Tras la segunda guerra mundial, Gran Bretaña no pudo hacer frente a los gastos que ocasionaba el mantenimiento de su Imperio porque estaba exhausta por el coste de la victoria. Entre 1947 y 1987, el gasto de defensa británico fue del 5,8% del PIB, mientras que un siglo antes era de un 2,6%. Como dijo Keynes, fue “para cubrir los gastos militares y sociales en ultramar” por lo que Gran Bretaña obtuvo de Estados Unidos un préstamo de 3.750 millones de dólares, cuyas condiciones debilitaron la economía británica, al provocar una serie de crisis de la libra esterlina generadas por la exigencia americana de que esta moneda fuese convertible en dólares, con la consiguiente presión sobre las reservas del Banco de Inglaterra.
En los 50, Harold Macmillan sostuvo que la opción de Gran Bretaña consistía en elegir entre “caer en un socialismo mezquino y sensiblero propio de una potencia de segunda, o avanzar hacia el tercer Imperio británico”; pero, tras la crisis de Suez, pareció claro que solo quedaba la primera opción. En 1892, un joven Winston Churchill acertó al prever “grandes trastornos” en el curso de su vida, que fue larga; pero al morir –en 1965– ya era evidente que su ambición de salvar el Imperio no fue más que una fantasía adolescente, pese a que hizo posible que alcanzase “su mejor momento”, poco antes de su fin, cuando resistió al imperialismo maligno de Hitler.
DURANTE LAS décadas de los 60 y 70, todas las propuestas ensayadas para salir de esta crisis fracasaron. En primer lugar, la idea de apoyarse exclusivamente en EEUU para la defensa nuclear fue descartada –por laboristas y conservadores– por considerarla una especie de recolonización trasatlántica en sentido inverso. En segundo término, la salida europea –mediante el ingreso en la CEE– fue vetada dos veces por De Gaulle, quien achacaba a Gran Bretaña una vocación de insularidad incorregible y una mentalidad posimperial, por lo que –arrogante como era– aconsejó a “este gran pueblo” que emprendiera una transformación económica y social que le permitiera formar parte verdaderamente de Europa y dejar de ser un satélite de EEUU. Y por último, durante la presidencia de Edward Heath –a comienzos de los 70–, surgió una tercera vía iniciada por tories partidarios de la libre empresa, que prepararon el terreno para la irrupción, en 1979, de Margaret Thatcher, mujer de fuerte carácter y plenamente convencida de que la salvación estaba en el mercado libre. Aquel mismo año, Deng Xiaoping viajaba a Washington, iniciando así una revolución de efectos enormes, y la madrasa –escuela religiosa– de la ciudad de Qom –en Irán– se convertía en el epicentro de otra revolución muy distinta pero también trascendente.
Margaret Hilda Roberts, hija de un almacenista de Grantham, fue educada como devota metodista y, tras estudiar química en Oxford y casarse con Denis Thatcher –alto ejecutivo de la industria petrolífera–, se licenció en Derecho el mismo año en que nacieron sus dos hijos gemelos. En los Comunes desde 1959, pronto destacó por su coraje, tenacidad y dureza, al servicio de un repertorio de ideas que evolucionó con el tiempo hasta concretarse en un núcleo corto y claro. En realidad, una vez en el poder –que alcanzó hace ahora 30 años–, su Gobierno, aunque fue presentado como un retorno a los valores de la Inglaterra victoriana, no supuso una recuperación del liberalismo gladstoniano, ni tampoco de la beligerancia antieuropea de Palmerston, pese a parecerlo por su retórica.
La tercera vía anunciada se concretó en el desmantelamiento decidido del Estado del bienestar y en una política industrial destinada a preservar las empresas capaces de sobrevivir y de generar beneficios, desechando como inútiles a las que no lo fuesen. Esta racionalización brutal mediante el cierre de las empresas no rentables, recortes de salarios y supresión de empleos, chocó con la oposición de los sindicatos, concretada –durante 1984 y 1985– en la confrontación entre la primera ministra y el líder del Sindicato Nacional de Mineros, Arthur Scargill. En esta lucha, la Dama de Hierro venció al Rey del Carbón; y, como ya tenía el aderezo nacionalista de la victoria –también por goleada– en la guerra de las Malvinas, su suerte estaba echada: ganó tres elecciones consecutivas y su mandato se prolongó hasta 1990, momento en el que el propio partido conservador consideró que su tiempo estaba acabado. Su influencia, de la mano del presidente norteamericano Ronald Reagan, ha sido enorme en todo el mundo –no hay sociedades, sino personas; el Estado no es la solución sino el problema; aprovéchate y cuida de ti– y se ha prolongado, de hecho, hasta el inicio de la actual crisis económica.
ES DIFÍCIL sustraerse a la idea, a la luz de estos hechos, de que la historia es pendular y se desarrolla por reacción. Una etapa de regulación que llegó a ser excesiva –desde el fin de la segunda guerra mundial hasta finales de los años 70–, provocó la reacción contraria en forma de una desregulación que también se ha desbocado –desde los años 80 hasta ahora mismo–, y que ha causado una crisis de proporciones gigantescas cuya superación se confía hoy, en parte, a una nueva regulación. Tejer y destejer. Es la vida.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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