Por Pedro J. Ramírez, director de El Mundo (EL MUNDO, 17/05/09):
Siendo verdad, como escribe Gay Talese en las primeras líneas de El Reino y el Poder que «la mayoría de los periodistas son incansables voyeurs que le ven las verrugas al mundo» y que entre sus especialidades favoritas figuran «los países que se desmoronan y los barcos que se hunden», cualquiera diría que por primera vez nos toca mirarnos al ombligo por razones ajenas al narcisismo pues, si exceptuamos el sector porcino, nada parece tambalearse hoy alrededor con la brusquedad espasmódica del propio periodismo.
Lo dice Helen Mirren a grito pelado en su papel de impaciente y obsesiva directora de The Washington Globe en la película La Sombra del Poder (State of Play): «¡La auténtica noticia es el hundimiento de este maldito periódico, joder!».
Yo traté de planteárselo el otro día a los padres de internet, Tim Berners-Lee y Vinton Cerf, de la forma más elegante posible, pues no en vano celebrábamos la feliz coincidencia de nuestro común y redondo aniversario: «Lo último que podíamos imaginar los jóvenes periodistas que hace 20 años preparábamos el lanzamiento de EL MUNDO es que al otro lado de la Tierra ustedes estaban inventando un nuevo medio de comunicación que nos permitiría añadir al millón y medio de lectores de nuestra versión impresa los más de 21 millones de usuarios únicos de nuestra versión electrónica, como líder mundial que somos de la información on line en español. Muchas gracias, por lo tanto, por lo que han hecho por el mundo… y por EL MUNDO. Pero ya que están aquí, ¿serían tan amables de decirnos qué harían ustedes con esos 21 millones de usuarios para que nuestros accionistas fueran un poco más felices?».
O para evitar tener que reducir nuestra plantilla en un 9%, podría haberles dicho, agriando un poco la tarta de cumpleaños. Es lógico que cada redacción viva su propio drama como si fuera el único que sucediera en el planeta de la prensa, pero ni siquiera las píldoras mucho más amargas que están teniendo que tragar otros grupos españoles dan la medida del terremoto mediático que, dentro del tsunami de la crisis económica general, estamos padeciendo. En Estados Unidos, meca de la libertad de expresión y el pluralismo informativo, más de 23.000 periodistas han perdido sus puestos de trabajo en los últimos 15 meses y en torno a 150 diarios han echado el cierre. Por eso muchos han visto el estreno de La Sombra del Poder, en la que Russell Crowe encarna al periodista tenaz que descubre la verdad a la vieja usanza, como una especie de réquiem por la muerte del más bello de los cisnes.
Si alguien le hubiera dicho a Gay Talese en 1969 -este mayo se cumple el 40 aniversario de la primera edición de The Kingdom and the Power que yo conservo con su firma como un pequeño gran tesoro- que le tocaría presenciar el día en que el sujeto de su deslumbrante biografía coral, el mítico y venerado The New York Times, tendría que vender su sede -«una catedral de tranquila dignidad… preservada de las recesiones económicas, sólida e inquebrantable», dice en el primer capítulo- para poder sobrevivir, seguro que habría contestado, con su mala leche italomeridional, que antes veríamos a un negro en la Casa Blanca.
Y, sin embargo, «así es como es», «that’s the way it is» que diría Walter Cronkite si pudiera seguir despidiéndose de decenas de millones de norteamericanos como lo hizo durante varias décadas en las que la CBS también parecía una institución más firme que la roca de Gibraltar. Hasta tal cota ha llegado la riada que el Senado de los Estados Unidos se ha sentido obligado a crear un Subcomité dedicado a estudiar el «futuro del periodismo» bajo la presidencia de un peso pesado como John Kerry. Y es el contenido de los testimonios de los convocados como expertos en tan alta sede durante las dos últimas semanas lo que debe encender todas las alarmas de quienes crean en la trascendencia de la función social de la prensa independiente. Tanto por el amenazador diagnóstico de los arrogantes profetas de la nueva era, como por el derrotismo de los portavoces de todo aquello que corre el riesgo de ser engullido por las llamas.
En el primer capítulo brillan con luz propia las intervenciones de una tal Marissa Mayer, vicepresidenta de Productos de Búsqueda y Experiencia de Usuario de la todopoderosa Google Corporation y de la mercurial Arianna Huffington, creadora y propietaria del diario electrónico The Huffington Post, concebido en gran medida como un agregador de contenidos ajenos.
