Por Daniel Innerarity, profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza. Acaba de publicar El futuro y sus enemigos. Una defensa de la esperanza política (EL PAÍS, 17/05/09):
Una de las cosas que la crisis económica ha puesto de manifiesto es que tenemos, en tanto que sociedades, grandes dificultades para relacionarnos con nuestro propio futuro, que estamos insistentemente distraídos con el corto plazo. Vivimos en la tiranía del presente, es decir, de la actual legislatura, el corto plazo, el consumo, nuestra generación, la proximidad… Es la economía que privilegia la lógica financiera, el beneficio frente a la inversión, la reducción de costes frente a la cohesión de la empresa. Practicamos un imperialismo que ya no es espacial sino temporal, del tiempo presente, que lo coloniza todo.
A la vista de todo ello, tiene sentido preguntarse si la democracia en su forma actual está en condiciones de desarrollar una conciencia suficiente del futuro para evitar situaciones de peligro alejadas en el tiempo.
La consecuencia lógica de la tiranía del presente es que el futuro queda desatendido, que nadie se ocupa de él. El futuro distante deja de ser un objeto relevante de la política y la movilización social. Lo que está demasiado presente impide la percepción de las realidades latentes o anticipables, y que muchas veces son más reales que lo que ocupa actualmente toda la escena. ¿O es que resulta razonable prestar tal atención a las amenazas presentes que dejemos de percibir los riesgos futuros? ¿Estamos realmente dispuestos a que las posibilidades actuales arruinen las expectativas del futuro?
La principal urgencia de las democracias contemporáneas no es acelerar los procesos sociales sino recuperar el porvenir. Hay que volver a situar al futuro en un lugar privilegiado de la agenda de las sociedades democráticas. El futuro debe ganar peso político. Sin esa referencia al futuro no serían posibles muchas cosas específicamente humanas, como todas las que requieren previsión o suponen la capacidad de anticipar escenarios futuros.
Configurar una suerte de responsabilidad respecto del futuro es una tarea para la cual la política es fundamental. El problema estriba en que el futuro es políticamente débil, ya que no cuenta con abogados poderosos en el presente, y son las instituciones las que deben hacerlo valer. Las sociedades contemporáneas tienen una enorme capacidad de producir futuros, es decir, de condicionarlos o posibilitarlos. Por contraste, el conocimiento de esos futuros es muy limitado. El alcance potencial de sus acciones y los efectos de sus decisiones son difícilmente anticipables. Como el futuro no puede ser conocido, la responsabilidad suele quedar fuera de consideración. Pero esta dificultad de conocer la repercusión real de nuestras acciones en el futuro no nos exime del esfuerzo deponderarlas desde una perspectiva temporal más amplia.
Vivimos en una sociedad tan dinámica que, sin el esfuerzo de la imaginación, el futuro podría escapársenos en el ajetreo de las ocupaciones cotidianas. La elevada complejidad empuja hacia un presentismo sin perspectiva. El ejercicio rutinario de las instituciones, dominado en gran medida por los imperativos de la economía mundial, y su transposición sin la menor perspectiva de futuro impide la corrección de las anomalías no deseadas y el aprovechamiento de las oportunidades comunes.
Y es que el instantaneísmo impide tomar decisiones coherentes. Cuando la perspectiva es temporalmente estrecha corremos el riesgo de someternos a la “tiranía de las pequeñas decisiones” (Kahn), es decir, ir sumando decisiones que, al final, conducen a una situación que inicialmente no habíamos querido, algo que sabe cualquiera que haya examinado cómo se produce, por ejemplo, un atasco de tráfico. Cada consumidor, mediante su consumo privado, puede estar colaborando a destruir el medio ambiente, y cada votante puede contribuir a destruir el espacio público, lo que no quieren y que, además, haría imposible la satisfacción de sus necesidades. Si hubieran podido anticipar ese resultado y anular o, al menos, moderar su interés privado inmediato habrían actuado de otra manera.
