Por Tomás Eloy Martínez, escritor y periodista argentino. Acaba de ser galardonado con el Premio Ortega y Gasset de Periodismo a su trayectoria profesional. © 2009 Tomás Eloy Martínez. Distribuido por The New York Times Syndicate (EL PAÍS, 02/05/09):
Cuando estas líneas se publiquen se habrán enumerado en la Argentina ya todas las cualidades de Raúl Alfonsín, el ex presidente que murió de cáncer el 31 de marzo: su honestidad como gobernante, una virtud que los sucesores han vuelto más evidente; su vocación republicana, que lo llevó a librar peleas sin tregua contra la injerencia de la Iglesia en los asuntos del Estado, una de las cuales ganó al promover la ley de divorcio; su coraje para enjuiciar a los opresores que habían sido dueños del país y disponían aún de fuerza para proteger su impunidad.
Se habrán mencionado también sus errores: su penosa relación con el poder económico; las torpezas del pacto de Olivos, que intentaba fundar una república parlamentaria y sólo consiguió reforzar la omnipotencia presidencial y erosionar las instituciones. Ya se habrá dicho muchas veces, pero nunca las suficientes, que en su brújula no existió otro norte que consolidar la democracia recuperada en 1983 para que esa vez fuera la definitiva luego de cinco décadas de golpes de Estado.
Ninguno de los países del Cono Sur, igualmente asolados por las dictaduras del fin de la guerra fría, tuvo un juicio a los jefes militares como el que Alfonsín llevó adelante en la Argentina: una intervención ejemplar de los poderes del Estado para que nunca más se atropellaran los valores amparados por la Constitución.
Ese gesto, y su terca resistencia a la adversidad, dieron esperanza a los pueblos de Uruguay, Brasil y Chile que iban a recuperar sus libertades. Y al tiempo, amenazado por tres levantamientos militares, Alfonsín promovió las leyes de punto final y obediencia debida que la Corte Suprema declaró inconstitucionales años después.
La arrebatadora campaña presidencial de Alfonsín en octubre de 1983 fue acaso la última demostración espontánea de fe política, sin autobuses de alquiler cargados por rehenes de los caudillos regionales en busca de un viático, y sin la mediación decisiva de la televisión. Con esa campaña logró ganarle al peronismo por primera vez y por las buenas, allí donde años de torpe proscripción habían fallado. Tuvo entonces el maravilloso valor de llegar al corazón de los argentinos recordándoles cómo habían decidido formar una nación para buscar la paz y el progreso.
Sólo bastó que en esos días recitara el preámbulo de la Constitución para que su voz se convirtiera en un recuerdo entrañable, para rescatar el Estado de derecho que muchos habían despreciado ante los carnavales grotescos de Isabel Perón y su astrólogo, o las utopías de socialismo, cuando todavía estaba en pie el muro de Berlín. Al repetir una y otra vez la letanía del preámbulo, reivindicó el respeto por la voz de los otros y porel diálogo civilizado con los adversarios.
Ésas son las estampas que retendrá la historia. Yo quiero contribuir a su memoria con la narración de episodios menores que reflejan el envés de esas medallas pero que a la vez lo retratan de cuerpo entero.
Lo conocí en Caracas a mediados de 1981. Se hospedaba en la casa de su amigo Adolfo Gass, quien sería elegido senador por el radicalismo cuando regresó del exilio. Estaba en la cama, postrado por una gripe tropical, y no advertí en él nada que me impresionara. Su aspecto y su lenguaje parecían los de un hombre cualquiera, sin señales que revelaran el futuro presidencial que le auguraban tanto Gass como el matemático Manuel Sadosky, quien me había llevado a conocerlo.
Quizá porque la gripe lo decaía, no vi en el Alfonsín de entonces el brillo político que hacía falta para que los argentinos decidieran seguirlo, arrostrando la indiferencia y el miedo infundidos por el yugo autoritario. Les confié esas dudas a Gass y a Sadosky, y ambos coincidieron en que el Alfonsín de pijama que yo acababa de conocer, de apariencia tan gris y modesta, se agigantaba en las tribunas, en el Parlamento y en los discursos públicos. “Jamás se le olvida que la historia lo está mirando”, me dijo Gass, “y que la historia lleva la cuenta de todo lo que dice y hace”.
Volví a verlo en agosto de 1987, pocos meses después de las rebeliones carapintadas, ante las que había desoído el clamor de la multitud que lo apoyaba. Fui a visitarlo a la residencia presidencial de Olivos para anticiparle los temas generales de la entrevista que esa misma noche le haría por televisión. No puso el menor reparo a mis preguntas y me instó a interrogarlo con absoluta libertad.
