Por Gianni Vattimo, filósofo. Este texto es un extracto del publicado en el número de la revista italiana Micromega dedicado íntegramente al caso de Eluana Englaro. Traducción de Carlos Gumpert (EL PAÍS, 10/05/09):
Pues bien, he de confesarlo: hace seis años estuve a punto de convertirme en asesino de una persona consintiente, o, por lo menos, en cómplice de un suicido asistido. A mi compañero de entonces (desde hacía más de 20 años) le descubrieron un cáncer en un pulmón, inoperable y bastante avanzado ya. Él, Sergio, había perdido a una hermana a causa de un tumor unos años antes: la había visto apagarse lentamente con creciente desesperación. Y no quería acabar sus días de la misma manera. Como ambos conocíamos ya los movimientos alentados por el Partido Radical que afrontaban el problema de la eutanasia, nos informamos sobre la forma de proceder, llegado el caso.
Antes que nada, nos inscribimos en la asociación Dignitas, que tiene su sede en Suiza, y que promete ayuda en situaciones como ésa. Hablamos también con médicos amigos que nos prometieron ayudar a Sergio a terminar sus días sin excesivo dolor, físico o psicológico. Es algo que suele hacerse normalmente, sólo que es mejor no mencionarlo. Y, naturalmente, puede hacerse sólo si se “conoce” a alguien. Un desgraciado que no tenga contactos entre médicos o en hospitales, difícilmente lo conseguirá.
Como segundo paso, intentamos encontrar también una conexión en Holanda, donde sabemos, o creemos saber, que la eutanasia se practica con menos obstáculos legales. Tenemos la suerte de encontrar a un excelente oncólogo italiano que trabaja en Amsterdam; él también nos promete que acompañará a Sergio en un tránsito decoroso y amigable. Pero nos hace probar un nuevo fármaco que podría funcionar. Son semanas de ansiedad, entre febrero y marzo; yendo y viniendo de Turín a Amsterdam, y no únicamente para preparar la eutanasia, sino también, y sobre todo, para intentar la curación. Nos convertimos en habitués de un gran hotel, el Le Grand, carísimo, pero nos comportamos ya como quienes no tienen que preocuparse en exceso por ahorrar, visto el futuro que aguarda a Sergio.
Con esa misma lógica de final de vida, decidimos realizar un último viaje a Estados Unidos: Sergio, que es historiador del arte, quiere ver algunas cosas que en los viajes precedentes no habíamos visto: el nuevo Museo de Artes orientales, en San Francisco, y la Casa de la Cascada de Wright. Lo que llegó a haber, en el ámbito emotivo, en el curso de aquellos dos meses de desesperada zozobra (el cáncer descubierto a primeros de febrero, la muerte que llega el 20 de abril), hoy no soy capaz ni siquiera de volver a sentirlo.
No es sólo el cáncer de Sergio. Entre 1986 a 1992 transcurrieron los seis últimos años de vida de mi otro compañero, Gianpiero, que enfermó de sida y pasó por todas las dramáticas etapas que en aquellos años constituían aún el calvario inevitable de todos los enfermos de VIH, por más que hoy (¡no en África, Santidad!) se sobreviva mucho más e infinitamente mejor. También en aquella ocasión me vi abocado al problema de la eutanasia, o algo parecido.
La noche del domingo de Pascua de 1992, Gianpiero se atiborró de Gardenal para acabar con su vida. Sergio y yo nos lo encontramos en coma a la mañana siguiente, y tuvimos que decidir si dejar que se nos fuera o no. Decidimos llamar a una ambulancia. En los meses sucesivos, Gianpiero admite que aún sigue estando de buena gana en el mundo, aunque no sea más que para ver juntos algunas películas, hacer que yo le lea el magnífico Los tesoros de Poynton, de Henry James, escribir las primeras páginas de un ensayo crítico sobre Sandor Márai, ir (en silla de ruedas ya) a dar de comer a la colonia de gatos que vive en el patio del hospital donde al final morirá.
Indudablemente, cuando pienso en la eutanasia, no puedo dejar de recordar de manera especial esos escasos meses de “suplemento” de vida que impuse a mi compañero, y que -no sé si únicamente por consolarme- me dijo siempre que había vivido de buena gana. ¿Se trata, sin embargo, de una objeción decisiva para mi convencida convicción pro eutanasia? ¿Hubiera debido dejar tal vez que su suicidio de Pascua se consumara? Y hoy, ¿qué haría?
