Por Rafael l. Bardají (ABC, 24/10/08):
LOS ojos están puestos en la noche del próximo cuatro de noviembre en la que se conocerá quién va a ser el sucesor de George W. Bush en la Casa Blanca. En realidad el mundo ya ha decidido que prefiere al candidato demócrata Barack Obama. El senador por Illinois promete cambio y eso se interpreta como dos cosas paralelas: un mundo menos convulso; y una política exterior americana esencialmente sumisa ante sus aliados. Pero si Barack Obama es finalmente el elegido por el pueblo americano será a él a quien se deba, no a la opinión mundial. Es más, es un grave error pensar que con él al frente de los Estados Unidos todos los problemas se habrán resuelto, el mundo será un lugar más plácido en el que vivir y cosas como la «doctrina Bush», ese supuesto desenfreno intervencionista y militarista, quedarán como una malsana deformación histórica. Sólo quien desconoce casi todo de América puede permitirse tales ensoñaciones. Es verdad que las personas cuentan -y mucho- pero la política exterior y de seguridad norteamericana depende más del nivel de amenazas a las que se enfrenta, que a las ideas de un presidente. De hecho, con cierta perspectiva histórica, la acción exterior de Washington muestra una gran consistencia y cuando sale un Carter, es reemplazado y corregido enseguida por un Reagan.
Desgraciadamente para América y su entorno occidental, el mundo después de Bush seguirá plagado de riesgos y amenazas, muchas de ellas graves y alguna que otra existencial. Enemigos, precisamente, es lo que no nos faltan. Por ejemplo, Rusia acaba de dar sus mejores muestras de querer recobrar la influencia internacional que tuvo la URSS durante la Guerra Fría. Este verano invadió Georgia como un botón de muestra y para hacer ver su aspiración de imponer una esfera de influencia en Europa cuyo destino se controlaría según los designios del Kremlin. La crisis financiera internacional ha venido a arruinar en parte sus planes, pues sin liquidez y con el precio del petróleo a menos de la mitad que hace unos meses, ya no cuenta con el dinero con el que alimentar las ambiciones neo-imperiales de Putin. Ahora bien, lo que debe saber todo presidente americano es que Moscú recobrará su política agresiva en cuanto disponga de los medios adecuados para ello. Y lo que debemos saber nosotros es que es muy dudoso que el pueblo americano permita una política conciliadora con una Rusia resurgente y autocrática.
En segundo lugar está el problema de Irán y su ambición nuclear. Hay dos cosas claras: una, que los ayatolas de Teherán quieren su bomba y no van a renunciar a ella voluntariamente, sobre todo cuando están tan cerca de poder fabricarla; la segunda, que un Irán nuclear provocaría tal inestabilidad en la zona, que para algunos, como Israel, es totalmente inaceptable. En el momento en el que el juego diplomático no se pueda estirar ya más, las sanciones económicas no den sus frutos e Irán se declare potencia atómica, al presidente americano sólo le quedarán dos opciones: adoptar una línea de contención o la acción y hoy por hoy, lo primero no parece viable. Es más, si Israel se viera forzado a actuar por su cuenta parece poco plausible que Estados Unidos le dejara abandonado ante un reto que es una amenaza para todos y no sólo para Israel. Es difícil imaginar que el inquilino de la Casa Blanca decida convertirse él solito en un «Chamberlain nuclear» y correr el riesgo de que en algún momento tuviera que comparecer ante el pueblo americano para explicar una detonación atómica en suelo de su país.
Y también está el riesgo del terrorismo islámico y la jihad. No por ser Obama el elegido van a dejar de urdir sus planes Bin Laden y sus afiliados. Ellos han declarado la guerra santa a América y Occidente, no a un líder político en particular. Al Qaeda precede con mucho a George W. Bush y a pesar de sus esfuerzos por acabar con esa organización, lamentablemente sobrevivirá a su mandato. Se podrán instrumentar todos los elementos de soft-power que se quiera y gastar todas las energías del mundo en diplomacia pública a fin de intentar romper el ciclo de radicalización en el mundo árabe, pero frente a los terroristas ningún presidente renunciará al empleo de la fuerza, fuera y dentro de su país. Obama ha llegado a afirmar que bombardearía Pakistán llegado el caso. Bush ha dicho que la combinación de las tres T (tiranía, terrorismo y tecnología) es inaceptable y si bien la combinación de dos de sus elementos podría ser asumida por América en el futuro, la lucha contra la trilogía, por mucho que se asocie al actual presidente, seguirá siendo un imperativo moral, político y militar para su sucesor y presidentes venideros. Simplemente, el pueblo americano no aceptará la pasividad frente a un gobierno que pase tecnología de destrucción masiva a un grupo terrorista.
Es verdad que habrá quienes, como el gobierno socialista español, culpe de todos los males que nos aquejan a George W. Bush. Yo no soy quien para justificar los muchos fallos de su gestión, pero eso sí, le reconozco algunos méritos: ha evitado nuevos ataques contra su país y ha conseguido reducir la letalidad de los atentados en otras partes del mundo y todo gracias a la persecución implacable a la que tiene sometidos a los cabecillas de Al Qaeda. Desde Mauritania a Filipinas. Y el mayor desastre que se le achaca, la intervención en Irak, comienza a verse de otra forma. Lejos de ser el Vietnam del siglo XXI que muchos auguraron -y desearon-, puede que acabe por convertirse en el primer proceso democratizador en el mundo árabe. No sólo la situación de seguridad ha mejorado drásticamente, sino que ya están funcionando los mecanismos y procesos políticos imprescindibles para la generación de consensos. Sólo la ignorancia y el antiamericanismo pueden negar aquella frase del primer ministro galo, Georges Clemenceau, de «la guerra es una serie de catástrofes que resultan en la victoria».
En fin, si gana Obama, la buena nueva para los obamitas es que George W. Bush estará camino de su retiro en Texas; la mala, que la «doctrina Bush» se va a quedar con ellos por mucho tiempo. Al menos mientras los Estados Unidos tengan que dar respuesta a los mismos retos estratégicos. Ya pasó con Truman en su día. Otro presidente desprestigiado en vida, pero que dejó sentadas las bases de la política americana durante décadas. Hoy por hoy no hay ninguna alternativa de fondo a las señas de identidad de la administración Bush, a saber, la guerra contra el terror y la extensión de la democracia en el mundo. Claro que con las nuevas caras vendrán nuevos modos y otro tono, pero el verdadero peligro estriba en olvidarse de lo fundamental, no de lo accesorio. Y sea quien sea el nuevo presidente americano, tendrá que aprender a distinguirlo muy rápidamente. A sus antecesores el mundo les ha probado enseguida, y los enemigos de América querrán tomarle la medida cuanto antes. Será su hora de la verdad. Y cuando estén en el Despacho Oval, calibrando cuidadosamente sus opciones, se darán cuenta de una cosa: el mundo necesita más América, no menos. Es más, el mundo necesita más Bush, no menos. El mundo estaría hoy mejor si en lugar de criticar la ambición de Bush por exceso, hubiéramos criticado su gestión por defecto.
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