Por Aurelio Arteta, catedrático de Filosofía Moral y Política de la UPV-EHU (EL CORREO DIGITAL, 13/05/09):
A estas alturas el lector ya habrá notado que el terrorista y sus secuaces cultivan una compasión y una indignación invertidas. Igual que experimentan alegría ante el daño sufrido por sus víctimas, sienten una triste compasión e indignación por el mal que a ellos, sus verdugos, les sobreviene. Eso se explica porque pervierten el sentido del merecimiento del daño. Para el terrorista, merecido es el daño que hace al otro, inmerecido el que el otro le propina. Otro tanto ocurre con la consideración acerca de lo justo: según el terrorista, él busca o repone la justicia al golpear al enemigo, pero éste comete injusticia cuando le persigue, juzga y condena. La víctima se vuelve verdugo o culpable y el verdugo pasa por víctima inocente. Naturalmente esa inversión arranca de su convicción nacionalista de partida. El suyo es un Pueblo milenario contra el Estado opresor, su diferencia distingue al ‘nosotros’ de ‘ellos’, su historia y su lengua les otorga derechos de soberanía, etcétera.
Cuando no se llega a semejante alteración de los términos, otros equiparan los sentimientos de pena que despiertan por igual las víctimas de ambos bandos y así evitan el planteamiento de la injusticia del crimen cometido y la atribución de su responsabilidad. Víctimas del terrorismo y víctimas del juez que encarcela al terrorista, tan víctimas al parecer son las unas como las otras. El asesino que muere al explotar la bomba con la que iba a atentar o por disparos del policía que quería impedir su atentado adquiere asimismo la prestigiosa condición de víctima. Muertos asesinando y muertos asesinados son ya tan sólo muertos, y nada importa justificar aquello por lo que respectivamente mataron o cayeron. Y se quedan tan anchos.
De suerte que el dictamen sobre la justicia o injusticia de la causa nacionalista que en el fondo está en juego y la corrección de los sentimientos que la acompañan variarán según las creencias del sujeto. A tal creencia, tal idea de justicia y tales sentimientos. La pregunta resulta obligada: ¿Cómo superar entonces el relativismo de las pasiones y opiniones en liza, si no entramos a dilucidar con argumentos qué sea lo fundado o infundado en este trance? No bastará con decir que lo malo de la pesadilla etarra radica sólo en su violencia, pues para ellos el recurso a esa violencia puede justificarse cada vez que el sujeto siente que le pisotean un derecho fundamental. Habrá que examinar si existe tal derecho o tal atropello, juzgar la legitimidad de la pretensión por la que algunos matan y otros más justifican su asesinato. En definitiva, habrá que pasar de evaluar tan sólo sus medios terroristas a evaluar también y no menos los fines nacionalistas.
Ahora bien, en ese mundo abertzale lo habitual es permanecer en el terreno de los sentimientos, no ir en busca de las razones o sinrazones que los sostienen. Así se llega a declarar que los sentimientos políticos (como los no-políticos), además de insuperables, son inobjetables y respetables. Lo venía a decir hace un mes monseñor Uriarte, obispo de San Sebastián, cuando recomendaba «serenar nuestros sentimientos en la política» para así evitar la demonización del adversario. Eso está bien, aunque se diría que para el señor obispo las razones democráticas no deben desempeñar mayor cometido en ese esfuerzo. Al contrario, lo que propone es fomentar una emoción, «la conciencia cálida de pertenecer al mismo pueblo», aun manteniendo sus pobladores distintos sentimientos de pertenencia. Pero el caso es que, cultivando estos afectos particulares, no somos un mismo pueblo ni sería bueno ni posible que lo fuéramos. Formamos más bien una sociedad políticamente plural. Y esa sociedad plural sólo puede vivir en paz si instaura el pluralismo y la tolerancia para las diversas ideologías -tolerables- de sus miembros. Es decir, si consagra la ciudadanía como igual libertad de los sujetos políticos e infunde los sentimientos conformes a esa condición del ciudadano.
No es casualidad que por esas mismas fechas el PNV proclame tesis coincidentes con las episcopales. Escuchen este punto central de su manifiesto en el último Aberri Eguna: «(…) manifestamos que los sentidos de pertenencia nacional no se imponen. Como todos los sentimientos, o se respetan, arbitrando para ello un marco recíproco de garantías de respeto y desarrollo en igualdad de condiciones, o la imposición de uno de ellos se constituye en fuente permanente de conflictos». Adviértase de paso la cínica contradicción entre lo que el nacionalista demanda (el deber de respetar los sentidos o sentimientos de pertenencia nacional) y lo que hace (imponer a todos su propio sentido de pertenencia). Pero eso es nada comparado con los erróneos y peligrosos supuestos contenidos en esas palabras de apariencia tan exquisita.
