Por Martín Alonso (EL CORREO DIGITAL, 12/05/09):
El pensamiento europeo del siglo XX, en particular el relacionado con la experiencia del nacionalsocialismo, puede arrojar luz sobre las vivencias de las víctimas del terrorismo en el País Vasco en el pasado y en el presente. El exilio, la persecución, la deshumanización, el estigma, la agresión contra la integridad, las heridas de la identidad, la invisibilidad o el desamparo son elementos reconocibles en nuestro propio espacio. Tales prácticas, inequívocamente totalitarias, arrancan de un presupuesto común: hacen superfluos a los seres humanos.
En el ‘I Encuentro sobre memoria y víctimas del terrorismo’, celebrado recientemente en Bilbao, ha quedado de manifiesto, como una de las principales aportaciones del pensamiento sobre el Holocausto, la que se refiere al valor moral de la víctima y a la consiguiente obligación de las sociedades concernidas de hacerse cargo de las implicaciones que de ello se derivan. En su misma concepción, la discusión sobre las víctimas del terrorismo desde el espejo del holocausto lleva implícita la finalidad de ensanchar el espacio simbólico de las víctimas y, por tanto, de disponer un entorno de reconocimiento de su dignidad moral. Este reconocimiento debe expresarse singularmente en la tarea de contar con las víctimas, de que sean consideradas siempre como fines.
La reflexión sobre el nazismo impone una exigencia lógica, la asunción de una delimitación clara entre las figuras de la víctima y del victimario; de ello se desprende el compromiso de las instituciones políticas y de la sociedad en general de condenar categóricamente la violencia ejercida contra las víctimas, sin atenuantes ni subterfugios sustentados en la neutralidad o la equivalencia. Esta desautorización incondicional de la violencia se inscribe en un plano transversal, en cuanto prepolítico o prepartidario, y es compatible con todas las preferencias ideológicas, políticas o partidarias que asuman el presupuesto moral básico enunciado de la denuncia categórica e incondicional de la violencia.
Entre las dimensiones del reconocimiento figura en lugar destacado la que se refiere a la contribución de la sociedad para que la víctima pueda reconfigurar una memoria y construir un relato que ayude a restaurar su dignidad violentada. La justicia, en cuanto opuesta a la impunidad, es una condición básica al respecto. A la sociedad corresponde el mantener viva la memoria de la ignominia como correlato del reconocimiento debido y como señal de la frontera moral que separa a las víctimas de los perpetradores. El paradigma del fundamentalismo étnico del nazismo permite concebir a las víctimas como un patrimonio colectivo, como una lección permanente de las derivas a las que ninguna sociedad puede sucumbir so pena de destruir los valores éticos y cívicos fundamentales. Es la lección del ‘Nunca más’.
Los supervivientes del nazismo se encontraron con el sufrimiento añadido de no ser en muchos casos bien recibidos al volver de los campos. No son la excepción aquellas víctimas del terrorismo que después de haber perdido a sus seres queridos siguen siendo objeto de diversas formas de estigmatización, por no hablar del reconocimiento antagónico de los victimarios, que renueva constantemente su dolor. De aquí se desprende una exigencia social imperiosa dirigida a eliminar cuanto antes y de forma terminante todas las prácticas de acoso, humillación, estigmatización, en definitiva, de atentados a su dignidad, como modo de ejercitar lo que se ha denominado justicia comunitaria. Si los supervivientes del nazismo se impusieron la obligación de testimoniar sobre lo pasado para combatir a negacionistas y revisionistas, aquí el compromiso del testigo no se reduce al deber de memoria sino que es militante y social; y no debe ser tarea de las víctimas sino principalmente de los agentes políticos, de las organizaciones cívicas y de la sociedad en su conjunto.