Según la señora Mayer, a la que nadie podrá reprochar que ocultara las pretensiones totalizadoras de su compañía -«Nuestra misión consiste en organizar la información mundial»-, ha ocurrido algo tan aparentemente saludable como la dispersión del poder de informar a través de internet, y su primera consecuencia práctica es que «la unidad atómica de consumo de información ha migrado desde el periódico completo hasta el artículo individual». Su analogía parece impecable: de igual manera que quien quiera escuchar una canción se la puede bajar sin tener que comprar el álbum completo, ya no es necesario pasar por el quiosco o -mucha atención- ni siquiera por las páginas de los grandes periódicos en internet para acceder a las historias, artículos y comentarios que cada uno prefiera, pues los buscadores y agregadores de contenidos -es decir, Google y sus polluelos- ayudan a cada usuario a componer su propia ensalada de frutas.
Tal paraíso del libre albedrío informativo, en el que quien pretenda restringir el acceso a los «jardines vallados» de sus propios contenidos servirá tan sólo de anticuada referencia del crepúsculo de una época, obliga sin embargo a fruncir el ceño desde el mismo momento en que la señora Mayer advierte que «esto requiere un acercamiento monetario diferente, pues cada artículo debe autofinanciarse». Es decir, que un individuo u organización periodística sólo invertirá dinero, tiempo y talento en producir aquellos contenidos que generen tráfico masivo o publicidad especializada suficiente como para hacerlos rentables, pues los buscadores y agregadores cortarán cualquier producto informativo en finas lonchas y sólo aquellas que contengan determinadas especias tendrán salida en el mercado.
La señora Mayer -nada que ver, creo, con la firma empaquetadora de salchichas- llegó incluso a comentar que «puesto que los distintos editores publican diversos artículos sobre el mismo asunto cuyo contenido es idéntico o muy parecido», en lugar de «competir entre ellos», lo conveniente sería que aportaran esos contenidos a una URL única, es decir a una sola página electrónica que serviría de «referencia consistente» para el seguimiento de esa historia. Cuando ofreció como ejemplo y modelo el caso de Wikipedia los pelos se me pusieron como escarpias, pues ya he contado en diversos foros mi propia experiencia -una entre un millón- cuando, al visitar el año pasado la Universidad de Harvard, mi anfitriona me preguntó al final si era cierta una de las cosas que decía de mí esa tan extendida y socorrida enciclopedia on line, fruto de la creación colectiva: «He is divorced and lives with Ralph Lauren». Sustituir el pluralismo por el melting pot sería como pasar del Dry Martini, el Bloody Mary o el Bellini a un omnicomprensivo calimocho.
Arianna Huffington fue aun más taxativa: «El futuro del periodismo de calidad no depende del futuro de los periódicos». Y dejó muy claro que no se estaba refiriendo solamente a las ediciones impresas de los diarios sino que su diagnóstico alcanzaba también al concepto de diario multisoporte hacia el que EL MUNDO y otros grandes rotativos -con perdón por lo de rotativo- estamos evolucionando. Para ella «vivimos una Edad de Oro de los consumidores de noticias» y el futuro no pasa ni por la «protección de esos jardines vallados», ni por atacar a Google y los demás agregadores, sino por «los motores de búsqueda, el periodismo ciudadano y los fondos para el periodismo de investigación aportados por fundaciones sin ánimo de lucro».
Veamos la otra cara de la moneda. David Simon, un veterano ex reportero del Baltimore Sun, advirtió de entrada a los senadores que a él lo de «periodismo ciudadano» le suena «un poco como a George Orwell» porque una cosa es «ser un vecino que se entera de las cosas y se preocupa por la gente» y otra muy distinta un periodista, «de igual forma que un vecino con una manguera en el jardín y buenas intenciones no es un bombero».
Con una mezcla de ironía e irritación por tener que subrayar lo obvio, Simon recordó que «el periodismo de altos fines que es el que adquiere información esencial sobre nuestro Gobierno y nuestra sociedad es una profesión que implica un compromiso a tiempo completo de hombres y mujeres adiestrados que vuelven día tras día a los lugares que cubren hasta que los mejores entre ellos se enteran de todo lo que concierne a esa concreta institución».
