimular el hecho de que a menudo no difieran gran cosa en las cuestiones programáticas más básicas y esenciales (no incluyo ahí las relacionadas con las costumbres), con una sobreactuación simbólica que permite sustituir la deliberación racional pública por la confrontación emotiva.
Pero repárese en que esa actuación, al margen de que pretenda ocultar unas coincidencias que las propias formaciones partidarias deben de considerar vergonzosas, genera otro efecto digno de mención, a saber, el de contribuir a la ocultación de los mecanismos estructurales de esa misma realidad. En el centro del debate político hace mucho que dejó de estar el asunto del modelo de sociedad. Se fue viendo sustituido por un rosario de asuntos cuya importancia no pretendo poner en duda, pero que, en todo caso, parecen tener el denominador común de no impugnar la estructura básica del orden dominante.
Probablemente un foucaultiano traduciría lo anterior a su jerga diciendo que el poder lleva a cabo un doble movimiento. El de invisibilizarse para ponerse a salvo de cualquier impugnación de la que pudiera ser objeto (por ejemplo, por parte de los ciudadanos a través de la actividad política) y el de visibilizar todo aquello –sectores, sujetos o prácticas– sobre lo que quiere ejercer su dominio. Pero, para que las anteriores afirmaciones no permanezcan en un plano meramente abstracto o programático, valdrá la pena intentar ver si encuentran su expresión en nuestra realidad más inmediata e identificable.
Así, resultaría pertinente a estos efectos preguntarse por el contenido de expresiones como “políticas de igualdad” o, más allá, plantearse incluso el sentido de la existencia de un ministerio con ese nombre. Como es natural, nada hay que objetar al hecho de que se promuevan cuantas iniciativas hagan falta en dirección a la plena igualdad en el plano de los derechos. Pero, a menudo, se tiene la sensación de que ese plano sustancia y agota la ambición igualitaria. Y no deja de ser una dolorosa paradoja que nunca antes, en el pasado, se hubiera hablado tanto de igualdad y nunca hayan sido mayores las desigualdades como actualmente. No se trata de discutir sobre palabras, pero tal vez habría que pararse a pensar un momento en los equívocos que puede deslizar el énfasis casi exclusivo en los derechos.
PORQUE, como ha señalado el ensayista y político canadiense Michel Ignatieff, plantear las cuestiones en términos de derecho obtura la posibilidad efectiva de un debate, ya que, a fin de cuentas, cuando a una aspiración le atribuimos el estatuto de un derecho, no hay apenas otra cosa que discutir que la forma en la que debe ser satisfecho. ¿Qué queda en esta operación invisibilizado? Lo más importante: la lógica por la cual consideramos algo un derecho (por ejemplo, enriquecerse), mientras que a otra reivindicación (por ejemplo, a no ser explotado) se lo denegamos. Me disculparán el desahogo final, pero ¿no les parece a ustedes que tiene algo de profundamente inquietante que nos muevan a tanto escándalo las desigualdades salariales (del todo intolerables) entre hombres y mujeres, y no haya provocado la indignación generalizada una propuesta como la de la semana voluntaria de 65 horas?
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