Cuando las decisiones son adoptadas con una visión de corto plazo, sin tener en cuenta las externalidades negativas y las implicaciones en el largo plazo, cuando los ciclos de decisión son demasiados cortos, la racionalidad de los agentes es necesariamente miope. Hay bienes comunes que sólo se pueden asegurar articulando medidas inmediatas con el largo plazo: el medio ambiente, la paz, la estabilidad institucional, la confianza económica, la sostenibilidad en general… Su gestión requiere cambios a nivel individual, colectivo e institucional para incluir en nuestras consideraciones y prácticas una perspectiva temporal más amplia.
Pero para ello necesitamos una diferente base conceptual a la hora de pensar nuestra relación con el futuro y su configuración. Con los debates acerca del cambio climático, la energía nuclear, la ingeniería genética, la gestión de los riesgos financieros, el futuro ha irrumpido en la política del presente. Para la conducción de ese debate ya no valen las clásicas instituciones que diseñaron el futuro de las democracias liberales: ni la ciencia determinista, ni la economía que tiende a ver el futuro como un recurso más, ni el derecho que entiende la justicia como el resultado del contrato entre los contemporáneos y carece de instrumentos para anticipar los derechos de quienes vienen después. Ninguno de estos sistemas están hoy por hoy equipados con los procedimientos para entender y regular un ámbito temporal en el que el futuro juega un papel decisivo.
El futuro se ha convertido en un problema en las sociedades contemporáneas, quizás nuestro mayor problema, pero tal vez también la vía de solución para proceder a una reforma de la política. Nuestro mayor desafío consiste en volver a pensar y articular en la práctica la relación entre acción, conocimiento y responsabilidad. Tenemos que proceder a una relegitimación de nuestras intervenciones en el futuro, de nuestras condiciones de producción de futuro, en los nuevos escenarios sociales de una mayor complejidad, incertidumbre e interdependencia.
No se trata de predecir el futuro, algo cada vez más difícil, si es que alguna vez esa pretensión ha tenido sentido; lo que se nos exige es convertirlo en una categoría reflexiva, incluirlo, con toda su carga de incertidumbre y contingencia, en nuestros horizontes de pensamiento y acción. El futuro ha de ser gestionado mediante procesos que representen una gran innovación institucional.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Una de las cosas que la crisis económica ha puesto de manifiesto es que tenemos, en tanto que sociedades, grandes dificultades para relacionarnos con nuestro propio futuro, que estamos insistentemente distraídos con el corto plazo. Vivimos en la tiranía del presente, es decir, de la actual legislatura, el corto plazo, el consumo, nuestra generación, la proximidad… Es la economía que privilegia la lógica financiera, el beneficio frente a la inversión, la reducción de costes frente a la cohesión de la empresa. Practicamos un imperialismo que ya no es espacial sino temporal, del tiempo presente, que lo coloniza todo.
A la vista de todo ello, tiene sentido preguntarse si la democracia en su forma actual está en condiciones de desarrollar una conciencia suficiente del futuro para evitar situaciones de peligro alejadas en el tiempo.
La consecuencia lógica de la tiranía del presente es que el futuro queda desatendido, que nadie se ocupa de él. El futuro distante deja de ser un objeto relevante de la política y la movilización social. Lo que está demasiado presente impide la percepción de las realidades latentes o anticipables, y que muchas veces son más reales que lo que ocupa actualmente toda la escena. ¿O es que resulta razonable prestar tal atención a las amenazas presentes que dejemos de percibir los riesgos futuros? ¿Estamos realmente dispuestos a que las posibilidades actuales arruinen las expectativas del futuro?
La principal urgencia de las democracias contemporáneas no es acelerar los procesos sociales sino recuperar el porvenir. Hay que volver a situar al futuro en un lugar privilegiado de la agenda de las sociedades democráticas. El futuro debe ganar peso político. Sin esa referencia al futuro no serían posibles muchas cosas específicamente humanas, como todas las que requieren previsión o suponen la capacidad de anticipar escenarios futuros.