Ésta es la especie que en su opinión corre peligro de extinción porque «el parásito está lentamente matando a su anfitrión». Con esa crudeza -«sanguijuelas» les llama el personaje de Russell Crowe- se refirió a «los agregadores y buscadores que ordeñan la información de las páginas de las principales publicaciones, contribuyendo con poco más que repetición, comentario y espuma». El problema es que «poco a poco los lectores van obteniendo las noticias a través de los agregadores y abandonan su punto de origen, es decir, los propios periódicos». Y, por lo tanto, puede ocurrir que llegue un día en que esos agregadores terminen intercambiando sus propias banalidades con muy poco periodismo digno de tal nombre que agregar.
Así lo explicó ante el Subcomité el ex director de la redacción de The Washington Post, premio Pulitzer y autor de varios libros de periodismo de investigación Steve Coll: «Incluso los más optimistas propagandistas de las nuevas formas de periodismo admiten que un mundo en el que los medios basados sólo en internet y los agregadores puedan afrontar mantener periodistas profesionales en Bagdad, Kabul e Islamabad, en Europa y en Asia, simplemente no está al alcance de la vista».
Un reciente informe de The Wall Street Journal cifraba en 1,7 millones de norteamericanos los que reciben algún dinero incorporando contenidos a internet y en más de 400.000 los que obtienen su principal fuente de ingresos como blogueros. Algunos pueden ser comentaristas brillantes y muchos más meros relaciones públicas a sueldo de todo tipo de intereses, pero sólo una ínfima proporción, realmente irrelevante, aporta algo genuino. Arcadi Espada lo ha dicho hace poco: en España está por llegar el día en que sea en un blog donde aparezca una noticia importante. Imagínense lo insípidas y onanistas que resultarían las tertulias de las radios y televisiones españolas -y trasládenlo a la Red- si no existiéramos EL MUNDO y El País, es decir si no hubiera redacciones compuestas por centenares de periodistas especializados en las que se distribuye y organiza el trabajo, apostando por la búsqueda de la información diferenciada.
La solución no es, desde luego, recurrir a fondos benéficos para mantener equipos trabajando en proyectos especiales, mientras curritos infrapagados se dedican a teclear para los agregadores de contenidos. En nuestro nivel de autoexigencia hablar de periodismo de investigación es en el fondo una redundancia, pues todo buen reportero tiene algo que investigar a diario. A mí no me cabe duda de que el día en que la «unidad atómica de consumo informativo deje de ser el periódico» como pronostica la sacerdotisa de Google y los chupópteros del trabajo ajeno campen a sus anchas como los piratas de Somalia, las posibilidades de acceder a los papeles del Pentágono, de descubrir el GAL o el Watergate o de investigar el 11-M habrán disminuido dramáticamente. Pero también las posibilidades de contar con una cobertura consistente de los tribunales de justicia, las instituciones financieras o la vida cultural, pues todas estas actividades se hacen en equipo y buena parte de ellas jamás serán rentables por sí mismas.
No seré yo quien se deje llamar inmovilista y menos aún nostálgico. Los periódicos nunca volverán a ser lo que fueron de la forma en la que lo fueron, pero sólo redacciones suficientemente nutridas y cualificadas podrán materializar el derecho a la información de los ciudadanos a través de los distintos soportes conocidos y por conocer.
Por eso La Sombra del Poder termina bien, no porque el mal quede desenmascarado sino porque el tradicional periodista de combate gana para la causa de la búsqueda de la verdad en equipo a la joven bloguera -Rachel Mac Adams- que al principio iba por libre. Lo siento por Arianna Huffington, pero el bueno de la película no es el periodista, ni siquiera el periodismo, sino el periódico. Ese periódico, nuestro periódico, todos los buenos periódicos.
Como dijo Coll en el Senado «no hay una crisis de lectores, hay una crisis de lectores rentables». Pero eso lo resolverán la legislación contra los piratas y la tecnología. A los poderes democráticos les corresponde amortiguar la transición hacia el nuevo modelo porque, así como estoy seguro de que absorberemos el impacto de este primer embate de la crisis, dudo mucho que pudiéramos hacerlo de nuevo sin una merma esencial en la calidad de nuestros contenidos. Y lo cierto es que ni la más eficiente trama de agregadores y blogueros alteraría un ápice el dilema de Jefferson -y su preferencia- entre el Gobierno sin periódicos y los periódicos sin Gobierno.
