Por Raúl González Zorrilla, periodista y autor de Terrorismo y posmodernidad, Editorial Tilde (EL CORREO DIGITAL, 02/05/09):
‘Gestión de la Información: una propuesta’. Este informe ya histórico fue la semilla que, en marzo de 1989, dio el impulso definitivo al nacimiento de lo que hoy es Internet. El trabajo había sido desarrollado por Tim Berners-Lee, un informático hasta entonces desconocido del Centro Europeo de Investigaciones Nucleares (CERN), y el objetivo del mismo era muy modesto: permitir que los científicos, aunque se hallaran en diferentes lugares, pudieran mantenerse en contacto y compartir sus conocimientos. La respuesta del superior de Tim Berners-Lee al planteamiento desarrollado por éste fue muy escueta: «Vague, but interesting» («Poco preciso, pero interesante»).
Hoy, Internet no solamente ha alterado las reglas generales de la partida sino que, sobre todo, ha cambiado el mundo en el que se lleva a cabo el juego. La Red se ha convertido en la malla universal sobre la que se asienta nuestro planeta globalizado, es el entramado sobre el que se sostienen las finanzas mundiales y es ya la principal herramienta de comunicación entre los seres humanos. Internet ha modificado radicalmente el funcionamiento de algunos sectores económicos, ha sido el instrumento crucial que ha permitido la aparición de cientos de miles de empresas dedicadas a las nuevas tecnologías, ha volteado los medios de comunicación de un modo que todavía no somos capaces de valorar, ha mutado radicalmente nuestra forma de entender la realidad y de acceder a la misma, y, sobre todo, ha transformado profundamente la forma de asentarnos en el mundo y la manera de (re)encontrarnos con los demás. La radicalidad de estos cambios se pone de manifiesto en dos datos rotundos: en veinte años, las nuevas tecnologías se han convertido, directa o indirectamente, en las artífices del 7% del PIB global, según estudios del Banco Mundial, mientras que los servidores que se necesitan para que Internet funcione correctamente consumieron en 2008 el 1% de la energía total producida en el planeta.
Toda tecnología lo suficientemente poderosa crea su propia ideología. Las dos primeras y únicas grandes revoluciones industriales que ha vivido la Humanidad hasta la fecha, asociadas en un primer caso a la invención e implantación de la máquina de vapor (XVIII-XIX), y, posteriormente, al desarrollo de las industrias química, eléctrica, del petróleo y del acero (1870-1920), se acompañaron de un capitalismo bronco, de unas democracias débiles y de movimientos totalitarios feroces que marcaron la primera mitad del siglo XX y que fueron el germen de la Segunda Guerra Mundial.
En este sentido, Internet en particular, y las nuevas tecnologías en general, están definiendo también su propio y trascendental nuevo paradigma. Se trata de un incipiente marco ideológico que bosqueja los valores que configurarán, que están configurando ya, el nuevo orden mundial que ha de nacer tras identificar con nitidez los principales desafíos a los que se enfrentará el planeta en las próximas décadas. Y los retos son, según lo que puede concluirse de una lectura atenta de la Declaración Final realizada el pasado 2 de abril por los líderes de los países que conforman el G-20, bastante claros: la reformulación del sistema capitalista; la lucha contra la crisis energética que se agravará según vayan disminuyendo las reservas de combustibles fósiles; la unión de voluntades para enfrentarse al deterioro ecológico planetario; las estrategias que han de desarrollarse para luchar contra la pobreza y la superpoblación mundiales, y el diseño de una nueva red de instituciones globales que releven a los inoperantes y anacrónicos organismos supranacionales surgidos en las primeras décadas del pasado siglo. Todo esto sin olvidar la urgencia de diseñar efectivos mecanismos de protección contra los nuevos enemigos del progreso y la libertad que surgieron con fuerza tras la caída de la antigua URSS y especialmente después de los atentados del 11 de Septiembre de 2001: el terrorismo global, los Estados fallidos, los múltiples movimientos integristas que asolan el mundo; el narcoterror; el amplio abanico de irracionalismos, tanto laicos como religiosos, que se extiende por doquier, y, por supuesto, la amenaza totalitaria siempre presente en determinadas regiones estratégicas del mundo.