Son demasiadas confusiones juntas. Pues no es verdad que todos los sentimientos sean legítimos y dignos de respeto, un tópico absurdo paralelo al de que todas las opiniones políticas son respetables. No nos parece que valga lo mismo el amor que el odio, la admiración que la envidia, la benevolencia que la venganza. Ni es cierto que la razón deba abstenerse de cuestionar la bondad o maldad de los sentimientos y, llegado el caso, de procurar transformarlos. ¿Acaso unos sentimientos, en determinados momentos, no conducen a una acción política y otros a su contraria? Ni es cierto tampoco que la razón sea impotente contra ellos, como si no hubiera conexión entre lo que pensamos y lo que sentimos, como si el cambio de convicciones dejara intactas nuestras emociones. Somos responsables de nuestros sentimientos porque somos responsables de fundar las ideas en que al final aquéllos descansan.
Pero hemos visto que desde el nacionalismo el de pertenencia a una nación es el sentimiento político por excelencia y por naturaleza intocable, respetable e inmodificable. Ni hay justicia más principal que la debida a la nación, ni procedimiento más democrático que contar las adhesiones individuales al Pueblo. Lo sepa o no el ciudadano, la política es sobre todo un combate entre ideologías y pasiones nacionalistas. ¿Que eso no es democracia? Pues peor para ella. Nada cuenta el peso de los argumentos ni sirve deliberación racional alguna, porque también aquí se juegan tan sólo emociones y obligaciones hacia la nación de uno. En pocas palabras, para el nacionalista la política se reduce a exaltar el sentimiento de pertenencia, puesto que se agota en preservar lo propio y levantar sus fronteras frente al otro. Para el demócrata, en cambio, toda pertenencia particular -ya sea a una etnia o a una religión- ha de subordinarse a la común ciudadanía. Y los sentimientos políticos respetables serán los nacidos de esa conciencia que nos considera a todos sujetos de iguales derechos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
A estas alturas el lector ya habrá notado que el terrorista y sus secuaces cultivan una compasión y una indignación invertidas. Igual que experimentan alegría ante el daño sufrido por sus víctimas, sienten una triste compasión e indignación por el mal que a ellos, sus verdugos, les sobreviene. Eso se explica porque pervierten el sentido del merecimiento del daño. Para el terrorista, merecido es el daño que hace al otro, inmerecido el que el otro le propina. Otro tanto ocurre con la consideración acerca de lo justo: según el terrorista, él busca o repone la justicia al golpear al enemigo, pero éste comete injusticia cuando le persigue, juzga y condena. La víctima se vuelve verdugo o culpable y el verdugo pasa por víctima inocente. Naturalmente esa inversión arranca de su convicción nacionalista de partida. El suyo es un Pueblo milenario contra el Estado opresor, su diferencia distingue al ‘nosotros’ de ‘ellos’, su historia y su lengua les otorga derechos de soberanía, etcétera.
Cuando no se llega a semejante alteración de los términos, otros equiparan los sentimientos de pena que despiertan por igual las víctimas de ambos bandos y así evitan el planteamiento de la injusticia del crimen cometido y la atribución de su responsabilidad. Víctimas del terrorismo y víctimas del juez que encarcela al terrorista, tan víctimas al parecer son las unas como las otras. El asesino que muere al explotar la bomba con la que iba a atentar o por disparos del policía que quería impedir su atentado adquiere asimismo la prestigiosa condición de víctima. Muertos asesinando y muertos asesinados son ya tan sólo muertos, y nada importa justificar aquello por lo que respectivamente mataron o cayeron. Y se quedan tan anchos.
De suerte que el dictamen sobre la justicia o injusticia de la causa nacionalista que en el fondo está en juego y la corrección de los sentimientos que la acompañan variarán según las creencias del sujeto. A tal creencia, tal idea de justicia y tales sentimientos. La pregunta resulta obligada: ¿Cómo superar entonces el relativismo de las pasiones y opiniones en liza, si no entramos a dilucidar con argumentos qué sea lo fundado o infundado en este trance? No bastará con decir que lo malo de la pesadilla etarra radica sólo en su violencia, pues para ellos el recurso a esa violencia puede justificarse cada vez que el sujeto siente que le pisotean un derecho fundamental. Habrá que examinar si existe tal derecho o tal atropello, juzgar la legitimidad de la pretensión por la que algunos matan y otros más justifican su asesinato. En definitiva, habrá que pasar de evaluar tan sólo sus medios terroristas a evaluar también y no menos los fines nacionalistas.
