Por Álavaro Gil-Robles, ex comisario de Derechos Humanos del Consejo de Europa (EL CORREO DIGITAL, 10/05/09):
El próximo martes se reunirá en Madrid el Comité de ministros del Consejo de Europa, coincidiendo con el fin de la presidencia española de dicho organismo. A una inmensa mayoría de españoles, como del resto de los europeos, este hecho probablemente no les diga nada, o aún peor, les induzca a caer en una de las más corrientes confusiones, es decir, a creer que estamos ante un acto institucional de la Unión Europea, una reunión más del Consejo de la Unión.
Este importante desconocimiento del Consejo de Europa resulta aún más descorazonador si tenemos en cuenta su origen y la ingente labor que ha realizado a lo largo de sus sesenta años de existencia en pro del mantenimiento de la democracia, el Estado de Derecho y la defensa de los derechos humanos en todo el continente europeo.
Surge de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial como un proyecto de paz y libertad para una Europa traumatizada por el nazismo y sus crímenes contra la Humanidad y la consolidación de dictaduras comunistas y fascistas en gran parte de su territorio. Estadistas como Churchill, Adenauer, Schuman, Spaak o Alcide de Gasperi lo apadrinaron e impulsaron.
En torno al Convenio Europeo de Derechos Humanos (Roma, 1950) esta organización (hoy con 47 países miembros y la Federación de Rusia entre ellos) ha construido todo un armazón de normas en materia de derechos humanos, esenciales para entender el modelo de sociedad democrática que han adoptado todos los países miembros. El núcleo de los que, más tarde, constituirían lo que hoy conocemos como la Unión Europea (27 de ellos) asumirían también como cimientos de la obra común estos mismos principios y valores fundamentales.
El Consejo de Europa, incansablemente, ha velado para que las democracias fundadoras de ese proyecto europeo no se apartasen del respeto de los derechos y valores fundamentales, al tiempo que ha jugado un papel sumamente importante al acompañar a los diferentes países que iban saliendo del túnel del tiempo de sus respectivas dictaduras, para adaptar su marco legal, sus instituciones y los hábitos y comportamientos de sus funcionarios y responsables políticos a las exigencias ineludibles de una verdadera democracia.
Un trabajo de base, de cimentación de la democracia en Europa, que por realizarse en silencio, dentro de la más absoluta normalidad, ha terminado por pasar desapercibido para la inmensa mayoría de la población europea, segura ya de la aparente derrota de los enemigos de la democracia, sobre todo después de la desaparición del sistema comunista de la Unión Soviética.
Pero la realidad es tozuda y nos muestra que esos peligros siguen existiendo, de la mano del terrorismo, nacional e internacional, o del renacer de movimientos xenófobos y racistas, por sólo citar algunos de los posibles peligros. Las medidas antiterroristas que recientemente se han adoptado en algunos países miembros del Consejo de Europa, o la cooperación directa o indirecta con la política antiterrorista norteamericana, hoy denunciada por su propio presidente, y que incluso ha dado lugar a los intentos vergonzosos de justificar el uso de la tortura, nos muestran descarnadamente hasta qué punto los valores fundamentales de la democracia aún exigen ser recordados y defendidos entre la población europea y no pocos de sus dirigentes.
A ello hemos de añadir una evolución democrática aún pendiente de consumar en algunos países europeos.
El Consejo de Europa, a través de sus diferentes organismos e instituciones (Asamblea parlamentaria, comisario para los Derechos Humanos, Comité para la Prevención de la Tortura, etcétera) ha denunciado insistentemente estos abusos, y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, pieza fundamental para garantizar el respeto del Convenio por los Estados miembros, es una referencia ineludible para la consolidación del Estado de Derecho.
Si todo esto es cierto, ¿por qué este supino desconocimiento por parte de la población?
Sin duda el auge de la Unión Europea y su protagonismo indiscutible y lógico han contribuido a ello, pero también la propia trayectoria del Consejo de Europa lo ha conducido a la situación en la que hoy se encuentra, huérfana de imagen, de medios imprescindibles para cumplir su misión y con un futuro incierto, de seguir las cosas así.
Para superar esta situación, me parece esencial que entre la Unión Europea y el Consejo de Europa se establezca una verdadera política de sólida cooperación, como proyectos indiscutiblemente complementarios, y no de competencia larvada siempre en lógico menoscabo del Consejo de Europa, que tiene que superar un incomprensible e injustificado complejo de inferioridad ante la Unión Europea.
Los gobiernos que componen la Unión Europea son también miembros del Consejo de Europa, y de su voluntad depende por tanto que este último pueda seguir cumpliendo su fundamental misión, pues Europa no se entiende sin los valores, principios y derechos que proclama y defiende el Consejo de Europa.
A su vez el Consejo de Europa debe renunciar a seguir refugiándose en un cómodo ostracismo del que culpar a otros (cuando todos son los mismos), asumiendo la voluntad de renovación que marcaba el Informe elaborado por el primer ministro de Luxemburgo, Jean-Claude Juncker. Entre otros cambios, es urgente modificar los criterios de elección del secretario general.
Este cargo no puede convertirse en una canonjía que la Asamblea parlamentaria atribuya rotativamente al respectivo jefe de grupo, por lo general un dignísimo parlamentario nacional, pero desconocido en el mundo político europeo. Los efectos de esta deriva de la organización están siendo catastróficos para su diálogo con las otras instituciones europeas, el mantenimiento del liderazgo y la visibilidad que corresponde en su terreno al Consejo de Europa. Es necesario poner al frente de la organización una personalidad política relevante en Europa. Los ministros de Asuntos Exteriores reunidos en Madrid el próximo martes tienen una magnífica oportunidad para hacer realidad las sabias recomendaciones del Informe Juncker, y con ello de dar un nuevo impulso a esta histórica organización.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
El próximo martes se reunirá en Madrid el Comité de ministros del Consejo de Europa, coincidiendo con el fin de la presidencia española de dicho organismo. A una inmensa mayoría de españoles, como del resto de los europeos, este hecho probablemente no les diga nada, o aún peor, les induzca a caer en una de las más corrientes confusiones, es decir, a creer que estamos ante un acto institucional de la Unión Europea, una reunión más del Consejo de la Unión.