Enfrentar con éxito estos retos va a exigir, en algunas ocasiones, la puesta en marcha de códigos éticos innovadores y, en otros casos, de la reescritura de formulaciones morales que ya se urdieron, por ejemplo, en la Declaración de Derechos Humanos de 1945. Pero, en cualquier caso, hay una cosa que parece segura: el nuevo orden mundial que está naciendo en los albores de este siglo XXI habrá de asentarse, horizontalmente, sobre las personas y los ciudadanos, y sobre tendencias predominantes en los seres humanos cuando éstos interactúan de individuo a individuo, como la colaboración, la creatividad, la formación, el aprendizaje permanente, la emoción inteligente, la adaptación constante a los cambios, la apuesta por el conocimiento, el diálogo, la cooperación, los intereses compartidos, el respeto y el reconocimiento de los otros. Esencialmente, se trata de valores líquidos, vaporosos, sedosos y sin aristas, que han encontrado su mejor hábitat en las nuevas tecnologías, puntas de lanza del conocimiento y la racionalidad, y que se implantan, se desarrollan, se comparten y se expanden especialmente bien a través de la Red, conformando lo que en las relaciones internacionales se conoce con el nombre de ’softpower’ (’poder blando’). Todos ellos se contraponen, radicalmente, con elementos referenciales más propios de tiempos pasados y de otras herramientas, máquinas y tecnologías que, basadas en la fuerza bruta y en los esfuerzos físicos al límite, construyeron el mundo que se nos está licuando en las manos, y que se regía por intangibles más pesados y aplastantes, ligados a macroinstituciones y a emporios industriales multinacionales hoy dramáticamente tambaleantes, como la competitividad sin freno, la gestión vertical, las visiones monolíticas, los monólogos, las propuestas cerradas, la depredación de recursos, la ocupación agresiva de los espacios, tanto públicos como privados, o las decisiones férreamente impuestas.
Todos somos más hijos de nuestra época que de nuestros padres y, por ello, el mundo distinto y novedoso que se está conformando sobre el desarrollo exponencial de Internet y las nuevas tecnologías comienza a definir un nuevo tipo de sociedades y de ciudadanos que están dando ya luz a un cúmulo de acontecimientos cruciales, trascendentales y espectaculares que no han hecho más que comenzar: de Barack Obama a la refundación del capitalismo propuesta por el G-20, pasando por la vorágine de cambios provocados por los países BRIC (Brasil, Rusia, India y China), por la implosión Youtube o por la generación Facebook, todo habla de un nuevo mundo. Un mundo que será en red y con las características de la Red. O no será.
‘Gestión de la Información: una propuesta’. Este informe ya histórico fue la semilla que, en marzo de 1989, dio el impulso definitivo al nacimiento de lo que hoy es Internet. El trabajo había sido desarrollado por Tim Berners-Lee, un informático hasta entonces desconocido del Centro Europeo de Investigaciones Nucleares (CERN), y el objetivo del mismo era muy modesto: permitir que los científicos, aunque se hallaran en diferentes lugares, pudieran mantenerse en contacto y compartir sus conocimientos. La respuesta del superior de Tim Berners-Lee al planteamiento desarrollado por éste fue muy escueta: «Vague, but interesting» («Poco preciso, pero interesante»).
Hoy, Internet no solamente ha alterado las reglas generales de la partida sino que, sobre todo, ha cambiado el mundo en el que se lleva a cabo el juego. La Red se ha convertido en la malla universal sobre la que se asienta nuestro planeta globalizado, es el entramado sobre el que se sostienen las finanzas mundiales y es ya la principal herramienta de comunicación entre los seres humanos. Internet ha modificado radicalmente el funcionamiento de algunos sectores económicos, ha sido el instrumento crucial que ha permitido la aparición de cientos de miles de empresas dedicadas a las nuevas tecnologías, ha volteado los medios de comunicación de un modo que todavía no somos capaces de valorar, ha mutado radicalmente nuestra forma de entender la realidad y de acceder a la misma, y, sobre todo, ha transformado profundamente la forma de asentarnos en el mundo y la manera de (re)encontrarnos con los demás. La radicalidad de estos cambios se pone de manifiesto en dos datos rotundos: en veinte años, las nuevas tecnologías se han convertido, directa o indirectamente, en las artífices del 7% del PIB global, según estudios del Banco Mundial, mientras que los servidores que se necesitan para que Internet funcione correctamente consumieron en 2008 el 1% de la energía total producida en el planeta.
