Por Rafael Rojas, historiador cubano exiliado en México. Acaba de publicar El estante vacío. Literatura y política en Cuba (EL PAÍS, 05/05/09):
Barack Obama comienza a gobernar Estados Unidos cuando está a punto de cumplirse medio siglo de la medida que ha caracterizado históricamente la política de Washington hacia La Habana: el embargo comercial decretado el 19 de octubre de 1960. Desde la desaparición de la URSS, 1991, esa política ha despertado el rechazo creciente de la comunidad internacional, como se evidencia cada otoño en la Asamblea General de Naciones Unidas. Para la mayoría del mundo, el aislamiento comercial de Cuba, en el contexto posterior a la guerra fría, no es la mejor manera de alentar reformas en el Gobierno cubano ni de transmitir solidaridad a una ciudadanía que sufre enormes carencias económicas y, a la vez, graves limitaciones a sus derechos civiles y políticos.
Cinco décadas es mucho tiempo, y el embargo ha debido reinventar sus fines luego de la caída del Muro de Berlín. Cuando fue aplicada, aquella medida era un castigo contra un Gobierno que confiscaba decenas de compañías de Estados Unidos, sin indemnización, y se aliaba a los principales rivales de Washington en la guerra fría -en octubre del 60, Cuba ya había firmado acuerdos comerciales y crediticios con la URSS, la RDA, Checoslovaquia, Bulgaria, Corea del Norte y China-. Este alineamiento económico con el campo socialista se dio acompañado de un tránsito veloz al totalitarismo que no debe ser entendido como una reacción contra la hostilidad norteamericana, sino como un acto de voluntad política de la joven dirigencia revolucionaria.
Mientras existió el bloque soviético, el embargo era la manera como Estados Unidos obligaba a Cuba a circunscribirse a esa alianza comercial, encabezada por el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME). Durante 32 años, es decir, entre 1960 y 1992, el Gobierno cubano entendió el embargo como una consecuencia inevitable de su orientación ideológica y su estrategia geopolítica, y nunca demostró incomodidad con aquel pacto entre aliados, basado en “precios preferenciales” y subsidios energéticos. En aquellas décadas eran poco frecuentes las protestas contra el “bloqueo imperialista”, que se han convertido en el tópico central de la propaganda cubana en los últimos 17 años.
Hacia 1992, con el bloque soviético desmoronado y el socialismo real de la isla en pie, Estados Unidos tuvo que refuncionalizar el embargo. Entonces, como ahora, iniciaba su presidencia un político demócrata, Bill Clinton, quien se encontró una bien articulada clase política cubano-americana en la Florida y en Washington. Fue esa élite la que, con respaldo de la mayoría del exilio cubano, impulsó, no el abandono del embargo, sino su reforzamiento por medio del Cuban Democratic Act, o Ley Torricelli, de 1992. El objetivo, entonces, no era el mismo que en 1960 -limitar el comercio de la isla al bloque soviético-, sino obstruir la reconstrucción de la red comercial y financiera de La Habana en el contexto de la posguerra fría.
Pero la Ley Torricelli, en sintonía con la estrategia latinoamericana del Partido Demócrata y el Gobierno de Clinton, agregó a las restricciones al comercio con terceros países una agenda democratizadora que perseguía la promoción de una sociedad civil más vertebrada y de un mejoramiento de la situación de los derechos humanos, incluidos los de asociación y expresión. Esa política, conocida como el carril dos de la Ley Torricelli y que implicó el respaldo a viajes y remesas de la comunidad cubana y al intercambio cultural y académico, fue tenazmente combatida desde ambos lados del estrecho de la Florida.
El clima de distensión bilateral que se ganó en los cuatro años del primer mandato de Clinton, y que no estuvo desligado de una serie de tímidas reformas en la isla -despenalización del dólar, trabajo por cuenta propia, cooperativas agrarias, mercado libre campesino, mayor apertura a la inversión extranjera, reducción de la burocracia-, se deshizo en febrero de 1996 con el derribo, en aguas internacionales, de dos avionetas civiles procedentes de Miami. Una semana después, el presidente Clinton firmó otro reforzamiento del embargo, el Cuban Liberty and Democratic Solidarity Act o Ley Helms-Burton, también promovida por políticos cubano-americanos.
