Por José Ramón Mauleón, dpto. de Sociología, Facultad de Farmacia UPV-EHU (EL CORREO DIGITAL, 05/05/09):
Una de las aplicaciones más extendidas de la biotecnología se dirige a los cultivos transgénicos. Los dos más frecuentes son la soja y el maíz. En el caso de la soja, se introduce un gen en el ADN de la semilla para que la planta sea resistente a un herbicida. De esta forma, a la plantación de soja transgénica se le aplica un herbicida y mueren todas las hierbas menos la soja. En el caso del maíz, lo que se introduce es una toxina, para que mueran determinados insectos cuando ataquen la planta.
Al valorar la idoneidad de estos cultivos, se habla de su potencialidad; de las ventajas que podría aportar esta tecnología. En realidad, lo correcto es enjuiciarlos por los hechos, por las consecuencias concretas que han tenido desde su inicio en 1996.
El primer hecho es que el 90% de la superficie sembrada en el mundo procede de semillas cuya patente es propiedad de una sola empresa. Cualquiera es consciente del peligro de este monopolio, pues quien controla las semillas controla lo que se comerá; la alimentación. El segundo hecho es que las autorizaciones de estos cultivos por parte de los gobiernos tienen poca credibilidad. Es una constante que las investigaciones que se acompañan para justificar la efectividad, inocuidad y consecuencias de estos productos no son completas, y que los científicos que asignan los gobiernos para aprobarlos tienen estrechas relaciones con las empresas propietarias de las semillas. También es un hecho que la manera de cultivar estos productos genera consecuencias muy negativas a nivel social y medioambiental.
En el caso de la soja, en países como Brasil, Argentina o Paraguay se cultiva a gran escala con destino a la exportación. Su cultivo no está pensado para la agricultura campesina y para alimentar a la población local, sino para ser producido en grandes extensiones y con el fin de alimentar al ganado de países ricos como los europeos. De esta forma, la soja transgénica no es sólo un tipo de semilla, sino todo un modelo de producción: el agroexportador. Un modelo que está obligando a que el campesinado tenga que emigrar a las ciudades, debilitando las comunidades rurales. Y se marchan porque la tierra es acaparada por los grandes propietarios, porque al ser una producción muy mecanizada emplea poca mano de obra y porque los herbicidas afectan seriamente la salud de quienes se quedan viviendo cerca de los campos de soja. Un problema de grandes proporciones porque en Paraguay, por ejemplo, el 40% de la población vive en zonas rurales, y la mitad de la superficie está sembrada de esta planta. Además, los ingresos de la soja transgénica no generan riqueza para estos países, sino sólo para las personas y las empresas que la exportan, al tratarse de Estados con una débil carga fiscal y una escasa redistribución de la riqueza. A medio plazo, las consecuencias serán aún peores, pues condicionan su economía agraria a un monocultivo cuyos precios están en función del mercado internacional y los harán depender de la importación de alimentos para dar de comer a su población.
En el caso del maíz, disponemos de información más cercana porque España es el país de la Unión Europea que más extensión cultiva. En el caso de Navarra, se siembran unas 5.000 hectáreas, algo más de la tercera parte del maíz grano cultivado. El problema es que la planta del maíz transgénico poliniza plantas de maíz convencional o ecológico, ya que los agricultores no respetan las ‘zonas refugio’ o, respetándolas, son ineficaces para evitar que los fuertes vientos extiendan el polen a largas distancias. En consecuencia, es frecuente que quien plante únicamente semilla convencional recoja una cosecha con una parte de maíz transgénico. Esta ‘contaminación’ por polinización cruzada es un contratiempo especialmente importante para quienes desean cultivar según las normas de la agricultura ecológica, porque la mínima presencia de maíz transgénico impide la venta de la producción con el sello acreditativo. Además, las empresas comercializadoras suelen mezclar el maíz transgénico con el convencional, de manera que quien quiera emplear únicamente el convencional debe pagar más porque ha de asumir el coste de garantizar su trazabilidad. Ésta puede ser, precisamente, una de las razones que explican el auge de este cultivo: el pienso con maíz convencional es menos demandado por los ganaderos porque es más caro al tener repercutido el coste de su trazabilidad. En conclusión, los hechos demuestran que la coexistencia de cultivos con distintas variedades de maíz es imposible, que la llegada del transgénico está impidiendo el derecho que asiste a los agricultores a producir maíz libre de transgénicos, y que ha hecho subir el precio del convencional.
