Por José María Lassalle, secretario de Estudios del PP y diputado por Cantabria (EL PAÍS, 14/10/08):
El 11 de junio de 1962, el presidente Kennedy pronunció un discurso en la Universidad de Yale que merece recordarse en estos momentos, cuando la crisis golpea duramente las economías transatlánticas. Delante de los alumnos que se graduaban ese año dijo algo que hoy debería ser resaltado con letras mayúsculas. Sin titubeo ni ambigüedad, apeló a la prudencia de los políticos que discriminan lo importante de lo accesorio, argumentando que los problemas económicos, si son profundos, tienen siempre más posibilidades de resolverse si se encaran de frente y con sinceridad. No en balde reconoció que lo que “está en juego en nuestras decisiones económicas” es la “gestión práctica de una economía moderna”, esto es, la elección adecuada de “las vías y los medios para alcanzar metas comunes” asociadas “al empleo y el crecimiento, a unos precios estables y a una moneda fuerte”. Algo que hoy, cuando cientos de miles de personas se ven abocadas al desempleo y a la pérdida de su bienestar familiar, debe ser destacado en términos, incluso, de moralidad pública. No hay que olvidar que luchar políticamente por dar a todo el mundo una oportunidad equitativa para obtener los beneficios de una sociedad rica y próspera es un asunto central en cualquier debate sobre cómo debe fundamentarse una sociedad buena.
Quizá, por eso, en el discurso que se comenta, Kennedy dedicó duras críticas hacia aquellos que, ante estos problemas, se refugian en la simplificación mitómana de los clichés, los hechos prefabricados y el conformismo de una opinión que elude las dificultades del pensamiento. Actitud que recuerda la mostrada estas últimas semanas por amplios sectores de la izquierda que, de repente, han tratado de saldar cuentas con la economía de mercado y sus fundamentos liberales, justificando así la vuelta a políticas keynesianas y de mercantilismo de Estado que, de aplicarse, comprometerían seriamente las fuentes de generación colectiva de nuestra prosperidad. Desplegar ante la complejidad de un escenario de crisis como el que pende sobre la economía global una crítica mitómana y simplista basada en preconcepciones ideológicas del pasado es una irresponsable estrategia política. Más aún si, tal y como advertía Kennedy anticipándose a los debates causados por la crisis actual, las cuestiones económicas son cada vez “más sutiles y menos simples” que “los grandes temas morales y políticos que centraban la atención en épocas anteriores”, ya que tienen que ver con “las sofisticadas cuestiones técnicas con las que hay que trabajar si se quiere mantener en movimiento una gran maquinaria económica”.Tratar de demonizar la libertad económica aislándola de sus inevitables correlatos de autonomía moral y cobertura social, y al liberalismo identificándolo torpemente con el neoliberalismo libertario, constituyen críticas demagógicas que habría que evitar responsablemente a la vista de los problemas que pueden causar para la estabilidad del relato legitimador de nuestra economía social de mercado. En este sentido, es una reflexión muy poco afortunada afirmar, tal y como ha hecho John Stiglitz, que se está produciendo una especie de caída del “Muro” de Wall Street. Primero, porque éste fue un argumento que ya pusieron en circulación en los años 30 tanto el comunismo como el fascismo cuando combatían a las democracias liberales tras producirse el famoso crash bursátil del 29. Y segundo, porque el Muro de verdad, el de Berlín, cayó -y con él la fe ciega en el socialismo de Estado y la economía plani-ficada- cuando la pobreza y la tiranía hicieron inviable su continuidad histórica al dejar tras de sí un balance inaceptable de miseria y dolor colectivos.
Ni el mercado ni sus fundamentos liberales están en crisis en estos momentos porque no se puede cuestionar, al menos a la luz de la experiencia económica de los últimos siglos, que en un marco de competencia suficiente, el libre funcionamiento de un orden de mercado espontáneo sigue siendo la fórmula que mejor estimula la generación colectiva de riqueza y, al mismo tiempo, la protección global de las libertades individuales y sociales. Pero para que eso sea así, la experiencia histórica también demuestra que se necesita la presencia ineludible de una ley que no se relaje a la hora de impedir la arbitrariedad y los abusos de aquellos que tratan de vulnerar la vigilancia de las autoridades económicas. Algo que explica muy bien Ralf Dahrendorf en El recomienzo de la historia al señalar con rotundidad que el liberalismo, para que despliegue todos sus efectos socialmente beneficiosos, ha de ser capaz de defender la libertad “tanto de la jaula burocrática de la servidumbre como de los peligros del fundamentalismo del mercado”. De ahí que un liberal siempre reclame, ya sea en tiempo de bonanza como en tiempo de crisis, que se confíe en el poder de una economía libre para dar oportunidades de prosperidad al conjunto de los ciudadanos. Lo hace porque sabe que esto sólo puede darse bajo la seguridad que brinda un Estado que, como explica Rawls en su Teoría de la Justicia, debe garantizar que el sistema funcione para que todos puedan tener cubiertas sus necesidades básicas y así poder garantizar que se ejerzan realmente las libertades civiles y políticas. Idea que, por otro lado, está ya en el propio Adam Smith, cuando tanto en La Riqueza de las Naciones como en lasLecciones de Jurisprudencia y en La teoría de los sentimientos atribuye a los poderes públicos funciones orientadas a evitar la arbitrariedad de los operadores del mercado, impidiendo abusos que aseguraran el bienestar económico y moral de los ciudadanos.
No cabe duda de que nos enfrentamos a una crisis de profundidad insospechada. La continuidad de nuestro bienestar económico y social se ve amenazada y se requieren medidas que restablezcan la tranquilidad de todos. Por utilizar la imagen novelística de Conrad, una especie de línea de sombra se traza en el horizonte de nuestras decisiones políticas y económicas. Si tuviéramos miedo al miedo mismo podríamos ver frustradas las posibilidades de reaccionar con energía ante las dificultades. Deslizarse por la pendiente de ese fraude a la verdad que son la demagogia, los clichés y los estereotipos denigratorios es la peor estrategia. En realidad, de lo que se trata es de palpar el sentido último de las dimensiones humanas y sociales que encierra la crisis actual, y darles una respuesta política que no incurra en la actitud de eludir la autocrítica a la hora de valorar la gravedad sobreañadida que, por ejemplo en España, encierra la difícil situación por la que atravesamos. Hay que dar respuesta eficaz a la crisis, pues, como concluía el presidente Kennedy en el discurso que se ofrecía al principio, hay que evitar que los problemas se multipliquen “estimulados por nuestra propia negligencia”. Sólo así podremos generar “una visión y una energía que demuestre de nuevo al mundo la enorme vitalidad y la fuerza de la sociedad libre”. De lo contrario los enemigos de la libertad aprovecharán su oportunidad para espolear ese chovinismo del bienestar que puede hacer que emerjan nuevos apóstoles de la sociedad cerrada.
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