Los pensadores examinados en este Encuentro -Jean Améry, Hannah Arendt, Walter Benjamin, Primo Levi, Paul Ricoeur y Joseph Roth- se inscriben en las dos constelaciones comprometidas: la de los supervivientes y de los que se vieron forzados al exilio, pero también la de quienes, sin riesgo directo de sus vidas, se impusieron la tarea de indagar sobre la naturaleza de las ideologías totalitarias o de subrayar el deber de memoria respecto a lo ocurrido y las obligaciones para con las víctimas. Resulta inexcusable, desde la perspectiva del encuentro, mencionar las constelaciones que albergaron contribuciones intelectuales de muy otra especie: en primer lugar, la de quienes oficiaron de apóstoles del nazismo -cuyos homólogos son hoy estadísticamente insignificantes en el escenario vasco- y, luego, la muy abultada, en los dos supuestos, que alberga a quienes se instalan en la ceguera más o menos voluntaria, la indiferencia acomodaticia y un silencio protector frente a los rigores del miedo. El espejo del Holocausto muestra que la inhibición y la indiferencia constituyen actitudes incompatibles con la dignidad de las víctimas.
La reflexión sobre el nazismo ha puesto de manifiesto que el discurso fanático y sectario daña directa y principalmente a las víctimas, pero afecta subsidiariamente al tejido social completo en el que tienen lugar los procesos de deshumanización consiguientes, por lo que comporta de degradación ética del entorno en su conjunto. Como en todos los casos en que se hacen presentes, las prácticas de terror acaban quebrando la fábrica misma de la sociedad y degradando los soportes cívicos del comportamiento colectivo. La presencia de víctimas, amenazados y perseguidos es sentida como un baldón en todas las situaciones de esa naturaleza, pero especialmente en la de aquellas sociedades avanzadas, con un alto nivel de bienestar y con una conciencia del valor de los derechos humanos; esto último da cuenta de la incomodidad que genera la visión de la imagen propia reflejada en el espejo oscuro del nacionalsocialismo. Sin embargo, la vergüenza social no importa tanto en cuanto exponente de una afectividad negativa incapacitante, como cuanto estímulo y acicate para un trabajo cabal por la justicia y la paz inspirado en la solidaridad con las víctimas. Aquí encontrará un nuevo punto de apoyo el impulso de una acción colectiva reflexiva y decidida, para hacer frente a la persistencia del mal entre nosotros y para poner de relieve la responsabilidad moral de aquellos discursos y actitudes que no son consecuentes con el compromiso derivado del estado de cosas que acompaña a las prácticas de victimización.
El pensamiento europeo del siglo XX, en particular el relacionado con la experiencia del nacionalsocialismo, puede arrojar luz sobre las vivencias de las víctimas del terrorismo en el País Vasco en el pasado y en el presente. El exilio, la persecución, la deshumanización, el estigma, la agresión contra la integridad, las heridas de la identidad, la invisibilidad o el desamparo son elementos reconocibles en nuestro propio espacio. Tales prácticas, inequívocamente totalitarias, arrancan de un presupuesto común: hacen superfluos a los seres humanos.
En el ‘I Encuentro sobre memoria y víctimas del terrorismo’, celebrado recientemente en Bilbao, ha quedado de manifiesto, como una de las principales aportaciones del pensamiento sobre el Holocausto, la que se refiere al valor moral de la víctima y a la consiguiente obligación de las sociedades concernidas de hacerse cargo de las implicaciones que de ello se derivan. En su misma concepción, la discusión sobre las víctimas del terrorismo desde el espejo del holocausto lleva implícita la finalidad de ensanchar el espacio simbólico de las víctimas y, por tanto, de disponer un entorno de reconocimiento de su dignidad moral. Este reconocimiento debe expresarse singularmente en la tarea de contar con las víctimas, de que sean consideradas siempre como fines.
La reflexión sobre el nazismo impone una exigencia lógica, la asunción de una delimitación clara entre las figuras de la víctima y del victimario; de ello se desprende el compromiso de las instituciones políticas y de la sociedad en general de condenar categóricamente la violencia ejercida contra las víctimas, sin atenuantes ni subterfugios sustentados en la neutralidad o la equivalencia. Esta desautorización incondicional de la violencia se inscribe en un plano transversal, en cuanto prepolítico o prepartidario, y es compatible con todas las preferencias ideológicas, políticas o partidarias que asuman el presupuesto moral básico enunciado de la denuncia categórica e incondicional de la violencia.
