Por Umberto Eco, escritor. Distribuido por The New York Times Syndicate. Traducción: Héctor Shelley (EL PERIÓDICO, 04/05/09):
En la jornada de clausura de la Escuela para Libreros dedicada a Umberto y Elisabetta Mauri, en Venecia, hablamos, entre otras cosas, de la caducidad de los soportes de la información. Han sido soportes de información escrita la estela egipcia, la tablilla de arcilla, el papiro, el pergamino y, obviamente, el libro impreso. Este último ha sobrevivido bien durante 500 años, pero solo cuando está hecho con papel de trapo. A partir de mediados del siglo XIX se pasó al papel de madera, y parece ser que este tiene una vida máxima de 70 años (y en efecto, basta consultar periódicos o libros de los años 40 para ver cómo muchos de ellos se deshacen en cuanto se los hojea). Por lo tanto, desde hace tiempo se celebran congresos y se estudian medios distintos para salvar todos los libros que abarrotan nuestras bibliotecas: uno de los que gozan de mayor éxito (pero casi imposible de realizar para todo libro existente) es escanear todas las páginas y copiarlas en un soporte electrónico.
PERO AQUÍ se nos presenta otro problema: todos los soportes para la transmisión y conservación de la información, desde la foto a la película cinematográfica, desde el disco a la memoria USB que usamos en nuestro ordenador, son más caducos que el libro. Lo tenemos muy claro con algunos de ellos: en los viejos casetes, al cabo de poco tiempo la cinta se hacía un lío, intentábamos desenmarañarla introduciendo el lápiz en el agujero, a menudo con resultados nulos; las cintas de vídeo pierden los colores y la definición con facilidad, y si las usamos para estudiarlas, rebobinándolas y adelantándolas a menudo, se estropean incluso antes. Ahora bien, hemos tenido tiempo para darnos cuenta de cuánto podía durar un disco de vinilo sin rayarse demasiado, pero no hemos tenido tiempo de verificar cuánto dura un cederrón puesto que, de ser la invención que había de sustituir al libro, ha salido rápidamente del mercado porque se podía acceder on-line a los mismos contenidos y a un precio más conveniente. No sabemos cuánto durará una película en DVD, sabemos solo que a veces empieza a darnos problemas cuando la vemos mucho. E igualmente, no hemos tenido tiempo material de experimentar lo que podían durar los discos flexibles (los floppy disk) para el ordenador: antes de poderlo descubrir fueron sustituidos por los disquetes; estos, por los discos reescribibles, y estos, por los pen drives. Con la desaparición de los diferentes soportes han desaparecido también los ordenadores capaces de leerlos (creo que ya nadie tiene en casa un ordenador con la ranura para el floppy) y si uno no se ha copiado en el soporte sucesivo todo lo que tenía en el precedente (y así en adelante, presumiblemente durante toda la vida, cada dos o tres años), lo ha perdido irremediablemente (a menos de que conserve en el trastero una docena de ordenadores obsoletos, uno por cada soporte desaparecido).
Así pues, sabemos que todos los soportes mecánicos, eléctricos y electrónicos son rápidamente perecederos, o no sabemos cuánto duran y probablemente no llegaremos a saberlo nunca. En fin, que basta una subida de tensión, un rayo en el jardín o cualquier otro acontecimiento mucho más banal para desmagnetizar una memoria. Si hubiera un apagón bastante largo no podríamos usar ya ninguna memoria electrónica.
Aun habiendo grabado en mi memoria electrónica todo el Quijote, no podría leerlo a la luz de una vela, en una hamaca, en un barco, en la bañera, en el columpio, mientras que un libro me permite hacerlo en las condiciones más arduas. Y si se me caen el ordenador o el e-book desde el quinto piso, estaré matemáticamente seguro de que lo he perdido todo, mientras que, si se me cae un libro, como mucho se desencuaderna completamente.
Los soportes modernos parecen apuntar más a la difusión de la información que a su conservación. El libro, en cambio, ha sido el instrumento principal de difusión –pensemos en el papel que tuvo la Biblia impresa en la reforma protestante–, pero al mismo tiempo también de la conservación.
ES POSIBLE que dentro de algunos siglos, la única forma de tener noticias sobre el pasado, al haberse desmagnetizado todos los soportes electrónicos, siga siendo un hermoso incunable. Y, entre los libros modernos, sobrevivirán los muchos hechos con papel de gran calidad, o los que ahora proponen muchos editores hechos con papel libre de ácidos.