Este importante desconocimiento del Consejo de Europa resulta aún más descorazonador si tenemos en cuenta su origen y la ingente labor que ha realizado a lo largo de sus sesenta años de existencia en pro del mantenimiento de la democracia, el Estado de Derecho y la defensa de los derechos humanos en todo el continente europeo.
Surge de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial como un proyecto de paz y libertad para una Europa traumatizada por el nazismo y sus crímenes contra la Humanidad y la consolidación de dictaduras comunistas y fascistas en gran parte de su territorio. Estadistas como Churchill, Adenauer, Schuman, Spaak o Alcide de Gasperi lo apadrinaron e impulsaron.
En torno al Convenio Europeo de Derechos Humanos (Roma, 1950) esta organización (hoy con 47 países miembros y la Federación de Rusia entre ellos) ha construido todo un armazón de normas en materia de derechos humanos, esenciales para entender el modelo de sociedad democrática que han adoptado todos los países miembros. El núcleo de los que, más tarde, constituirían lo que hoy conocemos como la Unión Europea (27 de ellos) asumirían también como cimientos de la obra común estos mismos principios y valores fundamentales.
El Consejo de Europa, incansablemente, ha velado para que las democracias fundadoras de ese proyecto europeo no se apartasen del respeto de los derechos y valores fundamentales, al tiempo que ha jugado un papel sumamente importante al acompañar a los diferentes países que iban saliendo del túnel del tiempo de sus respectivas dictaduras, para adaptar su marco legal, sus instituciones y los hábitos y comportamientos de sus funcionarios y responsables políticos a las exigencias ineludibles de una verdadera democracia.
Un trabajo de base, de cimentación de la democracia en Europa, que por realizarse en silencio, dentro de la más absoluta normalidad, ha terminado por pasar desapercibido para la inmensa mayoría de la población europea, segura ya de la aparente derrota de los enemigos de la democracia, sobre todo después de la desaparición del sistema comunista de la Unión Soviética.
Pero la realidad es tozuda y nos muestra que esos peligros siguen existiendo, de la mano del terrorismo, nacional e internacional, o del renacer de movimientos xenófobos y racistas, por sólo citar algunos de los posibles peligros. Las medidas antiterroristas que recientemente se han adoptado en algunos países miembros del Consejo de Europa, o la cooperación directa o indirecta con la política antiterrorista norteamericana, hoy denunciada por su propio presidente, y que incluso ha dado lugar a los intentos vergonzosos de justificar el uso de la tortura, nos muestran descarnadamente hasta qué punto los valores fundamentales de la democracia aún exigen ser recordados y defendidos entre la población europea y no pocos de sus dirigentes.
A ello hemos de añadir una evolución democrática aún pendiente de consumar en algunos países europeos.
El Consejo de Europa, a través de sus diferentes organismos e instituciones (Asamblea parlamentaria, comisario para los Derechos Humanos, Comité para la Prevención de la Tortura, etcétera) ha denunciado insistentemente estos abusos, y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, pieza fundamental para garantizar el respeto del Convenio por los Estados miembros, es una referencia ineludible para la consolidación del Estado de Derecho.
Si todo esto es cierto, ¿por qué este supino desconocimiento por parte de la población?
Sin duda el auge de la Unión Europea y su protagonismo indiscutible y lógico han contribuido a ello, pero también la propia trayectoria del Consejo de Europa lo ha conducido a la situación en la que hoy se encuentra, huérfana de imagen, de medios imprescindibles para cumplir su misión y con un futuro incierto, de seguir las cosas así.
Para superar esta situación, me parece esencial que entre la Unión Europea y el Consejo de Europa se establezca una verdadera política de sólida cooperación, como proyectos indiscutiblemente complementarios, y no de competencia larvada siempre en lógico menoscabo del Consejo de Europa, que tiene que superar un incomprensible e injustificado complejo de inferioridad ante la Unión Europea.
Los gobiernos que componen la Unión Europea son también miembros del Consejo de Europa, y de su voluntad depende por tanto que este último pueda seguir cumpliendo su fundamental misión, pues Europa no se entiende sin los valores, principios y derechos que proclama y defiende el Consejo de Europa.
A su vez el Consejo de Europa debe renunciar a seguir refugiándose en un cómodo ostracismo del que culpar a otros (cuando todos son los mismos), asumiendo la voluntad de renovación que marcaba el Informe elaborado por el primer ministro de Luxemburgo, Jean-Claude Juncker. Entre otros cambios, es urgente modificar los criterios de elección del secretario general.
Este cargo no puede convertirse en una canonjía que la Asamblea parlamentaria atribuya rotativamente al respectivo jefe de grupo, por lo general un dignísimo parlamentario nacional, pero desconocido en el mundo político europeo. Los efectos de esta deriva de la organización están siendo catastróficos para su diálogo con las otras instituciones europeas, el mantenimiento del liderazgo y la visibilidad que corresponde en su terreno al Consejo de Europa. Es necesario poner al frente de la organización una personalidad política relevante en Europa. Los ministros de Asuntos Exteriores reunidos en Madrid el próximo martes tienen una magnífica oportunidad para hacer realidad las sabias recomendaciones del Informe Juncker, y con ello de dar un nuevo impulso a esta histórica organización.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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