Da la impresión de que los cultivos transgénicos constituyen un excelente negocio para una empresa multinacional de semillas, que son un buen negocio para las empresas que los exportan, pero un desastre para el campesinado y una imposición para quienes desean una producción o una alimentación libre de transgénicos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Una de las aplicaciones más extendidas de la biotecnología se dirige a los cultivos transgénicos. Los dos más frecuentes son la soja y el maíz. En el caso de la soja, se introduce un gen en el ADN de la semilla para que la planta sea resistente a un herbicida. De esta forma, a la plantación de soja transgénica se le aplica un herbicida y mueren todas las hierbas menos la soja. En el caso del maíz, lo que se introduce es una toxina, para que mueran determinados insectos cuando ataquen la planta.
Al valorar la idoneidad de estos cultivos, se habla de su potencialidad; de las ventajas que podría aportar esta tecnología. En realidad, lo correcto es enjuiciarlos por los hechos, por las consecuencias concretas que han tenido desde su inicio en 1996.
El primer hecho es que el 90% de la superficie sembrada en el mundo procede de semillas cuya patente es propiedad de una sola empresa. Cualquiera es consciente del peligro de este monopolio, pues quien controla las semillas controla lo que se comerá; la alimentación. El segundo hecho es que las autorizaciones de estos cultivos por parte de los gobiernos tienen poca credibilidad. Es una constante que las investigaciones que se acompañan para justificar la efectividad, inocuidad y consecuencias de estos productos no son completas, y que los científicos que asignan los gobiernos para aprobarlos tienen estrechas relaciones con las empresas propietarias de las semillas. También es un hecho que la manera de cultivar estos productos genera consecuencias muy negativas a nivel social y medioambiental.
En el caso de la soja, en países como Brasil, Argentina o Paraguay se cultiva a gran escala con destino a la exportación. Su cultivo no está pensado para la agricultura campesina y para alimentar a la población local, sino para ser producido en grandes extensiones y con el fin de alimentar al ganado de países ricos como los europeos. De esta forma, la soja transgénica no es sólo un tipo de semilla, sino todo un modelo de producción: el agroexportador. Un modelo que está obligando a que el campesinado tenga que emigrar a las ciudades, debilitando las comunidades rurales. Y se marchan porque la tierra es acaparada por los grandes propietarios, porque al ser una producción muy mecanizada emplea poca mano de obra y porque los herbicidas afectan seriamente la salud de quienes se quedan viviendo cerca de los campos de soja. Un problema de grandes proporciones porque en Paraguay, por ejemplo, el 40% de la población vive en zonas rurales, y la mitad de la superficie está sembrada de esta planta. Además, los ingresos de la soja transgénica no generan riqueza para estos países, sino sólo para las personas y las empresas que la exportan, al tratarse de Estados con una débil carga fiscal y una escasa redistribución de la riqueza. A medio plazo, las consecuencias serán aún peores, pues condicionan su economía agraria a un monocultivo cuyos precios están en función del mercado internacional y los harán depender de la importación de alimentos para dar de comer a su población.
En el caso del maíz, disponemos de información más cercana porque España es el país de la Unión Europea que más extensión cultiva. En el caso de Navarra, se siembran unas 5.000 hectáreas, algo más de la tercera parte del maíz grano cultivado. El problema es que la planta del maíz transgénico poliniza plantas de maíz convencional o ecológico, ya que los agricultores no respetan las ‘zonas refugio’ o, respetándolas, son ineficaces para evitar que los fuertes vientos extiendan el polen a largas distancias. En consecuencia, es frecuente que quien plante únicamente semilla convencional recoja una cosecha con una parte de maíz transgénico. Esta ‘contaminación’ por polinización cruzada es un contratiempo especialmente importante para quienes desean cultivar según las normas de la agricultura ecológica, porque la mínima presencia de maíz transgénico impide la venta de la producción con el sello acreditativo. Además, las empresas comercializadoras suelen mezclar el maíz transgénico con el convencional, de manera que quien quiera emplear únicamente el convencional debe pagar más porque ha de asumir el coste de garantizar su trazabilidad. Ésta puede ser, precisamente, una de las razones que explican el auge de este cultivo: el pienso con maíz convencional es menos demandado por los ganaderos porque es más caro al tener repercutido el coste de su trazabilidad. En conclusión, los hechos demuestran que la coexistencia de cultivos con distintas variedades de maíz es imposible, que la llegada del transgénico está impidiendo el derecho que asiste a los agricultores a producir maíz libre de transgénicos, y que ha hecho subir el precio del convencional.
Da la impresión de que los cultivos transgénicos constituyen un excelente negocio para una empresa multinacional de semillas, que son un buen negocio para las empresas que los exportan, pero un desastre para el campesinado y una imposición para quienes desean una producción o una alimentación libre de transgénicos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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