Esta nueva ley, que Clinton tal vez habría vetado de no haberse producido el derribo de las avionetas, introducía una significativa innovación: transfería el control de la política hacia Cuba del presidente al Congreso de EE UU. La ley ha sido muy criticada por su extraterritorialidad -a pesar de que los títulos tercero y cuarto de la misma nunca han entrado en vigor- y por su definición maximalista y normativa de lo que debe ser un “Gobierno de transición” y un “Gobierno democrático”. Esta última característica, en efecto, restó incentivos a las corrientes reformistas dentro del Gobierno cubano, aunque los primeros indicios de una contrarreforma, en La Habana, se manifestaron antes del atentado contra Hermanos al Rescate.
A partir de 1996, las élites insulares abandonaron la precaria agenda aperturista y entraron en un endurecimiento de 10 años que se verificó en el congreso del Partido Comunista de 1997, la campaña por la repatriación de Elián González, la “batalla de ideas”, la despiadada represión de la primavera del 2003 y la obsesiva alianza con Chávez, hasta la convalecencia de Fidel Castro en 2006. Las sanciones adoptadas por el Gobierno de George W. Bush, en 2004, que restringieron viajes, remesas e intercambios entre ambos países, fueron la respuesta de Estados Unidos a dicho endurecimiento. Es cierto que esas medidas afectaron a la ciudadanía de la isla y del exilio, pero no es menos cierto que las mismas respondieron a una lógica de confrontación alimentada por ambos Gobiernos.
¿Cómo se coloca Barack Obama frente a ese legado de medio siglo? Por lo pronto, el nuevo presidente ha comenzado a hacer lo que depende únicamente de la Casa Blanca y el Departamento de Estado: revocar las sanciones de la pasada Administración. Obama puede avanzar aún más por ese camino, sin hacer caso a la intransigencia de La Habana, pero no podrá llegar, por ahora, al levantamiento del embargo, el cual requiere de consenso legislativo. El Gobierno cubano sabe que desde 1996 el embargo es una ley del Congreso porque una acción suya contribuyó a que así fuera. La Habana ha convertido la derogación unilateral del embargo en su principal demanda, precisamente, porque sabe que es muy difícil de lograr sin un proceso de reformas en la isla.
No existe el menor indicio de que el Gobierno de Obama vaya a renunciar a la idea de contribuir a la liberalización de la economía y la democratización de la política cubanas. Todo parece indicar que el presidente demócrata regresará a la estrategia de utilizar los viajes, las remesas y el intercambio académico y cultural como incentivos para la apertura. Exigir al Gobierno de Estados Unidos que excluya de su diplomacia el tema de los derechos humanos es tan ilusorio como pedir a La Habana que no haga del fin del embargo su principal arma. Las dos demandas, embargo y democracia, por su dificultad, permitirían colocar la negociación en temas concretos y más accesibles, como libertad de movimiento, ley de ajuste o liberaciones de presos. Pero el Gobierno cubano, por lo visto, no quiere negociar nada: ni lo máximo ni lo mínimo.
