Por Guy Sorman (ABC, 14/05/09):
Los que confíen en que ésta sea la crisis definitiva del capitalismo van a llevarse, una vez más, una decepción. La crisis en el capitalismo es innegable: es la tercera recesión en un siglo, pero no es una crisis del capitalismo. A diferencia de los años treinta, y de los setenta, las críticas (toda crítica es legítima) no proponen un sistema alternativo: el fascismo de los años treinta y el socialismo de Estado de los años setenta han dejado de ser opciones creíbles. Casi todos los economistas están de acuerdo en que el capitalismo es igual de imperfecto que las propias sociedades humanas, pero también ha sacado a la Humanidad (prácticamente en su totalidad) de la miseria, y esto en todas las civilizaciones. Lo que queda por hacer es reparar el sistema, lo cual no será sencillo y exige de antemano una comprensión precisa de lo que se ha de reparar. Los economistas y los gobiernos que más o menos les escuchan se enfrentan, en realidad, a dos crisis distintas: una es banal, y la otra, revolucionaria.
La primera exigencia, que a menudo se ha puesto a prueba en el pasado, exige que se haga humanamente tolerable la transición entre las actividades anticuadas y las profesiones futuras que todavía desconocemos. Este proceso denominado «destrucción creativa» (abandonar lo antiguo para pasar a lo nuevo) es el motor del capitalismo: en un cierto grado, exige una colectivización de los riesgos, es decir, que el Estado se haga cargo de los daños. Ése es el supuesto que se mantuvo en todos los países industrializados en los años setenta, cuando las explotaciones hulleras, la siderurgia o la industria textil se trasladaron a lugares en los que la explotación era más rentable, en concreto a Asia y a Iberoamérica. Los Estados supieron dirigir dicha transición, y eso salvó al capitalismo e hizo que se volviera económicamente más rentable y socialmente más aceptable. Este mismo escenario se repite en la actualidad, de forma idéntica en Estados Unidos en la industria automovilística y, en parte, en el sector bancario. Sin duda, la fabricación de automóviles está condenada a la larga en América del Norte, y quizás también en Europa; y el sector financiero está ciertamente sobredimensionado en todas partes en relación a las necesidades de la economía real. Los gobiernos norteamericanos y europeos intentan por tanto anestesiar sin demasiado dolor a un mundo antiguo para que dé a luz a un mundo nuevo: esta transición, afirma Barack Obama, no es una nacionalización y, en este tema, hay que creerle a pies juntillas. Y el arte de los empresarios capitalistas, perfeccionado a lo largo de los siglos, consiste en hacer que las pérdidas sean mutuas: nada nuevo bajo el Sol.
La crisis financiera es más compleja. Al parecer, y ésta es la causa de la crisis, el mercado financiero se ha convertido en un objeto, un poco monstruoso, distinto a la economía real. Sabemos relativamente cómo funciona la economía real: responde a modelos relativamente previsibles conforme a leyes que los economistas y los gobiernos dominan más o menos. Pero el mercado financiero responde a sus propias leyes, que nadie conoce realmente ni controla: de este modo, las cotizaciones de la Bolsa no suben ni bajan en función de los resultados de las empresas que cotizan, sino en función de las estrategias de inversión. La decisión de los inversores influye en los precios que, a su vez, influyen en las estrategias de inversión: esta cadena es autónoma. Esta desconexión entre la economía real y las finanzas virtuales no es constante: ambas están destinadas a coincidir más tarde o más temprano, pero no se sabe cuándo. Esto puede llevar 10 años. Todos los intentos de moldear el comportamiento del capitalismo financiero han fracasado hasta la fecha, en concreto las grandes desigualdades del tipo actual. La ley de las finanzas es el «azar salvaje» (Benoît Mandelbrot). ¿Podríamos alejarnos del capitalismo financiero para volver a centrarnos en el capitalismo real? No, porque no hay innovación real sin finanzas virtuales. Además, el enorme crecimiento mundial desde hace 25 años, del que se ha beneficiado casi todo el mundo, ha sido posible gracias a las innovaciones financieras, hoy perversas pero ayer benéficas, como la titularización del crédito hipotecario. Por tanto, es el exceso de las finanzas lo que es peligroso pero, ¿podemos regularlo? Ésa es la cuestión actual. Nos olvidamos de que el mercado financiero ya estaba muy regulado antes de la crisis bursátil: se ha comprobado que estas reglas eran contraproducentes y estaban aplicadas por reguladores incompetentes. La regulación ha acelerado la crisis, y ha obligado, por ejemplo, a los bancos a vender sus acciones, lo que ha hecho que se desplomaran las cotizaciones.