(Este texto sirvió de base el viernes a la intervención del director de EL MUNDO en la Universidad de Navarra con motivo del 50 aniversario de su Facultad de Periodismo y contiene las ideas que expuso el dia siguiente en el congreso Zeitgeist Europe organizado por Google en Londres)
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Siendo verdad, como escribe Gay Talese en las primeras líneas de El Reino y el Poder que «la mayoría de los periodistas son incansables voyeurs que le ven las verrugas al mundo» y que entre sus especialidades favoritas figuran «los países que se desmoronan y los barcos que se hunden», cualquiera diría que por primera vez nos toca mirarnos al ombligo por razones ajenas al narcisismo pues, si exceptuamos el sector porcino, nada parece tambalearse hoy alrededor con la brusquedad espasmódica del propio periodismo.
Lo dice Helen Mirren a grito pelado en su papel de impaciente y obsesiva directora de The Washington Globe en la película La Sombra del Poder (State of Play): «¡La auténtica noticia es el hundimiento de este maldito periódico, joder!».
Yo traté de planteárselo el otro día a los padres de internet, Tim Berners-Lee y Vinton Cerf, de la forma más elegante posible, pues no en vano celebrábamos la feliz coincidencia de nuestro común y redondo aniversario: «Lo último que podíamos imaginar los jóvenes periodistas que hace 20 años preparábamos el lanzamiento de EL MUNDO es que al otro lado de la Tierra ustedes estaban inventando un nuevo medio de comunicación que nos permitiría añadir al millón y medio de lectores de nuestra versión impresa los más de 21 millones de usuarios únicos de nuestra versión electrónica, como líder mundial que somos de la información on line en español. Muchas gracias, por lo tanto, por lo que han hecho por el mundo… y por EL MUNDO. Pero ya que están aquí, ¿serían tan amables de decirnos qué harían ustedes con esos 21 millones de usuarios para que nuestros accionistas fueran un poco más felices?».
O para evitar tener que reducir nuestra plantilla en un 9%, podría haberles dicho, agriando un poco la tarta de cumpleaños. Es lógico que cada redacción viva su propio drama como si fuera el único que sucediera en el planeta de la prensa, pero ni siquiera las píldoras mucho más amargas que están teniendo que tragar otros grupos españoles dan la medida del terremoto mediático que, dentro del tsunami de la crisis económica general, estamos padeciendo. En Estados Unidos, meca de la libertad de expresión y el pluralismo informativo, más de 23.000 periodistas han perdido sus puestos de trabajo en los últimos 15 meses y en torno a 150 diarios han echado el cierre. Por eso muchos han visto el estreno de La Sombra del Poder, en la que Russell Crowe encarna al periodista tenaz que descubre la verdad a la vieja usanza, como una especie de réquiem por la muerte del más bello de los cisnes.
Si alguien le hubiera dicho a Gay Talese en 1969 -este mayo se cumple el 40 aniversario de la primera edición de The Kingdom and the Power que yo conservo con su firma como un pequeño gran tesoro- que le tocaría presenciar el día en que el sujeto de su deslumbrante biografía coral, el mítico y venerado The New York Times, tendría que vender su sede -«una catedral de tranquila dignidad… preservada de las recesiones económicas, sólida e inquebrantable», dice en el primer capítulo- para poder sobrevivir, seguro que habría contestado, con su mala leche italomeridional, que antes veríamos a un negro en la Casa Blanca.
Y, sin embargo, «así es como es», «that’s the way it is» que diría Walter Cronkite si pudiera seguir despidiéndose de decenas de millones de norteamericanos como lo hizo durante varias décadas en las que la CBS también parecía una institución más firme que la roca de Gibraltar. Hasta tal cota ha llegado la riada que el Senado de los Estados Unidos se ha sentido obligado a crear un Subcomité dedicado a estudiar el «futuro del periodismo» bajo la presidencia de un peso pesado como John Kerry. Y es el contenido de los testimonios de los convocados como expertos en tan alta sede durante las dos últimas semanas lo que debe encender todas las alarmas de quienes crean en la trascendencia de la función social de la prensa independiente. Tanto por el amenazador diagnóstico de los arrogantes profetas de la nueva era, como por el derrotismo de los portavoces de todo aquello que corre el riesgo de ser engullido por las llamas.
En el primer capítulo brillan con luz propia las intervenciones de una tal Marissa Mayer, vicepresidenta de Productos de Búsqueda y Experiencia de Usuario de la todopoderosa Google Corporation y de la mercurial Arianna Huffington, creadora y propietaria del diario electrónico The Huffington Post, concebido en gran medida como un agregador de contenidos ajenos.
