Por Fernando García de Cortázar (ABC, 17/05/09):
Ocurrió hace seis meses, y fuera de Alemania, apenas mereció la atención de unos pocos. A mí, sin embargo, la noticia del cierre definitivo del aeropuerto berlinés de Tempelhof me trajo un ovillo de imágenes descoloridas. Imágenes de otro tiempo, de otro mundo más lejano de lo que miden las cifras de los años. Imágenes de un mundo que ya sólo sobrevive, como algunas civilizaciones extinguidas, en unas pocas fechas, en algunos nombres, en selectivas conmemoraciones oficiales, más propensas al triunfalismo que a la comprensión.
Hoy monumento protegido, Tempelhof, inaugurado en 1923, ampliado en 1934 bajo el desfile de las cruces gamadas, no sólo es el mayor testimonio de la primera arquitectura del régimen nazi. También es un lugar que nos sorprende con el recuerdo de la Guerra Fría y de la incorporación de Alemania al bloque de las democracias occidentales.
La hora gloriosa del aeropuerto de Tempelhof llegó cuando Europa entera estaba en ruinas, y Alemania, carcomida de estigmas que no podían ocultarse, era un jirón repartido entre muchos. Fue durante los años que estremecían al escritor Albert Camus porque ya no parecía posible la persuasión, porque el hombre había quedado por entero a merced de la historia y no podía volverse hacia esa parte de sí mismo, tan auténtica como la parte histórica, que recupera la belleza del mundo y de los rostros.
Toda la discordia de los vencedores se concentraba entonces en un Berlín lleno de banderas extranjeras, anclado en medio del ejército rojo. En 1948, la democracia cristiana de Adenauer ganó las elecciones municipales en el Oeste. La respuesta inmediata del zar socialista fue el bloqueo de Berlín: la autopista que salvaba la distancia de la capital al Oeste quedó cerrada y Estados Unidos inició en Tempelhof el primer puente aéreo de la historia, que abasteció a los berlineses durante un año.
Fue, sin duda, el momento de mayor tirantez desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Hasta el aire parecía que estuviera en suspenso. También fue el precedente de la ruptura que dio origen, en 1961, al muro de Berlín: una barrera mortal, abierta en las carnes continentales, un parapeto físico e ideológico que durante largos años representó el esplendor del pánico nuclear, la histeria contra la disidencia y su consecuente acorralamiento, la claudicación moral de muchos y la apoteosis de la sospecha, el posibilismo de los idealistas y la astucia impasible de los espías.
Hay acontecimientos, secundarios en apariencia, que nos hacen recordar que el mundo en el que vivimos no es el mismo que aquel en el que crecimos. El cierre del aeropuerto de Tempelhof y los recientes preparativos alemanes para conmemorar el 20 aniversario de la caída del muro de Berlín pertenecen a ese tipo de acontecimientos. Ambos son reflejos de pasiones y dogmas, ideales y temores destruidos por el corrosivo ácido del tiempo. Ambos evocan un mundo que nació en 1945, entre los escombros de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, y desapareció en 1989, justo después de que soldados incrédulos contemplaran, sin disparar, cómo los más audaces de sus compatriotas se subían al muro prohibido de Berlín.
La Guerra Fría terminó ese jubiloso día de champagne y lágrimas. Hace ya dos décadas. Curiosamente, el futuro más anacrónico, más soñado y más sombríamente fracasado del siglo XX comenzó a hundirse tan sólo un año después de que muriera en Moscú el agente doble más famoso de la centuria: el británico Kim Philby, que combinó el placer de vivir en el mundo libre con la oscura satisfacción de trabajar en secreto para destruirlo. Hoy, los Philby o los personajes de las novelas de Le Carré, nos parecen dinosaurios de un pasado que se ha vuelto mucho más remoto que cualquiera de los futuros de la vieja ciencia ficción. Además, ahora podemos saber que, en realidad, no hubo ningún peligro de guerra mundial. Nada parecido a la delirante agresividad del Tercer Reich o a las exigencias expansionistas del Japón militarizado de los años treinta.
Al final, no hubo apocalipsis. El mundo en peligro, pero estable, de la Guerra Fría, dio paso a un nuevo orden mundial con el solitario Estados Unidos al frente del planeta, un planeta más difícil de entender y controlar.
Hoy ya no hay nada parecido a la amenaza mutua indefinida. Las promesas de apoyo a la democracia tampoco están limitadas por el riesgo de una guerra nuclear o incluso por una confrontación de grandes potencias. Pero el impulso de desarme que marcó los últimos años de la Guerra Fría ha perdido toda su fuerza. Francia, Gran Bretaña, China, India o Pakistán ya demostraron en su día que los secretos nucleares son los peores guardados. Hoy, el alivio con que asistíamos a las cumbres donde las dos grandes superpotencias negociaban un tímido desarme, se ha convertido en un suspiro de preocupación ante la continuidad de la carrera nuclear en otras manos y en otras decisiones. La apuesta desafiante de Irán y Corea del Norte o el destino de las bombas paquistaníes en un eventual desmoronamiento del Estado produce escalofríos en Washington y en cualquier gobierno responsable de Europa.