Configurar una suerte de responsabilidad respecto del futuro es una tarea para la cual la política es fundamental. El problema estriba en que el futuro es políticamente débil, ya que no cuenta con abogados poderosos en el presente, y son las instituciones las que deben hacerlo valer. Las sociedades contemporáneas tienen una enorme capacidad de producir futuros, es decir, de condicionarlos o posibilitarlos. Por contraste, el conocimiento de esos futuros es muy limitado. El alcance potencial de sus acciones y los efectos de sus decisiones son difícilmente anticipables. Como el futuro no puede ser conocido, la responsabilidad suele quedar fuera de consideración. Pero esta dificultad de conocer la repercusión real de nuestras acciones en el futuro no nos exime del esfuerzo deponderarlas desde una perspectiva temporal más amplia.
Vivimos en una sociedad tan dinámica que, sin el esfuerzo de la imaginación, el futuro podría escapársenos en el ajetreo de las ocupaciones cotidianas. La elevada complejidad empuja hacia un presentismo sin perspectiva. El ejercicio rutinario de las instituciones, dominado en gran medida por los imperativos de la economía mundial, y su transposición sin la menor perspectiva de futuro impide la corrección de las anomalías no deseadas y el aprovechamiento de las oportunidades comunes.
Y es que el instantaneísmo impide tomar decisiones coherentes. Cuando la perspectiva es temporalmente estrecha corremos el riesgo de someternos a la “tiranía de las pequeñas decisiones” (Kahn), es decir, ir sumando decisiones que, al final, conducen a una situación que inicialmente no habíamos querido, algo que sabe cualquiera que haya examinado cómo se produce, por ejemplo, un atasco de tráfico. Cada consumidor, mediante su consumo privado, puede estar colaborando a destruir el medio ambiente, y cada votante puede contribuir a destruir el espacio público, lo que no quieren y que, además, haría imposible la satisfacción de sus necesidades. Si hubieran podido anticipar ese resultado y anular o, al menos, moderar su interés privado inmediato habrían actuado de otra manera.
Cuando las decisiones son adoptadas con una visión de corto plazo, sin tener en cuenta las externalidades negativas y las implicaciones en el largo plazo, cuando los ciclos de decisión son demasiados cortos, la racionalidad de los agentes es necesariamente miope. Hay bienes comunes que sólo se pueden asegurar articulando medidas inmediatas con el largo plazo: el medio ambiente, la paz, la estabilidad institucional, la confianza económica, la sostenibilidad en general… Su gestión requiere cambios a nivel individual, colectivo e institucional para incluir en nuestras consideraciones y prácticas una perspectiva temporal más amplia.
Pero para ello necesitamos una diferente base conceptual a la hora de pensar nuestra relación con el futuro y su configuración. Con los debates acerca del cambio climático, la energía nuclear, la ingeniería genética, la gestión de los riesgos financieros, el futuro ha irrumpido en la política del presente. Para la conducción de ese debate ya no valen las clásicas instituciones que diseñaron el futuro de las democracias liberales: ni la ciencia determinista, ni la economía que tiende a ver el futuro como un recurso más, ni el derecho que entiende la justicia como el resultado del contrato entre los contemporáneos y carece de instrumentos para anticipar los derechos de quienes vienen después. Ninguno de estos sistemas están hoy por hoy equipados con los procedimientos para entender y regular un ámbito temporal en el que el futuro juega un papel decisivo.
El futuro se ha convertido en un problema en las sociedades contemporáneas, quizás nuestro mayor problema, pero tal vez también la vía de solución para proceder a una reforma de la política. Nuestro mayor desafío consiste en volver a pensar y articular en la práctica la relación entre acción, conocimiento y responsabilidad. Tenemos que proceder a una relegitimación de nuestras intervenciones en el futuro, de nuestras condiciones de producción de futuro, en los nuevos escenarios sociales de una mayor complejidad, incertidumbre e interdependencia.
No se trata de predecir el futuro, algo cada vez más difícil, si es que alguna vez esa pretensión ha tenido sentido; lo que se nos exige es convertirlo en una categoría reflexiva, incluirlo, con toda su carga de incertidumbre y contingencia, en nuestros horizontes de pensamiento y acción. El futuro ha de ser gestionado mediante procesos que representen una gran innovación institucional.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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