Por Guillermo Medina Ors, abogado (EL PAÍS, 18/10/08):
Cada cuatro años, coincidiendo con los comicios presidenciales norteamericanos, vuelvo a recordar los versos de Walt Whitman, el gran poeta de la libertad y la democracia, a quien Pablo Neruda acreditó como el primer hombre con una voz auténticamente americana: “Si yo tuviera que nombrar, oh, Mundo Occidental, tu espectáculo y paisaje más poderoso, / No serías tú, Niágara -ni vosotras, praderas sin límites- ni las gigantescas grietas de tus gargantas, Colorado, / Ni tú, Yosemite -ni el Yellowstone con todos los bucles espasmódicos de sus géiseres que suben hasta el cielo, apareciendo y desapareciendo-, / Ni los conos blancos de Oregón -ni el cinturón de grandes lagos del Hurón ni el curso del Misisipí: / Yo nombraría a la humanidad que bulle ahora en este Hemisferio, la ‘vocecita silenciosa’ que vibra el día de elecciones en América (…)”. Whitman, con su intensa voz poética, nos brinda el sueño de una nación norteamericana que puede ser frente a quienes tratan de anclarla en lo que es, y sus versos constituyen, en palabras de Carl Sandburg, el juramento escrito más solemne de que Estados Unidos significa algo y se dirige a alguna parte.
Muchos años más tarde, Martin Luther King y John Fitzgerald Kennedy agitaron profundamente la política de su país y la conciencia de sus conciudadanos, haciendo vibrar a toda una generación de jóvenes norteamericanos con su propia e idealista lectura del sueño whitmaniano: el de la igualdad social y racial.
Para muchos ciudadanos norteamericanos y del resto del mundo, ese sueño ha vuelto a andar con Barack Obama. El aspirante demócrata ha llegado a la carrera presidencial tras forjar una candidatura de autor, intensamente personal, y disputar una dura batalla a una Hillary Clinton que contaba inicialmente con el apoyo del aparato del partido. Entre otros activos, la senadora por Nueva York ha demostrado ser una mujer inteligente y de fuerte personalidad, una experimentada estadista, una apasionada luchadora por los derechos sociales de los más desfavorecidos y un símbolo del feminismo como movimiento social. Pero, irremediablemente salpicada por las pasiones y odios que despierta un Bill Clinton obsesivamente presente en la campaña, Hillary representaba para muchos demócratas una candidatura más al uso.
Frente a ella, el senador por Illinois se ha presentado siempre como un político singular e independiente, ajeno al aparato y a las dinastías familiares del partido, arquetipo de una nueva generación política. Es el candidato postracial: un hombre hecho a sí mismo, orgulloso de su color y de su herencia mestiza, y que atestigua como nadie hastahoy que los sueños de Whitman, King y Kennedy pueden hacerse realidad. El joven legislador, un político carismático, visionario y persuasivo, ofrece un proyecto reformista e integrador capaz de ilusionar a una mayoría social que necesita desesperadamente superar la mediocridad y la confrontación imperantes durante los ocho años de la Administración de George W. Bush.
El aspirante a la Casa Blanca, más que un nuevo modelo político, representa una nueva forma de liderazgo, el de quien, como ningún otro candidato, ha sido capaz de conectar con los deseos de cambio de una mayoría social desilusionada y descontenta con una sociedad convertida en paradigma de una postmodernidad que ha llevado hasta extremos desbocados el consumismo, la abundancia y el hedonismo. El político demócrata se adentra con seguridad y libre de complejos en el ámbito de los valores, tradicionalmente copado por los republicanos, y defiende con entusiasmo contagioso la oportunidad histórica de recuperar las verdaderas señas de identidad del sueño democrático norteamericano: libertad, esfuerzo, responsabilidad, solidaridad e igualdad de oportunidades. Él ha logrado simbolizar como nadie la esperanza de ese cambio.
Obama ha sido capaz de inspirar confianza en el futuro a una sociedad dividida como nunca antes en su historia por una guerra que él rechazó y que ejemplifica dramáticamente el fracaso de la política de confrontación militar frente al ejercicio de la política y la diplomacia. Una sociedad que va adquiriendo conciencia de encaminarse a un mundo post-americano y a un declive gradual de su papel de potencia hegemónica en lo político, lo económico y lo cultural, frente a la inevitable realidad de las nuevas potencias emergentes y de las viejas renacientes. La globalización, tan rica de paradojas, convierte en ilusoria cualquier pretensión de unilateralismo. Él aboga por un multilateralismo renovado que permita hacer frente a los nuevos desafíos planetarios y defiende apasionadamente su idea de patriotismo responsable capaz de restaurar el legado histórico destruido en los últimos años.
El senador demócrata está disputando con estas credenciales una apasionante e histórica carrera electoral a un John McCain con aureola de republicano moderado e inconformista, acostumbrado a nadar contracorriente en Washington y en su partido, y capaz de enfrentarse a la Casa Blanca por su mala gestión de una guerra que él mismo apoyó. El septuagenario senador por Arizona, consciente de que para muchos conciudadanos es una continuación sui géneris del actual presidente, parece haberse parapetado tras una Sarah Palin que ha surgido inesperadamente como una ráfaga de aire fresco y estimulante en la candidatura conservadora. La joven gobernadora de Alaska encarna, a su manera y con su propia personalidad, la versión republicana del sueño withmaniano: de origen modesto, luchadora, hecha a sí misma y madre de una familia mestiza, simboliza el valor del esfuerzo personal y representa a una nueva generación de americanas que ha llevado la bandera de los derechos de las mujeres hasta cotas impensables hace pocos años. Apeada Hillary Clinton de la batalla electoral, Palin es el nuevo icono de una era política postsexista.
En un intento por conectar con una sociedad insatisfecha con sus gobernantes, los republicanos presentan a Palin como una outsider capaz de regenerar la vida política norteamericana, en contraposición a un aspirante demócrata a quien sitúan como parte del establishment capitalino. Frente a este retrato no exento de veracidad, la sociedad se cuestiona la capacidad y el afán de renovación de una política inexperta y apegada a un clásico discurso conservador.
En unas elecciones en las que prevalecen las visiones de futuro de los candidatos sobre los contenidos tradicionales del debate partidista, el desastre financiero de las últimas semanas ha vuelto a centrar la atención esencial del debate en el grave deterioro económico (es la economía, ¡estúpido!) y la angustia de muchos ciudadanos por perder su casa o su empleo ha sobrepasado a la preocupación por la seguridad (principal reclamo de la campaña republicana). Los candidatos se enfrentan al desafío de superar la irreflexiva filosofía económica dominante durante los últimos años y de pilotar el cambio hacia un modelo económico renovador.
Éstas son, ante todo, las elecciones del liderazgo porque, hoy más que nunca, la sociedad norteamericana busca a ese capitán cantado por Withman (¡Oh, capitán, mi capitán!) que salga al encuentro de los nuevos retos y muestre que el cambio es posible. Entre las alternativas que se presentan en estas elecciones, la del candidato demócrata simboliza el valor renovador de un liderazgo que, más allá de su valor político, se refleja en su ejemplo personal y en la audacia de unos mensajes que, huyendo del victimismo y la autocompasión, alientan a la superación de las diferencias y las dificultades desde la confianza en la democracia y en el futuro. En todo caso, quienquiera que gane las elecciones, Obama ya ha cambiado para siempre la forma de hacer política en los Estados Unidos.
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