Una buena regulación que encuadrara la desconexión de las finanzas y la economía dentro de unos límites razonables (un azar sabio) es la quimera del momento. Esta regulación implica un conocimiento de los flujos mundiales que no tenemos pero que se podría adquirir. Rama Cont, economista en París y en la Universidad Columbia de Nueva York, propone la creación oportuna de un observatorio mundial de riesgos que alertara a los gobiernos nacionales de una posible tempestad. Correspondería a estos gobiernos (la Administación de Obama ya ha anunciado que no renunciará a la soberanía nacional en la regulación de su mercado financiero) proteger a los ahorradores, a los accionistas, a los bancos y a las aseguradoras frente a estrategias especulativas que amenazaran con llevar el sistema a la quiebra. Sin duda, la crisis actual hará progresar el conocimiento y la previsión del riesgo: este enfoque mejorado debería volver a unir el mercado financiero y la economía real. La crisis se terminará cuando empresarios, trabajadores, consumidores e inversores crean que los dos ventrículos del capitalismo vuelven a latir al mismo ritmo. El capitalismo, en definitiva, se basa en la confianza que ponemos en él y en los servicios concretos que ofrece. A nadie se le exige que ame el capitalismo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Los que confíen en que ésta sea la crisis definitiva del capitalismo van a llevarse, una vez más, una decepción. La crisis en el capitalismo es innegable: es la tercera recesión en un siglo, pero no es una crisis del capitalismo. A diferencia de los años treinta, y de los setenta, las críticas (toda crítica es legítima) no proponen un sistema alternativo: el fascismo de los años treinta y el socialismo de Estado de los años setenta han dejado de ser opciones creíbles. Casi todos los economistas están de acuerdo en que el capitalismo es igual de imperfecto que las propias sociedades humanas, pero también ha sacado a la Humanidad (prácticamente en su totalidad) de la miseria, y esto en todas las civilizaciones. Lo que queda por hacer es reparar el sistema, lo cual no será sencillo y exige de antemano una comprensión precisa de lo que se ha de reparar. Los economistas y los gobiernos que más o menos les escuchan se enfrentan, en realidad, a dos crisis distintas: una es banal, y la otra, revolucionaria.
La primera exigencia, que a menudo se ha puesto a prueba en el pasado, exige que se haga humanamente tolerable la transición entre las actividades anticuadas y las profesiones futuras que todavía desconocemos. Este proceso denominado «destrucción creativa» (abandonar lo antiguo para pasar a lo nuevo) es el motor del capitalismo: en un cierto grado, exige una colectivización de los riesgos, es decir, que el Estado se haga cargo de los daños. Ése es el supuesto que se mantuvo en todos los países industrializados en los años setenta, cuando las explotaciones hulleras, la siderurgia o la industria textil se trasladaron a lugares en los que la explotación era más rentable, en concreto a Asia y a Iberoamérica. Los Estados supieron dirigir dicha transición, y eso salvó al capitalismo e hizo que se volviera económicamente más rentable y socialmente más aceptable. Este mismo escenario se repite en la actualidad, de forma idéntica en Estados Unidos en la industria automovilística y, en parte, en el sector bancario. Sin duda, la fabricación de automóviles está condenada a la larga en América del Norte, y quizás también en Europa; y el sector financiero está ciertamente sobredimensionado en todas partes en relación a las necesidades de la economía real. Los gobiernos norteamericanos y europeos intentan por tanto anestesiar sin demasiado dolor a un mundo antiguo para que dé a luz a un mundo nuevo: esta transición, afirma Barack Obama, no es una nacionalización y, en este tema, hay que creerle a pies juntillas. Y el arte de los empresarios capitalistas, perfeccionado a lo largo de los siglos, consiste en hacer que las pérdidas sean mutuas: nada nuevo bajo el Sol.