Los problemas actuales son inquietantes. Y aún más inquietante me parece el convencimiento de que el pasado no tiene nada de interés que enseñarnos; la inclinación a negar cualquier lección de la historia reciente y proclamar que todo lo que tenemos que aprender del pasado consiste en no repetirlo.
La Guerra Fría se libró en muchos frentes, no todos geográficos, y uno de ellos, probablemente el menos cinematográfico, el menos novelístico, fue el de las palabras. A este respecto, puede enseñarnos algo sobre las imposturas ideológicas, pues la batalla dialéctica entre el Este totalitario y el Oeste democrático privó a muchos de libertad de juicio, incluso les impidió ver y hablar con claridad. Si la izquierda americana, en palabras de Orson Wells, traicionó sus ideales para salvar sus piscinas, parte de la europea hizo algo aún peor: renunciar a la verdad, afirmar que la verdad sólo debe decirse en ciertos momentos, y a ciertas personas, y a causa de ciertos motivos.
¿Acaso no vemos hoy parecidos ejercicios de impostura, de cinismo? ¿Acaso los liberales estadounidenses no cubrieron con una hoja de parra ética las brutales políticas de Bush? ¿Acaso parte de la inteligencia europea, tan sensible ante Guantánamo o a las opiniones del Papa, no cierra los ojos, por ejemplo, ante la aterradora tiranía del régimen iraní, una jaula fanatizada por el integrismo religioso?
Tempelhof es un resto arqueológico de la Guerra Fría, un mundo ajeno al nuestro, condenado a las conmemoraciones y las efemérides, un mundo, hoy por hoy, desaparecido. De ese mundo, sin embargo, nos quedan algunas lecciones valiosas, poco regocijantes, lecciones que hemos olvidado o aún no hemos sido capaces de aprender: a saber, que lo más alarmante no son los discursos solemnes de los fanáticos ni el temible poder de los tenaces inquisidores, sino la doble moral de quienes deben constituir el más firme apoyo de la libertad, el desprecio de la inteligencia, la falta de interés por contar la verdad, la renuncia a ver lo que sí se ve.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Ocurrió hace seis meses, y fuera de Alemania, apenas mereció la atención de unos pocos. A mí, sin embargo, la noticia del cierre definitivo del aeropuerto berlinés de Tempelhof me trajo un ovillo de imágenes descoloridas. Imágenes de otro tiempo, de otro mundo más lejano de lo que miden las cifras de los años. Imágenes de un mundo que ya sólo sobrevive, como algunas civilizaciones extinguidas, en unas pocas fechas, en algunos nombres, en selectivas conmemoraciones oficiales, más propensas al triunfalismo que a la comprensión.
Hoy monumento protegido, Tempelhof, inaugurado en 1923, ampliado en 1934 bajo el desfile de las cruces gamadas, no sólo es el mayor testimonio de la primera arquitectura del régimen nazi. También es un lugar que nos sorprende con el recuerdo de la Guerra Fría y de la incorporación de Alemania al bloque de las democracias occidentales.
La hora gloriosa del aeropuerto de Tempelhof llegó cuando Europa entera estaba en ruinas, y Alemania, carcomida de estigmas que no podían ocultarse, era un jirón repartido entre muchos. Fue durante los años que estremecían al escritor Albert Camus porque ya no parecía posible la persuasión, porque el hombre había quedado por entero a merced de la historia y no podía volverse hacia esa parte de sí mismo, tan auténtica como la parte histórica, que recupera la belleza del mundo y de los rostros.
Toda la discordia de los vencedores se concentraba entonces en un Berlín lleno de banderas extranjeras, anclado en medio del ejército rojo. En 1948, la democracia cristiana de Adenauer ganó las elecciones municipales en el Oeste. La respuesta inmediata del zar socialista fue el bloqueo de Berlín: la autopista que salvaba la distancia de la capital al Oeste quedó cerrada y Estados Unidos inició en Tempelhof el primer puente aéreo de la historia, que abasteció a los berlineses durante un año.
Fue, sin duda, el momento de mayor tirantez desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Hasta el aire parecía que estuviera en suspenso. También fue el precedente de la ruptura que dio origen, en 1961, al muro de Berlín: una barrera mortal, abierta en las carnes continentales, un parapeto físico e ideológico que durante largos años representó el esplendor del pánico nuclear, la histeria contra la disidencia y su consecuente acorralamiento, la claudicación moral de muchos y la apoteosis de la sospecha, el posibilismo de los idealistas y la astucia impasible de los espías.
