Por Mijail Gorbachov, ex presidente de la URSS y premio Nobel de la Paz. Distribuido por The New York Times Syndicate (EL PERIÓDICO, 11/05/09):
El G-20, tras la reunión de Londres, ya ha celebrado dos cumbres. Ya es un foro establecido, un reconocimiento de su poder político. Aunque llega con retraso desde mi punto de vista, a la vista de que el mundo ha cambiado aunque las viejas instituciones hayan mantenido el paso pese a las necesidades que están en rápido desarrollo. Más vale tarde que nunca, por supuesto. Pero sigue en cuestión tanto la sustancia como el funcionamiento de este nuevo organismo.
La primera pregunta es si las decisiones adoptadas en la reunión de Londres frenarán la crisis financiera y económica para que la economía mundial regrese al crecimiento sostenible. La respuesta definitiva requiere tiempo, pero mi impresión es que las medidas adoptadas en Londres se quedan solo en un primer intento. Están llenas de concesiones, lo cual es totalmente normal, pero responden a la necesidad de tener puntos de referencia más claros sobre la reestructuración del gobierno global financiero y económico y las tareas del G-20.
Impedir una crisis como la actual no debería ser la tarea única o principal del G-20. Lo que se necesita es una transición a un modelo nuevo, en el que se integren factores sociales, ambientales y económicos.
TAMBIÉN DEBE cuestionarse el papel del G-20 dentro del sistema de instituciones globales. ¿Es un politburó global, un club de poderosos, un prototipo para un gobierno mundial? ¿Cómo se relaciona con la ONU? Estoy convencido de que ningún grupo de países, incluso si abarcan el 90% de la economía mundial, podría remplazar o sustituir a la ONU. Pero también está claro que el G-20 podría reclamar un liderazgo colectivo, siempre que atienda, con el respeto debido, a las opiniones de quienes no son miembros. La presencia en el G-20 de países que representan regiones geográficas diferentes, niveles diversos de desarrollo y culturas diferentes es una señal de esperanza.
Sin embargo, este grupo es un asunto improvisado, reunido bajo coacción en las condiciones extremas de un cataclismo global inesperado. No incluye a ciertas naciones que son muy influyentes, en términos regionales como Egipto, Nigeria e Irán.
Para evitar errores, el G-20 ha de ser transparente y trabajar codo con codo con la ONU. Sus reuniones deberían ser, al menos una vez al año, en la sede de las Naciones Unidas, y sus conclusiones deberían presentarse ante la Asamblea General.
También hay que cuestionarse si el G-20 debe limitar sus trabajos al mundo de las finanzas y la economía globales o ha de enfocarse, como parece, a resolver problemas políticos. Es pronto para contestar.
Quienes se oponen a un papel político del G-20 argumentan, obviamente, que la comunidad mundial ya ha confiado al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas la responsabilidad primaria de mantener la paz y seguridad internacional. En consecuencia, nuestra preocupación principal debería ser reforzar el papel de esa organización, porque todos los esfuerzos por pasarlo por alto o dejarlo de lado, sea en Oriente Próximo, Europa o cualquier otro lugar, siempre han terminado mal.
La tarea primordial del Consejo de Seguridad es responder con presteza a situaciones inmediatamente peligrosas de crisis. Sabemos, por experiencia, que no está tan bien preparado para afrontar asuntos esenciales que afectan al largo plazo. El largo retraso que sufre la reforma de este organismo lo ha dejado, seamos francos, en menor representatividad que el G-20, porque éste está más capacitado para tratar con asuntos vinculados con desafíos globales en seguridad, pobreza y medio ambiente. Y también, para mal o para bien, otros grupos como el G-8 o la OTAN, debaten problemas políticos. Creo que, con un enfoque meditado y equilibrado, el G-20 podría encontrar un lugar clave en la arquitectura de la política mundial. Si ayuda a revertir la crisis económica, será capaz de alcanzar el liderazgo.
POR LO DEMÁS, uno de los problemas que ya está maduro para el debate político es el de la militarización de la política y economía mundiales, la militarización del pensamiento. Lo hemos heredado del siglo XX, quizá el más trágico y cruento de la historia.
Es un juego entrelazado de problemas: la militarización de los conflictos desvía los recursos de la economía real, estimula enfrentamientos y crea la ilusión de que las soluciones militares, más que las políticas, son viables. Si el G-20 desea iniciar una discusión seria sobre el tema y tomar una decisión política, los líderes mundiales que lo integran podrían impulsar la labor que ya ejercen los organismo de la ONU en estas áreas como la Conferencia sobre el Desarme.