Eran éstos los pensamientos que tenía en la cabeza cuando, en 2003, discutía con Sergio sobre su voluntad de desaparecer antes de que el cáncer lo devastara. Tengo que decir que guardo gratitud a Dios o a quien en su lugar hizo que Sergio se me fuera al final de forma “natural” en el avión que nos devolvía a Europa para ir a Amsterdam, y también por seguir llevando aún la “culpa” (Sergio tenía 20 años menos que yo; Gianpiero, 13) de seguir estando vivo.
¿Será acaso una muestra de cinismo el hecho de que cuente ahora estas cosas? No lo sé, pero siento como un deber hacia ellos el seguir hablando. Incluso ahora, en estas circunstancias de debate “político”.
Sé perfectamente que el caso de Eluana Englaro y de la lucha de su padre es muy distinto. Pero en muchos sentidos es también absolutamente igual. En primer lugar, por lo siguiente: no le habría permitido a nadie que me calificara como asesino si hubiera dejado morir a Gianpiero cuando éste lo había decidido, y si hubiera acompañado a Sergio a Amsterdam. No hubiera creído jamás, como no creo ahora, en la “buena fe” de los perros rabiosos, laicos o clericales, que se han lanzado sobre el cuerpo ya sólo definitivamente vegetativo de esa pobre muchacha del Friuli.
No me he vuelto un “cínico” en estos años que han pasado desde mis “tentaciones” eutanásicas. Por fin he abierto los ojos. Acerca del significado de la misteriosa palabra biopoder, que me parece el término menos inadecuado para describir las vicisitudes que tuvieron lugar en el Parlamento italiano a propósito del testamento biológico, que sería mejor denominar zoológico, dada la concepción de la vida que lo sustenta: sólo supervivencia física, pienses lo que pienses acerca de tu bios, de tu existencia humana hecha de pensamientos, relaciones, expectativas. La sonda es la única respuesta.
El protagonismo de la Iglesia católica en la defensa de la “sacralidad” de la vida ha sido para mí el elemento más significativo del caso Englaro. Es cierto que, incluyendo las últimas afirmaciones acerca del preservativo, las cosas que han dicho el Papa y los obispos en los últimos tiempos no suponen novedad alguna respecto a la doctrina católica más tradicional.
La cuestión, probablemente, es que a estas alturas -frente a las inaceptables tomas de posición vaticanas sobre el preservativo; frente a la niña brasileña o a sus médicos excomulgados por un aborto; frente al perdón concedido por Benedicto XVI al obispo lefebvriano negacionista; frente a la pretensión de imponer que la sonda no es una terapia; y, antes, frente a las abundantes y vergonzosas defensas de sacerdotes pedófilos- a todo el mundo se le hace difícil pensar que se trate de errores cometidos de buena fe por una jerarquía demasiado tradicionalista, o por un Papa un tanto torpe o incluso simplemente mal informado. La jerarquía católica no puede seguir contando con la resignada anuencia de un “pueblo de Dios” que se pregunta cada vez con mayor frecuencia si no será hora ya de poner en discusión a la propia Iglesia en su estructura jerárquica, que se convierte, no ya en un sostén para la fe, sino en un escándalo continuo y un obstáculo para escuchar el Evangelio.
Para mí, el caso Englaro ha resultado decisivo para poder darme cuenta de la definitiva necesidad de distanciarme de la Iglesia católica, a la que creía amar incluso por encima de las numerosas inmoralidades que constelan su historia antigua y reciente. La complicidad de la Iglesia con el biopoder que se transforma en zoopoder sobre las vidas y que parece destinado a destruir, y no sólo en Italia, toda huella de la esperanza de democracia y de emancipación humana, nunca me ha resultado tan clara como en las últimas tomas de posición vaticanas acerca de temas bioéticos.