La crisis financiera es más compleja. Al parecer, y ésta es la causa de la crisis, el mercado financiero se ha convertido en un objeto, un poco monstruoso, distinto a la economía real. Sabemos relativamente cómo funciona la economía real: responde a modelos relativamente previsibles conforme a leyes que los economistas y los gobiernos dominan más o menos. Pero el mercado financiero responde a sus propias leyes, que nadie conoce realmente ni controla: de este modo, las cotizaciones de la Bolsa no suben ni bajan en función de los resultados de las empresas que cotizan, sino en función de las estrategias de inversión. La decisión de los inversores influye en los precios que, a su vez, influyen en las estrategias de inversión: esta cadena es autónoma. Esta desconexión entre la economía real y las finanzas virtuales no es constante: ambas están destinadas a coincidir más tarde o más temprano, pero no se sabe cuándo. Esto puede llevar 10 años. Todos los intentos de moldear el comportamiento del capitalismo financiero han fracasado hasta la fecha, en concreto las grandes desigualdades del tipo actual. La ley de las finanzas es el «azar salvaje» (Benoît Mandelbrot). ¿Podríamos alejarnos del capitalismo financiero para volver a centrarnos en el capitalismo real? No, porque no hay innovación real sin finanzas virtuales. Además, el enorme crecimiento mundial desde hace 25 años, del que se ha beneficiado casi todo el mundo, ha sido posible gracias a las innovaciones financieras, hoy perversas pero ayer benéficas, como la titularización del crédito hipotecario. Por tanto, es el exceso de las finanzas lo que es peligroso pero, ¿podemos regularlo? Ésa es la cuestión actual. Nos olvidamos de que el mercado financiero ya estaba muy regulado antes de la crisis bursátil: se ha comprobado que estas reglas eran contraproducentes y estaban aplicadas por reguladores incompetentes. La regulación ha acelerado la crisis, y ha obligado, por ejemplo, a los bancos a vender sus acciones, lo que ha hecho que se desplomaran las cotizaciones.
Una buena regulación que encuadrara la desconexión de las finanzas y la economía dentro de unos límites razonables (un azar sabio) es la quimera del momento. Esta regulación implica un conocimiento de los flujos mundiales que no tenemos pero que se podría adquirir. Rama Cont, economista en París y en la Universidad Columbia de Nueva York, propone la creación oportuna de un observatorio mundial de riesgos que alertara a los gobiernos nacionales de una posible tempestad. Correspondería a estos gobiernos (la Administación de Obama ya ha anunciado que no renunciará a la soberanía nacional en la regulación de su mercado financiero) proteger a los ahorradores, a los accionistas, a los bancos y a las aseguradoras frente a estrategias especulativas que amenazaran con llevar el sistema a la quiebra. Sin duda, la crisis actual hará progresar el conocimiento y la previsión del riesgo: este enfoque mejorado debería volver a unir el mercado financiero y la economía real. La crisis se terminará cuando empresarios, trabajadores, consumidores e inversores crean que los dos ventrículos del capitalismo vuelven a latir al mismo ritmo. El capitalismo, en definitiva, se basa en la confianza que ponemos en él y en los servicios concretos que ofrece. A nadie se le exige que ame el capitalismo.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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