Por Enrique Gil Calvo, profesor titular de Sociología de la Universidad Complutense de Madrid (EL PAÍS, 23/10/08):
El comienzo del curso académico parece un momento apropiado para reflexionar sobre los problemas de la enseñanza en España, que son muchos y variados como sucede en todas partes. Pero a juzgar por nuestros debates políticos, se diría que la agenda pública de la educación se reduce a tres puntos fundamentales.
Ante todo aparece la objeción de conciencia de los católicos a la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía: un falso problema, manipulado por el obispado y la derecha integrista para exacerbar el clima de crispación con su cruzada antilaicista, en el que aquí no voy a entrar.
Mayor interés encierra el debate sobre la calidad de nuestra enseñanza secundaria, en cuya discusión se esgrimen las cifras comparadas que suministran los organismos internacionales. Pero en este campo todo es relativo, y no parece que tengamos derecho a flagelarnos demasiado, pues estamos dentro del mismo montón de medianía que casi todos los demás, según ha demostrado en su análisis de los Informes PISA Julio Carabaña, a cuya autoridad me remito. En todo caso, lo más grave parece el estado no de los institutos sino de la formación profesional (FP), a juzgar por las recientes cifras de la OCDE que nos colocan a la cola de todos con Portugal. Y digo que este problema debe de ser grave porque el ministerio del ramo se dispone a maquillar los datos propiciando una reforma cosmética que conceda el título de FP2 a quien acredite tres años de oficio: una acreditación de ejercicio bastante más permisiva que la exigida para los profesores universitarios, a quienes se nos requieren cuatro sexenios de investigación selectiva para reconocernos como catedráticos.
Finalmente, la tercera cuestión a debate en la agenda educativa es la privatización de la enseñanza pública en beneficio de la enseñanza concertada (centros privados financiados por el Estado), en su gran mayoría de confesión católica. Y en este punto sí merece la pena entrar a discutir. Ante todo he de aclarar que si la calidad educativa es homogénea, la titularidad pública o privada de los centros que la imparten no debería ser motivo de discusión: gato blanco o gato negro, lo importante es que adiestre ratones. Pero claro está, el problema reside no en la titularidad sino en la religión: en la confesionalidad o laicismo del centro de enseñanza, que es la verdadera frontera que separa la red privada de la pública, aunque ambas se financien en parecida medida con cargo al contribuyente. Y el caso es que, en España, en paralelo al avance imparable del proceso de secularización (pues la práctica religiosa de todos los españoles está descendiendo a gran velocidad),se está produciendo un fortísimo trasvase de alumnos desde la enseñanza pública no confesional hacia la enseñanza privada y concertada de confesión católica, hasta el punto de que ya somos el país europeo (tras el pilarismo flamenco) con mayor proporción de alumnos (en torno al 40%) en centros confesionales. Y lo más significativo es que la tendencia está en alza: hay una demanda creciente de enseñanza concertada mientras en cambio desciende la demanda de enseñanza pública. Por eso el nuevo partido socialista madrileño ha declinado su anterior apoyo programático a la escuela pública para prestárselo ahora a los centros concertados. Todo ello, insisto, mientras los españoles se están secularizando en todo lo demás a marchas forzadas. ¿Cómo explicar tamaña contradicción?
Una primera razón inmediata, aunque quizá peque de simplista, es por supuesto el incremento de la inmigración. Ante la proliferación de minorías étnicas que pueblan nuestras escuelas, las familias de clase media y baja prefieren que sus hijos emigren a los colegios concertados, que dada su confesionalidad católica suelen ser étnicamente limpios por razones religiosas. Y en cuanto los primeros niños autóctonos emigran a la enseñanza concertada, la estatal se va convirtiendo cada nuevo curso en un poco más multicultural, por lo que los niños españoles todavía propenden más a huir de ella realimentando en consecuencia la segregación escolar entre las dos redes pública y privada: tonto el último que se vaya. Y lo de tonto tiene una cierta explicación lógica, pues al concentrarse los inmigrantes en la enseñanza pública, su rendimiento educativo declina, ya que según sabemos por los Informes PISA, la capacidad de aprendizaje depende absolutamente del nivel cultural de la familia de origen, mucho más bajo entre los inmigrantes. Esto genera un círculo vicioso a modo de pescadilla que se muerde la cola, pues si las familias más cultas desertan de la enseñanza pública, ésta devalúa indefectiblemente su nivel de calidad educativa. Así se declara una epidemia de segregacionismo educativo que contagia a todas las familias españolas una preferencia revelada por la enseñanza discriminatoria.
¿Hasta qué punto esta pauta segregacionista debe ser atribuida a la discriminación racial? Es verdad que hay más racismo del que se confiesa en público, pero probablemente la explicación más verosímil no es el prejuicio racial, sino el simple clasismo social. Si las familias españolas sacan a sus hijos de la enseñanza pública no es para evitarles el contagio racial o religioso de gitanos, negros o moros, sino para seleccionarles las amistades peligrosas y relacionarles con compañeros de mejor extracción social. Es decir, envían a sus hijos a la escuela concertada por puro arribismo social, a ver si así se hacen amigos más selectos y distinguidos, potencialmente predestinados a formar parte de las élites sociales. Es el caso del famoso Colegio del Pilar, vivero madrileño de ministros, ejecutivos y dirigentes. Lo cual demuestra que a las familias españolas no les interesa tanto elcapital humano que se adquiere en las aulas (enseñanza de calidad), comparativamente superior en los institutos estatales, sino el capital social que se adquiere en el patio del colegio privado (relaciones de compañerismo, amistad e influencia), cuyo valor de mercado depende del origen familiar y la extracción social.
La consecuencia es que nuestro sistema educativo queda segregado en dos redes separadas por barreras de clase, más que por confesión religiosa u origen étnico. Lo cual bloquea la principal función del sistema educativo, que es garantizar la igualdad de oportunidades entre todos los alumnos sea cual fuere su origen social, racial o religioso. Y así se genera un nuevo círculo vicioso, pues si las familias españolas demandan una enseñanza de clase con preferencia sobre la enseñanza de calidad, no lo hacen sólo por miope arribismo sino porque adivinan que es la mejor opción para favorecer la futura integración de sus hijos, ya que han aprendido a desconfiar del rendimiento del sistema meritocrático. Saben por experiencia que en nuestra sociedad los hijos que mejor se colocan como adultos no son los buenos estudiantes, sino los que están mejor relacionados a través de su red de amistad e influencia, incluyendo su posible emparejamiento matrimonial. Lo vemos todos los días con las dificultades de los mileuristas: los alumnos excelentes, mejor formados y más dotados de capital humano, que no por eso logran adquirir una posición social comparable a la de sus padres. De ahí que los jóvenes españoles comiencen a desertar de una Universidad que ya no les garantiza igualdad de oportunidades para el ascenso social.
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