No soy un reaccionario nostálgico del pasado. En un disco duro portátil de 250 gigas he grabado las mayores obras maestras de la literatura universal y de la historia de la filosofía: es mucho más cómodo recuperar del disco duro en pocos segundos una cita de Dante o de la Summa Theologica que levantarse e ir a buscar un volumen pesado en librerías demasiado altas. Pero estoy contento de que esos libros sigan en mis librerías, garantía de la memoria para cuando se les crucen los cables a los instrumentos electrónicos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
En la jornada de clausura de la Escuela para Libreros dedicada a Umberto y Elisabetta Mauri, en Venecia, hablamos, entre otras cosas, de la caducidad de los soportes de la información. Han sido soportes de información escrita la estela egipcia, la tablilla de arcilla, el papiro, el pergamino y, obviamente, el libro impreso. Este último ha sobrevivido bien durante 500 años, pero solo cuando está hecho con papel de trapo. A partir de mediados del siglo XIX se pasó al papel de madera, y parece ser que este tiene una vida máxima de 70 años (y en efecto, basta consultar periódicos o libros de los años 40 para ver cómo muchos de ellos se deshacen en cuanto se los hojea). Por lo tanto, desde hace tiempo se celebran congresos y se estudian medios distintos para salvar todos los libros que abarrotan nuestras bibliotecas: uno de los que gozan de mayor éxito (pero casi imposible de realizar para todo libro existente) es escanear todas las páginas y copiarlas en un soporte electrónico.
PERO AQUÍ se nos presenta otro problema: todos los soportes para la transmisión y conservación de la información, desde la foto a la película cinematográfica, desde el disco a la memoria USB que usamos en nuestro ordenador, son más caducos que el libro. Lo tenemos muy claro con algunos de ellos: en los viejos casetes, al cabo de poco tiempo la cinta se hacía un lío, intentábamos desenmarañarla introduciendo el lápiz en el agujero, a menudo con resultados nulos; las cintas de vídeo pierden los colores y la definición con facilidad, y si las usamos para estudiarlas, rebobinándolas y adelantándolas a menudo, se estropean incluso antes. Ahora bien, hemos tenido tiempo para darnos cuenta de cuánto podía durar un disco de vinilo sin rayarse demasiado, pero no hemos tenido tiempo de verificar cuánto dura un cederrón puesto que, de ser la invención que había de sustituir al libro, ha salido rápidamente del mercado porque se podía acceder on-line a los mismos contenidos y a un precio más conveniente. No sabemos cuánto durará una película en DVD, sabemos solo que a veces empieza a darnos problemas cuando la vemos mucho. E igualmente, no hemos tenido tiempo material de experimentar lo que podían durar los discos flexibles (los floppy disk) para el ordenador: antes de poderlo descubrir fueron sustituidos por los disquetes; estos, por los discos reescribibles, y estos, por los pen drives. Con la desaparición de los diferentes soportes han desaparecido también los ordenadores capaces de leerlos (creo que ya nadie tiene en casa un ordenador con la ranura para el floppy) y si uno no se ha copiado en el soporte sucesivo todo lo que tenía en el precedente (y así en adelante, presumiblemente durante toda la vida, cada dos o tres años), lo ha perdido irremediablemente (a menos de que conserve en el trastero una docena de ordenadores obsoletos, uno por cada soporte desaparecido).
Así pues, sabemos que todos los soportes mecánicos, eléctricos y electrónicos son rápidamente perecederos, o no sabemos cuánto duran y probablemente no llegaremos a saberlo nunca. En fin, que basta una subida de tensión, un rayo en el jardín o cualquier otro acontecimiento mucho más banal para desmagnetizar una memoria. Si hubiera un apagón bastante largo no podríamos usar ya ninguna memoria electrónica.
Aun habiendo grabado en mi memoria electrónica todo el Quijote, no podría leerlo a la luz de una vela, en una hamaca, en un barco, en la bañera, en el columpio, mientras que un libro me permite hacerlo en las condiciones más arduas. Y si se me caen el ordenador o el e-book desde el quinto piso, estaré matemáticamente seguro de que lo he perdido todo, mientras que, si se me cae un libro, como mucho se desencuaderna completamente.
Los soportes modernos parecen apuntar más a la difusión de la información que a su conservación. El libro, en cambio, ha sido el instrumento principal de difusión –pensemos en el papel que tuvo la Biblia impresa en la reforma protestante–, pero al mismo tiempo también de la conservación.
ES POSIBLE que dentro de algunos siglos, la única forma de tener noticias sobre el pasado, al haberse desmagnetizado todos los soportes electrónicos, siga siendo un hermoso incunable. Y, entre los libros modernos, sobrevivirán los muchos hechos con papel de gran calidad, o los que ahora proponen muchos editores hechos con papel libre de ácidos.
No soy un reaccionario nostálgico del pasado. En un disco duro portátil de 250 gigas he grabado las mayores obras maestras de la literatura universal y de la historia de la filosofía: es mucho más cómodo recuperar del disco duro en pocos segundos una cita de Dante o de la Summa Theologica que levantarse e ir a buscar un volumen pesado en librerías demasiado altas. Pero estoy contento de que esos libros sigan en mis librerías, garantía de la memoria para cuando se les crucen los cables a los instrumentos electrónicos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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