“Sólo le ruego”, me dijo, “que si formula acusaciones contra mí o alguno de mis colaboradores esté seguro de que se apoyan en pruebas muy sólidas. Cuando se deslizan sospechas sobre la honestidad de un funcionario no hay defensa posible, porque la sospecha queda flotando en el aire y sigue manchando por mucho tiempo al más inocente de los inocentes”.
Nadie se atrevió a dudar jamás de su probidad, y así se fue, tan limpio como llegó.
Mientras nos despedíamos, le dije que seguía sin entender por qué había preferido parlamentar con los rebeldes carapintadas en vez de enfrentarlos acompañado por las 100.000 personas que repudiaban el golpe en la plaza de Mayo y se ofrecían a defender con sus vidas la democracia naciente.
“Si aceptábamos esa apuesta habríamos podido perder todo: la democracia y muchas vidas”, me replicó. “Pensé entonces cuál era mi deber ante la historia. Y no dudé”.
“Algo parecido respondió Perón en 1970″, le dije, “cuando le pregunté por qué, creyéndose más fuerte que los rebeldes en 1955, no había intentado defenderse”.
“No quise cargar sobre mi conciencia con un enorme derramamiento de sangre”, me explicó Perón. “Ésos son actos que no perdona la historia”.
Al presidente se le ensombreció la sonrisa y dejó que la luz del mediodía se llevara la cordialidad que había guiado nuestro diálogo. Esa noche, en los estudios de la televisión, volvió a ser el de siempre: agudo, veloz para las réplicas, certero al citar los índices económicos sin desviarlos ni una décima.
Cuando caminábamos por los pasillos hacia la salida me llevó aparte y me dijo con firmeza: “Me quedé pensando en su referencia de esta mañana. Quiero decirle que a mí Perón no me va a ganar la historia”.
De modo que ahí estaba, entonces, la historia, la invisible madre de todas las batallas. Perón se había encolerizado en Puerta de Hierro cuando le hice notar que Evita estaba llevándole ventaja en ese duelo ante la posteridad. Y ahora Alfonsín, sin cólera pero con el mismo énfasis, vaticinaba que la historia iba a preferirlo a él, que devolvió a la conciencia civil la noción de respeto a las instituciones republicanas, y no a Perón, quien permitió a la clase trabajadora integrarse a la vida política y económica.
Ahora que se van apagando las alabanzas y los reproches que suceden a las muertes, los grandes hombres se van quedando solos, a la espera de que la historia se pronuncie. A ella la eligieron como juez y le cedieron la última palabra.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Cuando estas líneas se publiquen se habrán enumerado en la Argentina ya todas las cualidades de Raúl Alfonsín, el ex presidente que murió de cáncer el 31 de marzo: su honestidad como gobernante, una virtud que los sucesores han vuelto más evidente; su vocación republicana, que lo llevó a librar peleas sin tregua contra la injerencia de la Iglesia en los asuntos del Estado, una de las cuales ganó al promover la ley de divorcio; su coraje para enjuiciar a los opresores que habían sido dueños del país y disponían aún de fuerza para proteger su impunidad.
Se habrán mencionado también sus errores: su penosa relación con el poder económico; las torpezas del pacto de Olivos, que intentaba fundar una república parlamentaria y sólo consiguió reforzar la omnipotencia presidencial y erosionar las instituciones. Ya se habrá dicho muchas veces, pero nunca las suficientes, que en su brújula no existió otro norte que consolidar la democracia recuperada en 1983 para que esa vez fuera la definitiva luego de cinco décadas de golpes de Estado.
Ninguno de los países del Cono Sur, igualmente asolados por las dictaduras del fin de la guerra fría, tuvo un juicio a los jefes militares como el que Alfonsín llevó adelante en la Argentina: una intervención ejemplar de los poderes del Estado para que nunca más se atropellaran los valores amparados por la Constitución.
Ese gesto, y su terca resistencia a la adversidad, dieron esperanza a los pueblos de Uruguay, Brasil y Chile que iban a recuperar sus libertades. Y al tiempo, amenazado por tres levantamientos militares, Alfonsín promovió las leyes de punto final y obediencia debida que la Corte Suprema declaró inconstitucionales años después.
La arrebatadora campaña presidencial de Alfonsín en octubre de 1983 fue acaso la última demostración espontánea de fe política, sin autobuses de alquiler cargados por rehenes de los caudillos regionales en busca de un viático, y sin la mediación decisiva de la televisión. Con esa campaña logró ganarle al peronismo por primera vez y por las buenas, allí donde años de torpe proscripción habían fallado. Tuvo entonces el maravilloso valor de llegar al corazón de los argentinos recordándoles cómo habían decidido formar una nación para buscar la paz y el progreso.