Hay acontecimientos, secundarios en apariencia, que nos hacen recordar que el mundo en el que vivimos no es el mismo que aquel en el que crecimos. El cierre del aeropuerto de Tempelhof y los recientes preparativos alemanes para conmemorar el 20 aniversario de la caída del muro de Berlín pertenecen a ese tipo de acontecimientos. Ambos son reflejos de pasiones y dogmas, ideales y temores destruidos por el corrosivo ácido del tiempo. Ambos evocan un mundo que nació en 1945, entre los escombros de los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, y desapareció en 1989, justo después de que soldados incrédulos contemplaran, sin disparar, cómo los más audaces de sus compatriotas se subían al muro prohibido de Berlín.
La Guerra Fría terminó ese jubiloso día de champagne y lágrimas. Hace ya dos décadas. Curiosamente, el futuro más anacrónico, más soñado y más sombríamente fracasado del siglo XX comenzó a hundirse tan sólo un año después de que muriera en Moscú el agente doble más famoso de la centuria: el británico Kim Philby, que combinó el placer de vivir en el mundo libre con la oscura satisfacción de trabajar en secreto para destruirlo. Hoy, los Philby o los personajes de las novelas de Le Carré, nos parecen dinosaurios de un pasado que se ha vuelto mucho más remoto que cualquiera de los futuros de la vieja ciencia ficción. Además, ahora podemos saber que, en realidad, no hubo ningún peligro de guerra mundial. Nada parecido a la delirante agresividad del Tercer Reich o a las exigencias expansionistas del Japón militarizado de los años treinta.
Al final, no hubo apocalipsis. El mundo en peligro, pero estable, de la Guerra Fría, dio paso a un nuevo orden mundial con el solitario Estados Unidos al frente del planeta, un planeta más difícil de entender y controlar.
Hoy ya no hay nada parecido a la amenaza mutua indefinida. Las promesas de apoyo a la democracia tampoco están limitadas por el riesgo de una guerra nuclear o incluso por una confrontación de grandes potencias. Pero el impulso de desarme que marcó los últimos años de la Guerra Fría ha perdido toda su fuerza. Francia, Gran Bretaña, China, India o Pakistán ya demostraron en su día que los secretos nucleares son los peores guardados. Hoy, el alivio con que asistíamos a las cumbres donde las dos grandes superpotencias negociaban un tímido desarme, se ha convertido en un suspiro de preocupación ante la continuidad de la carrera nuclear en otras manos y en otras decisiones. La apuesta desafiante de Irán y Corea del Norte o el destino de las bombas paquistaníes en un eventual desmoronamiento del Estado produce escalofríos en Washington y en cualquier gobierno responsable de Europa.
Los problemas actuales son inquietantes. Y aún más inquietante me parece el convencimiento de que el pasado no tiene nada de interés que enseñarnos; la inclinación a negar cualquier lección de la historia reciente y proclamar que todo lo que tenemos que aprender del pasado consiste en no repetirlo.
La Guerra Fría se libró en muchos frentes, no todos geográficos, y uno de ellos, probablemente el menos cinematográfico, el menos novelístico, fue el de las palabras. A este respecto, puede enseñarnos algo sobre las imposturas ideológicas, pues la batalla dialéctica entre el Este totalitario y el Oeste democrático privó a muchos de libertad de juicio, incluso les impidió ver y hablar con claridad. Si la izquierda americana, en palabras de Orson Wells, traicionó sus ideales para salvar sus piscinas, parte de la europea hizo algo aún peor: renunciar a la verdad, afirmar que la verdad sólo debe decirse en ciertos momentos, y a ciertas personas, y a causa de ciertos motivos.
¿Acaso no vemos hoy parecidos ejercicios de impostura, de cinismo? ¿Acaso los liberales estadounidenses no cubrieron con una hoja de parra ética las brutales políticas de Bush? ¿Acaso parte de la inteligencia europea, tan sensible ante Guantánamo o a las opiniones del Papa, no cierra los ojos, por ejemplo, ante la aterradora tiranía del régimen iraní, una jaula fanatizada por el integrismo religioso?
Tempelhof es un resto arqueológico de la Guerra Fría, un mundo ajeno al nuestro, condenado a las conmemoraciones y las efemérides, un mundo, hoy por hoy, desaparecido. De ese mundo, sin embargo, nos quedan algunas lecciones valiosas, poco regocijantes, lecciones que hemos olvidado o aún no hemos sido capaces de aprender: a saber, que lo más alarmante no son los discursos solemnes de los fanáticos ni el temible poder de los tenaces inquisidores, sino la doble moral de quienes deben constituir el más firme apoyo de la libertad, el desprecio de la inteligencia, la falta de interés por contar la verdad, la renuncia a ver lo que sí se ve.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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