Según la señora Mayer, a la que nadie podrá reprochar que ocultara las pretensiones totalizadoras de su compañía -«Nuestra misión consiste en organizar la información mundial»-, ha ocurrido algo tan aparentemente saludable como la dispersión del poder de informar a través de internet, y su primera consecuencia práctica es que «la unidad atómica de consumo de información ha migrado desde el periódico completo hasta el artículo individual». Su analogía parece impecable: de igual manera que quien quiera escuchar una canción se la puede bajar sin tener que comprar el álbum completo, ya no es necesario pasar por el quiosco o -mucha atención- ni siquiera por las páginas de los grandes periódicos en internet para acceder a las historias, artículos y comentarios que cada uno prefiera, pues los buscadores y agregadores de contenidos -es decir, Google y sus polluelos- ayudan a cada usuario a componer su propia ensalada de frutas.
Tal paraíso del libre albedrío informativo, en el que quien pretenda restringir el acceso a los «jardines vallados» de sus propios contenidos servirá tan sólo de anticuada referencia del crepúsculo de una época, obliga sin embargo a fruncir el ceño desde el mismo momento en que la señora Mayer advierte que «esto requiere un acercamiento monetario diferente, pues cada artículo debe autofinanciarse». Es decir, que un individuo u organización periodística sólo invertirá dinero, tiempo y talento en producir aquellos contenidos que generen tráfico masivo o publicidad especializada suficiente como para hacerlos rentables, pues los buscadores y agregadores cortarán cualquier producto informativo en finas lonchas y sólo aquellas que contengan determinadas especias tendrán salida en el mercado.
La señora Mayer -nada que ver, creo, con la firma empaquetadora de salchichas- llegó incluso a comentar que «puesto que los distintos editores publican diversos artículos sobre el mismo asunto cuyo contenido es idéntico o muy parecido», en lugar de «competir entre ellos», lo conveniente sería que aportaran esos contenidos a una URL única, es decir a una sola página electrónica que serviría de «referencia consistente» para el seguimiento de esa historia. Cuando ofreció como ejemplo y modelo el caso de Wikipedia los pelos se me pusieron como escarpias, pues ya he contado en diversos foros mi propia experiencia -una entre un millón- cuando, al visitar el año pasado la Universidad de Harvard, mi anfitriona me preguntó al final si era cierta una de las cosas que decía de mí esa tan extendida y socorrida enciclopedia on line, fruto de la creación colectiva: «He is divorced and lives with Ralph Lauren». Sustituir el pluralismo por el melting pot sería como pasar del Dry Martini, el Bloody Mary o el Bellini a un omnicomprensivo calimocho.
Arianna Huffington fue aun más taxativa: «El futuro del periodismo de calidad no depende del futuro de los periódicos». Y dejó muy claro que no se estaba refiriendo solamente a las ediciones impresas de los diarios sino que su diagnóstico alcanzaba también al concepto de diario multisoporte hacia el que EL MUNDO y otros grandes rotativos -con perdón por lo de rotativo- estamos evolucionando. Para ella «vivimos una Edad de Oro de los consumidores de noticias» y el futuro no pasa ni por la «protección de esos jardines vallados», ni por atacar a Google y los demás agregadores, sino por «los motores de búsqueda, el periodismo ciudadano y los fondos para el periodismo de investigación aportados por fundaciones sin ánimo de lucro».
Veamos la otra cara de la moneda. David Simon, un veterano ex reportero del Baltimore Sun, advirtió de entrada a los senadores que a él lo de «periodismo ciudadano» le suena «un poco como a George Orwell» porque una cosa es «ser un vecino que se entera de las cosas y se preocupa por la gente» y otra muy distinta un periodista, «de igual forma que un vecino con una manguera en el jardín y buenas intenciones no es un bombero».
Con una mezcla de ironía e irritación por tener que subrayar lo obvio, Simon recordó que «el periodismo de altos fines que es el que adquiere información esencial sobre nuestro Gobierno y nuestra sociedad es una profesión que implica un compromiso a tiempo completo de hombres y mujeres adiestrados que vuelven día tras día a los lugares que cubren hasta que los mejores entre ellos se enteran de todo lo que concierne a esa concreta institución».