¿Qué tiene que ver el caso de Eluana con mis relaciones de creyente cristiano con la Iglesia romana? ¿Me alejo de la Iglesia para vengar a Eluana? ¿Es un asunto de rabia privada, de mera indignación que debería saber controlar? No, soy consciente de que se trata de mucho más: es la ocasión providencial -un momento de gracia- en el que me percato por fin de que la Iglesia como estructura histórica merece, evangélicamente, desaparecer.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Pues bien, he de confesarlo: hace seis años estuve a punto de convertirme en asesino de una persona consintiente, o, por lo menos, en cómplice de un suicido asistido. A mi compañero de entonces (desde hacía más de 20 años) le descubrieron un cáncer en un pulmón, inoperable y bastante avanzado ya. Él, Sergio, había perdido a una hermana a causa de un tumor unos años antes: la había visto apagarse lentamente con creciente desesperación. Y no quería acabar sus días de la misma manera. Como ambos conocíamos ya los movimientos alentados por el Partido Radical que afrontaban el problema de la eutanasia, nos informamos sobre la forma de proceder, llegado el caso.
Antes que nada, nos inscribimos en la asociación Dignitas, que tiene su sede en Suiza, y que promete ayuda en situaciones como ésa. Hablamos también con médicos amigos que nos prometieron ayudar a Sergio a terminar sus días sin excesivo dolor, físico o psicológico. Es algo que suele hacerse normalmente, sólo que es mejor no mencionarlo. Y, naturalmente, puede hacerse sólo si se “conoce” a alguien. Un desgraciado que no tenga contactos entre médicos o en hospitales, difícilmente lo conseguirá.
Como segundo paso, intentamos encontrar también una conexión en Holanda, donde sabemos, o creemos saber, que la eutanasia se practica con menos obstáculos legales. Tenemos la suerte de encontrar a un excelente oncólogo italiano que trabaja en Amsterdam; él también nos promete que acompañará a Sergio en un tránsito decoroso y amigable. Pero nos hace probar un nuevo fármaco que podría funcionar. Son semanas de ansiedad, entre febrero y marzo; yendo y viniendo de Turín a Amsterdam, y no únicamente para preparar la eutanasia, sino también, y sobre todo, para intentar la curación. Nos convertimos en habitués de un gran hotel, el Le Grand, carísimo, pero nos comportamos ya como quienes no tienen que preocuparse en exceso por ahorrar, visto el futuro que aguarda a Sergio.
Con esa misma lógica de final de vida, decidimos realizar un último viaje a Estados Unidos: Sergio, que es historiador del arte, quiere ver algunas cosas que en los viajes precedentes no habíamos visto: el nuevo Museo de Artes orientales, en San Francisco, y la Casa de la Cascada de Wright. Lo que llegó a haber, en el ámbito emotivo, en el curso de aquellos dos meses de desesperada zozobra (el cáncer descubierto a primeros de febrero, la muerte que llega el 20 de abril), hoy no soy capaz ni siquiera de volver a sentirlo.
No es sólo el cáncer de Sergio. Entre 1986 a 1992 transcurrieron los seis últimos años de vida de mi otro compañero, Gianpiero, que enfermó de sida y pasó por todas las dramáticas etapas que en aquellos años constituían aún el calvario inevitable de todos los enfermos de VIH, por más que hoy (¡no en África, Santidad!) se sobreviva mucho más e infinitamente mejor. También en aquella ocasión me vi abocado al problema de la eutanasia, o algo parecido.
La noche del domingo de Pascua de 1992, Gianpiero se atiborró de Gardenal para acabar con su vida. Sergio y yo nos lo encontramos en coma a la mañana siguiente, y tuvimos que decidir si dejar que se nos fuera o no. Decidimos llamar a una ambulancia. En los meses sucesivos, Gianpiero admite que aún sigue estando de buena gana en el mundo, aunque no sea más que para ver juntos algunas películas, hacer que yo le lea el magnífico Los tesoros de Poynton, de Henry James, escribir las primeras páginas de un ensayo crítico sobre Sandor Márai, ir (en silla de ruedas ya) a dar de comer a la colonia de gatos que vive en el patio del hospital donde al final morirá.
Indudablemente, cuando pienso en la eutanasia, no puedo dejar de recordar de manera especial esos escasos meses de “suplemento” de vida que impuse a mi compañero, y que -no sé si únicamente por consolarme- me dijo siempre que había vivido de buena gana. ¿Se trata, sin embargo, de una objeción decisiva para mi convencida convicción pro eutanasia? ¿Hubiera debido dejar tal vez que su suicidio de Pascua se consumara? Y hoy, ¿qué haría?