Entre las dimensiones del reconocimiento figura en lugar destacado la que se refiere a la contribución de la sociedad para que la víctima pueda reconfigurar una memoria y construir un relato que ayude a restaurar su dignidad violentada. La justicia, en cuanto opuesta a la impunidad, es una condición básica al respecto. A la sociedad corresponde el mantener viva la memoria de la ignominia como correlato del reconocimiento debido y como señal de la frontera moral que separa a las víctimas de los perpetradores. El paradigma del fundamentalismo étnico del nazismo permite concebir a las víctimas como un patrimonio colectivo, como una lección permanente de las derivas a las que ninguna sociedad puede sucumbir so pena de destruir los valores éticos y cívicos fundamentales. Es la lección del ‘Nunca más’.
Los supervivientes del nazismo se encontraron con el sufrimiento añadido de no ser en muchos casos bien recibidos al volver de los campos. No son la excepción aquellas víctimas del terrorismo que después de haber perdido a sus seres queridos siguen siendo objeto de diversas formas de estigmatización, por no hablar del reconocimiento antagónico de los victimarios, que renueva constantemente su dolor. De aquí se desprende una exigencia social imperiosa dirigida a eliminar cuanto antes y de forma terminante todas las prácticas de acoso, humillación, estigmatización, en definitiva, de atentados a su dignidad, como modo de ejercitar lo que se ha denominado justicia comunitaria. Si los supervivientes del nazismo se impusieron la obligación de testimoniar sobre lo pasado para combatir a negacionistas y revisionistas, aquí el compromiso del testigo no se reduce al deber de memoria sino que es militante y social; y no debe ser tarea de las víctimas sino principalmente de los agentes políticos, de las organizaciones cívicas y de la sociedad en su conjunto.
Los pensadores examinados en este Encuentro -Jean Améry, Hannah Arendt, Walter Benjamin, Primo Levi, Paul Ricoeur y Joseph Roth- se inscriben en las dos constelaciones comprometidas: la de los supervivientes y de los que se vieron forzados al exilio, pero también la de quienes, sin riesgo directo de sus vidas, se impusieron la tarea de indagar sobre la naturaleza de las ideologías totalitarias o de subrayar el deber de memoria respecto a lo ocurrido y las obligaciones para con las víctimas. Resulta inexcusable, desde la perspectiva del encuentro, mencionar las constelaciones que albergaron contribuciones intelectuales de muy otra especie: en primer lugar, la de quienes oficiaron de apóstoles del nazismo -cuyos homólogos son hoy estadísticamente insignificantes en el escenario vasco- y, luego, la muy abultada, en los dos supuestos, que alberga a quienes se instalan en la ceguera más o menos voluntaria, la indiferencia acomodaticia y un silencio protector frente a los rigores del miedo. El espejo del Holocausto muestra que la inhibición y la indiferencia constituyen actitudes incompatibles con la dignidad de las víctimas.
La reflexión sobre el nazismo ha puesto de manifiesto que el discurso fanático y sectario daña directa y principalmente a las víctimas, pero afecta subsidiariamente al tejido social completo en el que tienen lugar los procesos de deshumanización consiguientes, por lo que comporta de degradación ética del entorno en su conjunto. Como en todos los casos en que se hacen presentes, las prácticas de terror acaban quebrando la fábrica misma de la sociedad y degradando los soportes cívicos del comportamiento colectivo. La presencia de víctimas, amenazados y perseguidos es sentida como un baldón en todas las situaciones de esa naturaleza, pero especialmente en la de aquellas sociedades avanzadas, con un alto nivel de bienestar y con una conciencia del valor de los derechos humanos; esto último da cuenta de la incomodidad que genera la visión de la imagen propia reflejada en el espejo oscuro del nacionalsocialismo. Sin embargo, la vergüenza social no importa tanto en cuanto exponente de una afectividad negativa incapacitante, como cuanto estímulo y acicate para un trabajo cabal por la justicia y la paz inspirado en la solidaridad con las víctimas. Aquí encontrará un nuevo punto de apoyo el impulso de una acción colectiva reflexiva y decidida, para hacer frente a la persistencia del mal entre nosotros y para poner de relieve la responsabilidad moral de aquellos discursos y actitudes que no son consecuentes con el compromiso derivado del estado de cosas que acompaña a las prácticas de victimización.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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