Sólo bastó que en esos días recitara el preámbulo de la Constitución para que su voz se convirtiera en un recuerdo entrañable, para rescatar el Estado de derecho que muchos habían despreciado ante los carnavales grotescos de Isabel Perón y su astrólogo, o las utopías de socialismo, cuando todavía estaba en pie el muro de Berlín. Al repetir una y otra vez la letanía del preámbulo, reivindicó el respeto por la voz de los otros y porel diálogo civilizado con los adversarios.
Ésas son las estampas que retendrá la historia. Yo quiero contribuir a su memoria con la narración de episodios menores que reflejan el envés de esas medallas pero que a la vez lo retratan de cuerpo entero.
Lo conocí en Caracas a mediados de 1981. Se hospedaba en la casa de su amigo Adolfo Gass, quien sería elegido senador por el radicalismo cuando regresó del exilio. Estaba en la cama, postrado por una gripe tropical, y no advertí en él nada que me impresionara. Su aspecto y su lenguaje parecían los de un hombre cualquiera, sin señales que revelaran el futuro presidencial que le auguraban tanto Gass como el matemático Manuel Sadosky, quien me había llevado a conocerlo.
Quizá porque la gripe lo decaía, no vi en el Alfonsín de entonces el brillo político que hacía falta para que los argentinos decidieran seguirlo, arrostrando la indiferencia y el miedo infundidos por el yugo autoritario. Les confié esas dudas a Gass y a Sadosky, y ambos coincidieron en que el Alfonsín de pijama que yo acababa de conocer, de apariencia tan gris y modesta, se agigantaba en las tribunas, en el Parlamento y en los discursos públicos. “Jamás se le olvida que la historia lo está mirando”, me dijo Gass, “y que la historia lleva la cuenta de todo lo que dice y hace”.
Volví a verlo en agosto de 1987, pocos meses después de las rebeliones carapintadas, ante las que había desoído el clamor de la multitud que lo apoyaba. Fui a visitarlo a la residencia presidencial de Olivos para anticiparle los temas generales de la entrevista que esa misma noche le haría por televisión. No puso el menor reparo a mis preguntas y me instó a interrogarlo con absoluta libertad.
“Sólo le ruego”, me dijo, “que si formula acusaciones contra mí o alguno de mis colaboradores esté seguro de que se apoyan en pruebas muy sólidas. Cuando se deslizan sospechas sobre la honestidad de un funcionario no hay defensa posible, porque la sospecha queda flotando en el aire y sigue manchando por mucho tiempo al más inocente de los inocentes”.
Nadie se atrevió a dudar jamás de su probidad, y así se fue, tan limpio como llegó.
Mientras nos despedíamos, le dije que seguía sin entender por qué había preferido parlamentar con los rebeldes carapintadas en vez de enfrentarlos acompañado por las 100.000 personas que repudiaban el golpe en la plaza de Mayo y se ofrecían a defender con sus vidas la democracia naciente.
“Si aceptábamos esa apuesta habríamos podido perder todo: la democracia y muchas vidas”, me replicó. “Pensé entonces cuál era mi deber ante la historia. Y no dudé”.
“Algo parecido respondió Perón en 1970″, le dije, “cuando le pregunté por qué, creyéndose más fuerte que los rebeldes en 1955, no había intentado defenderse”.
“No quise cargar sobre mi conciencia con un enorme derramamiento de sangre”, me explicó Perón. “Ésos son actos que no perdona la historia”.
Al presidente se le ensombreció la sonrisa y dejó que la luz del mediodía se llevara la cordialidad que había guiado nuestro diálogo. Esa noche, en los estudios de la televisión, volvió a ser el de siempre: agudo, veloz para las réplicas, certero al citar los índices económicos sin desviarlos ni una décima.
Cuando caminábamos por los pasillos hacia la salida me llevó aparte y me dijo con firmeza: “Me quedé pensando en su referencia de esta mañana. Quiero decirle que a mí Perón no me va a ganar la historia”.
De modo que ahí estaba, entonces, la historia, la invisible madre de todas las batallas. Perón se había encolerizado en Puerta de Hierro cuando le hice notar que Evita estaba llevándole ventaja en ese duelo ante la posteridad. Y ahora Alfonsín, sin cólera pero con el mismo énfasis, vaticinaba que la historia iba a preferirlo a él, que devolvió a la conciencia civil la noción de respeto a las instituciones republicanas, y no a Perón, quien permitió a la clase trabajadora integrarse a la vida política y económica.
Ahora que se van apagando las alabanzas y los reproches que suceden a las muertes, los grandes hombres se van quedando solos, a la espera de que la historia se pronuncie. A ella la eligieron como juez y le cedieron la última palabra.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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