Eran éstos los pensamientos que tenía en la cabeza cuando, en 2003, discutía con Sergio sobre su voluntad de desaparecer antes de que el cáncer lo devastara. Tengo que decir que guardo gratitud a Dios o a quien en su lugar hizo que Sergio se me fuera al final de forma “natural” en el avión que nos devolvía a Europa para ir a Amsterdam, y también por seguir llevando aún la “culpa” (Sergio tenía 20 años menos que yo; Gianpiero, 13) de seguir estando vivo.
¿Será acaso una muestra de cinismo el hecho de que cuente ahora estas cosas? No lo sé, pero siento como un deber hacia ellos el seguir hablando. Incluso ahora, en estas circunstancias de debate “político”.
Sé perfectamente que el caso de Eluana Englaro y de la lucha de su padre es muy distinto. Pero en muchos sentidos es también absolutamente igual. En primer lugar, por lo siguiente: no le habría permitido a nadie que me calificara como asesino si hubiera dejado morir a Gianpiero cuando éste lo había decidido, y si hubiera acompañado a Sergio a Amsterdam. No hubiera creído jamás, como no creo ahora, en la “buena fe” de los perros rabiosos, laicos o clericales, que se han lanzado sobre el cuerpo ya sólo definitivamente vegetativo de esa pobre muchacha del Friuli.
No me he vuelto un “cínico” en estos años que han pasado desde mis “tentaciones” eutanásicas. Por fin he abierto los ojos. Acerca del significado de la misteriosa palabra biopoder, que me parece el término menos inadecuado para describir las vicisitudes que tuvieron lugar en el Parlamento italiano a propósito del testamento biológico, que sería mejor denominar zoológico, dada la concepción de la vida que lo sustenta: sólo supervivencia física, pienses lo que pienses acerca de tu bios, de tu existencia humana hecha de pensamientos, relaciones, expectativas. La sonda es la única respuesta.
El protagonismo de la Iglesia católica en la defensa de la “sacralidad” de la vida ha sido para mí el elemento más significativo del caso Englaro. Es cierto que, incluyendo las últimas afirmaciones acerca del preservativo, las cosas que han dicho el Papa y los obispos en los últimos tiempos no suponen novedad alguna respecto a la doctrina católica más tradicional.
La cuestión, probablemente, es que a estas alturas -frente a las inaceptables tomas de posición vaticanas sobre el preservativo; frente a la niña brasileña o a sus médicos excomulgados por un aborto; frente al perdón concedido por Benedicto XVI al obispo lefebvriano negacionista; frente a la pretensión de imponer que la sonda no es una terapia; y, antes, frente a las abundantes y vergonzosas defensas de sacerdotes pedófilos- a todo el mundo se le hace difícil pensar que se trate de errores cometidos de buena fe por una jerarquía demasiado tradicionalista, o por un Papa un tanto torpe o incluso simplemente mal informado. La jerarquía católica no puede seguir contando con la resignada anuencia de un “pueblo de Dios” que se pregunta cada vez con mayor frecuencia si no será hora ya de poner en discusión a la propia Iglesia en su estructura jerárquica, que se convierte, no ya en un sostén para la fe, sino en un escándalo continuo y un obstáculo para escuchar el Evangelio.
Para mí, el caso Englaro ha resultado decisivo para poder darme cuenta de la definitiva necesidad de distanciarme de la Iglesia católica, a la que creía amar incluso por encima de las numerosas inmoralidades que constelan su historia antigua y reciente. La complicidad de la Iglesia con el biopoder que se transforma en zoopoder sobre las vidas y que parece destinado a destruir, y no sólo en Italia, toda huella de la esperanza de democracia y de emancipación humana, nunca me ha resultado tan clara como en las últimas tomas de posición vaticanas acerca de temas bioéticos.
¿Qué tiene que ver el caso de Eluana con mis relaciones de creyente cristiano con la Iglesia romana? ¿Me alejo de la Iglesia para vengar a Eluana? ¿Es un asunto de rabia privada, de mera indignación que debería saber controlar? No, soy consciente de que se trata de mucho más: es la ocasión providencial -un momento de gracia- en el que me percato por fin de que la Iglesia como estructura histórica merece, evangélicamente, desaparecer.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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