Ésta es la especie que en su opinión corre peligro de extinción porque «el parásito está lentamente matando a su anfitrión». Con esa crudeza -«sanguijuelas» les llama el personaje de Russell Crowe- se refirió a «los agregadores y buscadores que ordeñan la información de las páginas de las principales publicaciones, contribuyendo con poco más que repetición, comentario y espuma». El problema es que «poco a poco los lectores van obteniendo las noticias a través de los agregadores y abandonan su punto de origen, es decir, los propios periódicos». Y, por lo tanto, puede ocurrir que llegue un día en que esos agregadores terminen intercambiando sus propias banalidades con muy poco periodismo digno de tal nombre que agregar.
Así lo explicó ante el Subcomité el ex director de la redacción de The Washington Post, premio Pulitzer y autor de varios libros de periodismo de investigación Steve Coll: «Incluso los más optimistas propagandistas de las nuevas formas de periodismo admiten que un mundo en el que los medios basados sólo en internet y los agregadores puedan afrontar mantener periodistas profesionales en Bagdad, Kabul e Islamabad, en Europa y en Asia, simplemente no está al alcance de la vista».
Un reciente informe de The Wall Street Journal cifraba en 1,7 millones de norteamericanos los que reciben algún dinero incorporando contenidos a internet y en más de 400.000 los que obtienen su principal fuente de ingresos como blogueros. Algunos pueden ser comentaristas brillantes y muchos más meros relaciones públicas a sueldo de todo tipo de intereses, pero sólo una ínfima proporción, realmente irrelevante, aporta algo genuino. Arcadi Espada lo ha dicho hace poco: en España está por llegar el día en que sea en un blog donde aparezca una noticia importante. Imagínense lo insípidas y onanistas que resultarían las tertulias de las radios y televisiones españolas -y trasládenlo a la Red- si no existiéramos EL MUNDO y El País, es decir si no hubiera redacciones compuestas por centenares de periodistas especializados en las que se distribuye y organiza el trabajo, apostando por la búsqueda de la información diferenciada.
La solución no es, desde luego, recurrir a fondos benéficos para mantener equipos trabajando en proyectos especiales, mientras curritos infrapagados se dedican a teclear para los agregadores de contenidos. En nuestro nivel de autoexigencia hablar de periodismo de investigación es en el fondo una redundancia, pues todo buen reportero tiene algo que investigar a diario. A mí no me cabe duda de que el día en que la «unidad atómica de consumo informativo deje de ser el periódico» como pronostica la sacerdotisa de Google y los chupópteros del trabajo ajeno campen a sus anchas como los piratas de Somalia, las posibilidades de acceder a los papeles del Pentágono, de descubrir el GAL o el Watergate o de investigar el 11-M habrán disminuido dramáticamente. Pero también las posibilidades de contar con una cobertura consistente de los tribunales de justicia, las instituciones financieras o la vida cultural, pues todas estas actividades se hacen en equipo y buena parte de ellas jamás serán rentables por sí mismas.
No seré yo quien se deje llamar inmovilista y menos aún nostálgico. Los periódicos nunca volverán a ser lo que fueron de la forma en la que lo fueron, pero sólo redacciones suficientemente nutridas y cualificadas podrán materializar el derecho a la información de los ciudadanos a través de los distintos soportes conocidos y por conocer.
Por eso La Sombra del Poder termina bien, no porque el mal quede desenmascarado sino porque el tradicional periodista de combate gana para la causa de la búsqueda de la verdad en equipo a la joven bloguera -Rachel Mac Adams- que al principio iba por libre. Lo siento por Arianna Huffington, pero el bueno de la película no es el periodista, ni siquiera el periodismo, sino el periódico. Ese periódico, nuestro periódico, todos los buenos periódicos.
Como dijo Coll en el Senado «no hay una crisis de lectores, hay una crisis de lectores rentables». Pero eso lo resolverán la legislación contra los piratas y la tecnología. A los poderes democráticos les corresponde amortiguar la transición hacia el nuevo modelo porque, así como estoy seguro de que absorberemos el impacto de este primer embate de la crisis, dudo mucho que pudiéramos hacerlo de nuevo sin una merma esencial en la calidad de nuestros contenidos. Y lo cierto es que ni la más eficiente trama de agregadores y blogueros alteraría un ápice el dilema de Jefferson -y su preferencia- entre el Gobierno sin periódicos y los periódicos sin Gobierno.
(Este texto sirvió de base el viernes a la intervención del director de EL MUNDO en la Universidad de Navarra con motivo del 50 aniversario de su Facultad de Periodismo y contiene las ideas que expuso el dia siguiente en el congreso Zeitgeist Europe organizado por Google en Londres)
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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