Después de la cumbre de Londres, el primer ministro británico, Gordon Brown, invitó a los reunidos a dar un paso hacia un nuevo orden mundial y avanzar hacia una “era progresista de cooperación internacional”. Todavía queda un trecho antes de que se convierta en realidad, pero el discurso marca la dirección correcta.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
El G-20, tras la reunión de Londres, ya ha celebrado dos cumbres. Ya es un foro establecido, un reconocimiento de su poder político. Aunque llega con retraso desde mi punto de vista, a la vista de que el mundo ha cambiado aunque las viejas instituciones hayan mantenido el paso pese a las necesidades que están en rápido desarrollo. Más vale tarde que nunca, por supuesto. Pero sigue en cuestión tanto la sustancia como el funcionamiento de este nuevo organismo.
La primera pregunta es si las decisiones adoptadas en la reunión de Londres frenarán la crisis financiera y económica para que la economía mundial regrese al crecimiento sostenible. La respuesta definitiva requiere tiempo, pero mi impresión es que las medidas adoptadas en Londres se quedan solo en un primer intento. Están llenas de concesiones, lo cual es totalmente normal, pero responden a la necesidad de tener puntos de referencia más claros sobre la reestructuración del gobierno global financiero y económico y las tareas del G-20.
Impedir una crisis como la actual no debería ser la tarea única o principal del G-20. Lo que se necesita es una transición a un modelo nuevo, en el que se integren factores sociales, ambientales y económicos.
TAMBIÉN DEBE cuestionarse el papel del G-20 dentro del sistema de instituciones globales. ¿Es un politburó global, un club de poderosos, un prototipo para un gobierno mundial? ¿Cómo se relaciona con la ONU? Estoy convencido de que ningún grupo de países, incluso si abarcan el 90% de la economía mundial, podría remplazar o sustituir a la ONU. Pero también está claro que el G-20 podría reclamar un liderazgo colectivo, siempre que atienda, con el respeto debido, a las opiniones de quienes no son miembros. La presencia en el G-20 de países que representan regiones geográficas diferentes, niveles diversos de desarrollo y culturas diferentes es una señal de esperanza.
Sin embargo, este grupo es un asunto improvisado, reunido bajo coacción en las condiciones extremas de un cataclismo global inesperado. No incluye a ciertas naciones que son muy influyentes, en términos regionales como Egipto, Nigeria e Irán.
Para evitar errores, el G-20 ha de ser transparente y trabajar codo con codo con la ONU. Sus reuniones deberían ser, al menos una vez al año, en la sede de las Naciones Unidas, y sus conclusiones deberían presentarse ante la Asamblea General.
También hay que cuestionarse si el G-20 debe limitar sus trabajos al mundo de las finanzas y la economía globales o ha de enfocarse, como parece, a resolver problemas políticos. Es pronto para contestar.
Quienes se oponen a un papel político del G-20 argumentan, obviamente, que la comunidad mundial ya ha confiado al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas la responsabilidad primaria de mantener la paz y seguridad internacional. En consecuencia, nuestra preocupación principal debería ser reforzar el papel de esa organización, porque todos los esfuerzos por pasarlo por alto o dejarlo de lado, sea en Oriente Próximo, Europa o cualquier otro lugar, siempre han terminado mal.
La tarea primordial del Consejo de Seguridad es responder con presteza a situaciones inmediatamente peligrosas de crisis. Sabemos, por experiencia, que no está tan bien preparado para afrontar asuntos esenciales que afectan al largo plazo. El largo retraso que sufre la reforma de este organismo lo ha dejado, seamos francos, en menor representatividad que el G-20, porque éste está más capacitado para tratar con asuntos vinculados con desafíos globales en seguridad, pobreza y medio ambiente. Y también, para mal o para bien, otros grupos como el G-8 o la OTAN, debaten problemas políticos. Creo que, con un enfoque meditado y equilibrado, el G-20 podría encontrar un lugar clave en la arquitectura de la política mundial. Si ayuda a revertir la crisis económica, será capaz de alcanzar el liderazgo.
POR LO DEMÁS, uno de los problemas que ya está maduro para el debate político es el de la militarización de la política y economía mundiales, la militarización del pensamiento. Lo hemos heredado del siglo XX, quizá el más trágico y cruento de la historia.
Es un juego entrelazado de problemas: la militarización de los conflictos desvía los recursos de la economía real, estimula enfrentamientos y crea la ilusión de que las soluciones militares, más que las políticas, son viables. Si el G-20 desea iniciar una discusión seria sobre el tema y tomar una decisión política, los líderes mundiales que lo integran podrían impulsar la labor que ya ejercen los organismo de la ONU en estas áreas como la Conferencia sobre el Desarme.
Después de la cumbre de Londres, el primer ministro británico, Gordon Brown, invitó a los reunidos a dar un paso hacia un nuevo orden mundial y avanzar hacia una “era progresista de cooperación internacional”. Todavía queda un trecho antes de que se convierta en realidad, pero el discurso marca la dirección correcta.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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