Ahora bien, en ese mundo abertzale lo habitual es permanecer en el terreno de los sentimientos, no ir en busca de las razones o sinrazones que los sostienen. Así se llega a declarar que los sentimientos políticos (como los no-políticos), además de insuperables, son inobjetables y respetables. Lo venía a decir hace un mes monseñor Uriarte, obispo de San Sebastián, cuando recomendaba «serenar nuestros sentimientos en la política» para así evitar la demonización del adversario. Eso está bien, aunque se diría que para el señor obispo las razones democráticas no deben desempeñar mayor cometido en ese esfuerzo. Al contrario, lo que propone es fomentar una emoción, «la conciencia cálida de pertenecer al mismo pueblo», aun manteniendo sus pobladores distintos sentimientos de pertenencia. Pero el caso es que, cultivando estos afectos particulares, no somos un mismo pueblo ni sería bueno ni posible que lo fuéramos. Formamos más bien una sociedad políticamente plural. Y esa sociedad plural sólo puede vivir en paz si instaura el pluralismo y la tolerancia para las diversas ideologías -tolerables- de sus miembros. Es decir, si consagra la ciudadanía como igual libertad de los sujetos políticos e infunde los sentimientos conformes a esa condición del ciudadano.
No es casualidad que por esas mismas fechas el PNV proclame tesis coincidentes con las episcopales. Escuchen este punto central de su manifiesto en el último Aberri Eguna: «(…) manifestamos que los sentidos de pertenencia nacional no se imponen. Como todos los sentimientos, o se respetan, arbitrando para ello un marco recíproco de garantías de respeto y desarrollo en igualdad de condiciones, o la imposición de uno de ellos se constituye en fuente permanente de conflictos». Adviértase de paso la cínica contradicción entre lo que el nacionalista demanda (el deber de respetar los sentidos o sentimientos de pertenencia nacional) y lo que hace (imponer a todos su propio sentido de pertenencia). Pero eso es nada comparado con los erróneos y peligrosos supuestos contenidos en esas palabras de apariencia tan exquisita.
Son demasiadas confusiones juntas. Pues no es verdad que todos los sentimientos sean legítimos y dignos de respeto, un tópico absurdo paralelo al de que todas las opiniones políticas son respetables. No nos parece que valga lo mismo el amor que el odio, la admiración que la envidia, la benevolencia que la venganza. Ni es cierto que la razón deba abstenerse de cuestionar la bondad o maldad de los sentimientos y, llegado el caso, de procurar transformarlos. ¿Acaso unos sentimientos, en determinados momentos, no conducen a una acción política y otros a su contraria? Ni es cierto tampoco que la razón sea impotente contra ellos, como si no hubiera conexión entre lo que pensamos y lo que sentimos, como si el cambio de convicciones dejara intactas nuestras emociones. Somos responsables de nuestros sentimientos porque somos responsables de fundar las ideas en que al final aquéllos descansan.
Pero hemos visto que desde el nacionalismo el de pertenencia a una nación es el sentimiento político por excelencia y por naturaleza intocable, respetable e inmodificable. Ni hay justicia más principal que la debida a la nación, ni procedimiento más democrático que contar las adhesiones individuales al Pueblo. Lo sepa o no el ciudadano, la política es sobre todo un combate entre ideologías y pasiones nacionalistas. ¿Que eso no es democracia? Pues peor para ella. Nada cuenta el peso de los argumentos ni sirve deliberación racional alguna, porque también aquí se juegan tan sólo emociones y obligaciones hacia la nación de uno. En pocas palabras, para el nacionalista la política se reduce a exaltar el sentimiento de pertenencia, puesto que se agota en preservar lo propio y levantar sus fronteras frente al otro. Para el demócrata, en cambio, toda pertenencia particular -ya sea a una etnia o a una religión- ha de subordinarse a la común ciudadanía. Y los sentimientos políticos respetables serán los nacidos de esa conciencia que nos considera a todos sujetos de iguales derechos.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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