Toda tecnología lo suficientemente poderosa crea su propia ideología. Las dos primeras y únicas grandes revoluciones industriales que ha vivido la Humanidad hasta la fecha, asociadas en un primer caso a la invención e implantación de la máquina de vapor (XVIII-XIX), y, posteriormente, al desarrollo de las industrias química, eléctrica, del petróleo y del acero (1870-1920), se acompañaron de un capitalismo bronco, de unas democracias débiles y de movimientos totalitarios feroces que marcaron la primera mitad del siglo XX y que fueron el germen de la Segunda Guerra Mundial.
En este sentido, Internet en particular, y las nuevas tecnologías en general, están definiendo también su propio y trascendental nuevo paradigma. Se trata de un incipiente marco ideológico que bosqueja los valores que configurarán, que están configurando ya, el nuevo orden mundial que ha de nacer tras identificar con nitidez los principales desafíos a los que se enfrentará el planeta en las próximas décadas. Y los retos son, según lo que puede concluirse de una lectura atenta de la Declaración Final realizada el pasado 2 de abril por los líderes de los países que conforman el G-20, bastante claros: la reformulación del sistema capitalista; la lucha contra la crisis energética que se agravará según vayan disminuyendo las reservas de combustibles fósiles; la unión de voluntades para enfrentarse al deterioro ecológico planetario; las estrategias que han de desarrollarse para luchar contra la pobreza y la superpoblación mundiales, y el diseño de una nueva red de instituciones globales que releven a los inoperantes y anacrónicos organismos supranacionales surgidos en las primeras décadas del pasado siglo. Todo esto sin olvidar la urgencia de diseñar efectivos mecanismos de protección contra los nuevos enemigos del progreso y la libertad que surgieron con fuerza tras la caída de la antigua URSS y especialmente después de los atentados del 11 de Septiembre de 2001: el terrorismo global, los Estados fallidos, los múltiples movimientos integristas que asolan el mundo; el narcoterror; el amplio abanico de irracionalismos, tanto laicos como religiosos, que se extiende por doquier, y, por supuesto, la amenaza totalitaria siempre presente en determinadas regiones estratégicas del mundo.
Enfrentar con éxito estos retos va a exigir, en algunas ocasiones, la puesta en marcha de códigos éticos innovadores y, en otros casos, de la reescritura de formulaciones morales que ya se urdieron, por ejemplo, en la Declaración de Derechos Humanos de 1945. Pero, en cualquier caso, hay una cosa que parece segura: el nuevo orden mundial que está naciendo en los albores de este siglo XXI habrá de asentarse, horizontalmente, sobre las personas y los ciudadanos, y sobre tendencias predominantes en los seres humanos cuando éstos interactúan de individuo a individuo, como la colaboración, la creatividad, la formación, el aprendizaje permanente, la emoción inteligente, la adaptación constante a los cambios, la apuesta por el conocimiento, el diálogo, la cooperación, los intereses compartidos, el respeto y el reconocimiento de los otros. Esencialmente, se trata de valores líquidos, vaporosos, sedosos y sin aristas, que han encontrado su mejor hábitat en las nuevas tecnologías, puntas de lanza del conocimiento y la racionalidad, y que se implantan, se desarrollan, se comparten y se expanden especialmente bien a través de la Red, conformando lo que en las relaciones internacionales se conoce con el nombre de ’softpower’ (’poder blando’). Todos ellos se contraponen, radicalmente, con elementos referenciales más propios de tiempos pasados y de otras herramientas, máquinas y tecnologías que, basadas en la fuerza bruta y en los esfuerzos físicos al límite, construyeron el mundo que se nos está licuando en las manos, y que se regía por intangibles más pesados y aplastantes, ligados a macroinstituciones y a emporios industriales multinacionales hoy dramáticamente tambaleantes, como la competitividad sin freno, la gestión vertical, las visiones monolíticas, los monólogos, las propuestas cerradas, la depredación de recursos, la ocupación agresiva de los espacios, tanto públicos como privados, o las decisiones férreamente impuestas.
Todos somos más hijos de nuestra época que de nuestros padres y, por ello, el mundo distinto y novedoso que se está conformando sobre el desarrollo exponencial de Internet y las nuevas tecnologías comienza a definir un nuevo tipo de sociedades y de ciudadanos que están dando ya luz a un cúmulo de acontecimientos cruciales, trascendentales y espectaculares que no han hecho más que comenzar: de Barack Obama a la refundación del capitalismo propuesta por el G-20, pasando por la vorágine de cambios provocados por los países BRIC (Brasil, Rusia, India y China), por la implosión Youtube o por la generación Facebook, todo habla de un nuevo mundo. Un mundo que será en red y con las características de la Red. O no será.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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