El embargo no es, como afirman tantos defensores acríticos del socialismo insular, un castigo para que otros países latinoamericanos no sigan el ejemplo de Cuba, ya que ninguna izquierda de la región, ni siquiera la venezolana, desea adoptar el modelo cubano. Pero el embargo es una estrategia de liberalización y democratización de la isla que, medio siglo después de su establecimiento, ha demostrado una gran ineficacia y ha ofrecido a La Habana las mejores excusas para la negación de libertades públicas. La nueva Administración demócrata tiene en sus manos la posibilidad de experimentar nuevas formas de promoción de la democracia que partan, como se vio en la pasada Cumbre de las Américas, de una premisa insoslayable: el apoyo de la comunidad internacional.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Barack Obama comienza a gobernar Estados Unidos cuando está a punto de cumplirse medio siglo de la medida que ha caracterizado históricamente la política de Washington hacia La Habana: el embargo comercial decretado el 19 de octubre de 1960. Desde la desaparición de la URSS, 1991, esa política ha despertado el rechazo creciente de la comunidad internacional, como se evidencia cada otoño en la Asamblea General de Naciones Unidas. Para la mayoría del mundo, el aislamiento comercial de Cuba, en el contexto posterior a la guerra fría, no es la mejor manera de alentar reformas en el Gobierno cubano ni de transmitir solidaridad a una ciudadanía que sufre enormes carencias económicas y, a la vez, graves limitaciones a sus derechos civiles y políticos.
Cinco décadas es mucho tiempo, y el embargo ha debido reinventar sus fines luego de la caída del Muro de Berlín. Cuando fue aplicada, aquella medida era un castigo contra un Gobierno que confiscaba decenas de compañías de Estados Unidos, sin indemnización, y se aliaba a los principales rivales de Washington en la guerra fría -en octubre del 60, Cuba ya había firmado acuerdos comerciales y crediticios con la URSS, la RDA, Checoslovaquia, Bulgaria, Corea del Norte y China-. Este alineamiento económico con el campo socialista se dio acompañado de un tránsito veloz al totalitarismo que no debe ser entendido como una reacción contra la hostilidad norteamericana, sino como un acto de voluntad política de la joven dirigencia revolucionaria.
Mientras existió el bloque soviético, el embargo era la manera como Estados Unidos obligaba a Cuba a circunscribirse a esa alianza comercial, encabezada por el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME). Durante 32 años, es decir, entre 1960 y 1992, el Gobierno cubano entendió el embargo como una consecuencia inevitable de su orientación ideológica y su estrategia geopolítica, y nunca demostró incomodidad con aquel pacto entre aliados, basado en “precios preferenciales” y subsidios energéticos. En aquellas décadas eran poco frecuentes las protestas contra el “bloqueo imperialista”, que se han convertido en el tópico central de la propaganda cubana en los últimos 17 años.
Hacia 1992, con el bloque soviético desmoronado y el socialismo real de la isla en pie, Estados Unidos tuvo que refuncionalizar el embargo. Entonces, como ahora, iniciaba su presidencia un político demócrata, Bill Clinton, quien se encontró una bien articulada clase política cubano-americana en la Florida y en Washington. Fue esa élite la que, con respaldo de la mayoría del exilio cubano, impulsó, no el abandono del embargo, sino su reforzamiento por medio del Cuban Democratic Act, o Ley Torricelli, de 1992. El objetivo, entonces, no era el mismo que en 1960 -limitar el comercio de la isla al bloque soviético-, sino obstruir la reconstrucción de la red comercial y financiera de La Habana en el contexto de la posguerra fría.
Pero la Ley Torricelli, en sintonía con la estrategia latinoamericana del Partido Demócrata y el Gobierno de Clinton, agregó a las restricciones al comercio con terceros países una agenda democratizadora que perseguía la promoción de una sociedad civil más vertebrada y de un mejoramiento de la situación de los derechos humanos, incluidos los de asociación y expresión. Esa política, conocida como el carril dos de la Ley Torricelli y que implicó el respaldo a viajes y remesas de la comunidad cubana y al intercambio cultural y académico, fue tenazmente combatida desde ambos lados del estrecho de la Florida.
El clima de distensión bilateral que se ganó en los cuatro años del primer mandato de Clinton, y que no estuvo desligado de una serie de tímidas reformas en la isla -despenalización del dólar, trabajo por cuenta propia, cooperativas agrarias, mercado libre campesino, mayor apertura a la inversión extranjera, reducción de la burocracia-, se deshizo en febrero de 1996 con el derribo, en aguas internacionales, de dos avionetas civiles procedentes de Miami. Una semana después, el presidente Clinton firmó otro reforzamiento del embargo, el Cuban Liberty and Democratic Solidarity Act o Ley Helms-Burton, también promovida por políticos cubano-americanos.
