sábado, mayo 09, 2009

Los rostros femeninos de la crisis

Por Emma Riverola es creativa publicitaria y novelista, autora de Cartas desde la ausencia (EL PAÍS, 08/05/09):

Tranquila, así podrás dedicarte un poco más a los niños. Una frase parecida es la que suele saludar a una mujer recién incorporada al paro, si su sueldo no era el único de la unidad familiar. Generalmente es pronunciada por otra mujer que, como ella, lleva años tratando de conciliar la vida profesional y la familiar sin más resultado que frustración, al observar que sus compañeros masculinos disfrutan de mejor sueldo que el suyo, y remordimiento, por el convencimiento de que no presta a sus hijos toda la atención que debiera.

Después de años de esfuerzo, de demostrar que somos tan válidas como los hombres, de prepararnos mejor y obtener mejores resultados académicos, seguimos ocupando los puestos más precarios y peor retribuidos del mercado laboral.

Ahora la crisis nos sorprende, como siempre, en inferioridad de condiciones. ¿Quién se atreve a reclamar jornada reducida cuando es el puesto de trabajo lo que está en juego? ¿Cómo exigir un sueldo más justo cuando cada noche se ruega por mantenerlo?

El miedo se adueña de la escena para paralizar nuestras reivindicaciones. El mismo temor que debemos vencer para plantar cara a los abusos empresariales, a las mezquindades y la miopía de los directivos o a la feroz competencia de los compañeros, sin tantas prisas por regresar a casa a tiempo para bañar a los niños o prepararles la cena.

Y así seguimos manteniendo nuestra guerra particular entre el rol de madre y el de profesional. Dilema desquiciante que los genes han tenido la gentileza de regalarnos y que nuestros hijos se encargan, cada día, de recordarnos. ¿Por qué tú nunca vienes a buscarme al cole?

Ella, la mujer que acompaña a los hijos al colegio, tampoco duerme bien últimamente. Cada noche, cuando su pareja llega de trabajar, le pregunta cómo le ha ido el día. Teme que mañana sea él quien pase a engrosar las cifras de los titulares de los diarios. Entonces ella buscará un empleo. Lo ha pensado infinidad de veces. No cree que consiga gran cosa, hace años que dejó de trabajar, cuando los críos eran pequeños y todo lo que ganaba se le iba en canguros y guarderías. Ahora, se conformaría con cualquier cosa. Un sueldo, sólo quiere un sueldo.

Conjurando el fantasma de la vida en la calle, se aferra a su mísera paga la mujer de 40 años, sola, en paro y con hijos a su cargo. Así la definen las estadísticas. Es el perfil medio de los perceptores de la renta mínima de inserción. Y aún se sabe con suerte, porque al menos no depende totalmente de la buena voluntad de familiares o amigos.

¿Se acordará mi marido de dar la merienda a los críos? La duda asalta a la mujer que ha ampliado la jornada reducida desde que su pareja perdió el empleo en la obra. Él no lleva bien esto de encargarse de los pequeños. No está acostumbrado. Y eso que ella, cada noche, les prepara la comida del día siguiente. Pero son demasiados cambios para asimilarlos en tan poco tiempo.

Todas ellas son, somos, múltiples caras femeninas de esta crisis. Y lo peor está por venir. Cuando arrecie la destrucción de empleo en el sector servicios, mayoritariamente femenino, o cuando la batalla por un puesto de trabajo sea tan brutal que arroje más mujeres a la cuneta, tradicionalmente menos competitivas que sus compañeros de profesión.

Hay quienes reconocen el papel de la mujer en la resolución de anteriores crisis. Como en la de los años 90, cuando la economía de muchos hogares logró sostenerse gracias a los empleos femeninos en el sector servicios o con la incorporación de la mujer a trabajos irregulares. Debe de ser cierto, aunque yo no recuerdo que nadie nos diera las gracias por el esfuerzo. Tampoco se las dieron a nuestras abuelas cuando salieron de casa para trabajar en las fábricas mientras los hombres luchaban en el frente. La guerra acabó, los hombres volvieron y ellas fueron condenadas, de nuevo, al ostracismo.

Esta crisis es una sacudida al sistema socioeconómico actual. Quizás, con tanto zarandeo, se abra una brecha para los conocimientos, la capacidad de resistencia y la inteligencia emocional de la mujer. Entonces podríamos, por el bien de todos, cambiar las normas del juego y no perpetuar para nuestros hijos los males de una sociedad que inocula el virus de la desigualdad desde la cuna.

Hay muchos modos de librar esta lucha. El hombre que no ayuda, sino que comparte las tareas del hogar. El jefe que premia la eficacia, no las horas. La mujer que cuando llega al poder, se exige no renunciar a su papel de madre. O el político que impulsa, con valentía y creatividad, medidas en favor de la conciliación.

Estas líneas no están escritas ni publicadas un 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer.

Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona

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