Esta nueva ley, que Clinton tal vez habría vetado de no haberse producido el derribo de las avionetas, introducía una significativa innovación: transfería el control de la política hacia Cuba del presidente al Congreso de EE UU. La ley ha sido muy criticada por su extraterritorialidad -a pesar de que los títulos tercero y cuarto de la misma nunca han entrado en vigor- y por su definición maximalista y normativa de lo que debe ser un “Gobierno de transición” y un “Gobierno democrático”. Esta última característica, en efecto, restó incentivos a las corrientes reformistas dentro del Gobierno cubano, aunque los primeros indicios de una contrarreforma, en La Habana, se manifestaron antes del atentado contra Hermanos al Rescate.
A partir de 1996, las élites insulares abandonaron la precaria agenda aperturista y entraron en un endurecimiento de 10 años que se verificó en el congreso del Partido Comunista de 1997, la campaña por la repatriación de Elián González, la “batalla de ideas”, la despiadada represión de la primavera del 2003 y la obsesiva alianza con Chávez, hasta la convalecencia de Fidel Castro en 2006. Las sanciones adoptadas por el Gobierno de George W. Bush, en 2004, que restringieron viajes, remesas e intercambios entre ambos países, fueron la respuesta de Estados Unidos a dicho endurecimiento. Es cierto que esas medidas afectaron a la ciudadanía de la isla y del exilio, pero no es menos cierto que las mismas respondieron a una lógica de confrontación alimentada por ambos Gobiernos.
¿Cómo se coloca Barack Obama frente a ese legado de medio siglo? Por lo pronto, el nuevo presidente ha comenzado a hacer lo que depende únicamente de la Casa Blanca y el Departamento de Estado: revocar las sanciones de la pasada Administración. Obama puede avanzar aún más por ese camino, sin hacer caso a la intransigencia de La Habana, pero no podrá llegar, por ahora, al levantamiento del embargo, el cual requiere de consenso legislativo. El Gobierno cubano sabe que desde 1996 el embargo es una ley del Congreso porque una acción suya contribuyó a que así fuera. La Habana ha convertido la derogación unilateral del embargo en su principal demanda, precisamente, porque sabe que es muy difícil de lograr sin un proceso de reformas en la isla.
No existe el menor indicio de que el Gobierno de Obama vaya a renunciar a la idea de contribuir a la liberalización de la economía y la democratización de la política cubanas. Todo parece indicar que el presidente demócrata regresará a la estrategia de utilizar los viajes, las remesas y el intercambio académico y cultural como incentivos para la apertura. Exigir al Gobierno de Estados Unidos que excluya de su diplomacia el tema de los derechos humanos es tan ilusorio como pedir a La Habana que no haga del fin del embargo su principal arma. Las dos demandas, embargo y democracia, por su dificultad, permitirían colocar la negociación en temas concretos y más accesibles, como libertad de movimiento, ley de ajuste o liberaciones de presos. Pero el Gobierno cubano, por lo visto, no quiere negociar nada: ni lo máximo ni lo mínimo.
El embargo no es, como afirman tantos defensores acríticos del socialismo insular, un castigo para que otros países latinoamericanos no sigan el ejemplo de Cuba, ya que ninguna izquierda de la región, ni siquiera la venezolana, desea adoptar el modelo cubano. Pero el embargo es una estrategia de liberalización y democratización de la isla que, medio siglo después de su establecimiento, ha demostrado una gran ineficacia y ha ofrecido a La Habana las mejores excusas para la negación de libertades públicas. La nueva Administración demócrata tiene en sus manos la posibilidad de experimentar nuevas formas de promoción de la democracia que partan, como se vio en la pasada Cumbre de las Américas, de una premisa insoslayable: el apoyo de la comunidad internacional.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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