Por Mario Vargas Llosa, 2009 © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones EL PAÍS, SL, 2009 (EL PAÍS, 03/05/09):
Visitar en una misma semana dos grandes museos europeos en busca de testimonios de las culturas del Congo y de la Amazonia puede deparar al visitante insospechadas lecciones sobre la civilización de nuestro tiempo y la manera como en ella, sin que nadie lo pretendiera ni a menudo lo advirtiera, se ha ido produciendo esa sustitución del fondo por la forma -del contenido por el continente- que, en el pasado remoto, sólo era concebible mediante la magia, el pacto satánico o el milagro. Entre nosotros, los responsables del prodigio no parecen haber sido magos, diablos ni santos sino el narcisismo y la frivolidad.
El Real Museo de África Central está en Tervuren, a unos 15 kilómetros de Bruselas, en un parque de sueño, rodeado de bosques que en esta mañana primaveral hierven de verdura y de cantos y vuelos de pájaros multicolores. Al pie del edificio hay una laguna circular y estanques artificiales, donde, en la Exposición Universal de 1897, Leopoldo II exhibió congoleses de carne y hueso de su vasto dominio africano con sus cabañas, tatuajes, lanzas y tambores: fueron el atractivo estrella del evento pero nueve de ellos no resistieron el clima y murieron de pulmonía.
El soberano belga -ahí está su estatua de figura imponente y las inevitables barbas rastrilladas- quería que este museo diera una impresión de poderío y orgullo perfectamente justificados (¿no era propietario del Congo, riquísimo dominio 97 veces más grande que su propio país?) y encargó su construcción al arquitecto francés Charles Girault, que había diseñado el Petit Palais de París. El resultado fue versallesco, monumental y bellísimo, aunque el paso del tiempo y los avatares de la historia hayan infligido ahora a este presuntuoso local una connotación un tanto kitsch.
Me dicen que, pese a su enormidad, el museo exhibe sólo un 10% de sus existencias. Aun así, lo que muestran sus vitrinas y salas es muchísimo y está expuesto con inteligencia y gusto. Las notas y paneles son instructivas y la riqueza de la colección de máscaras, armas, instrumentos musicales, utensilios, atuendos, tocados y hasta la gigantesca piragua socavada en un tronco de árbol donde caben un centenar de remeros dan una idea soberbia de la variedad de las culturas centroafricanas. El amigo que me acompaña, que es historiador y ha investigado en los archivos del museo, me asegura que su colección de libros y documentos es la más rica que existe en el mundo sobre el África Central.
Una cosa que sorprende, sobre todo recorriendo los pabellones que rememoran las etapas en que el Congo fue posesión personal de Leopoldo II (1885-1908) y colonia del Estado belga (1908-1960) es que, a diferencia de otros museos europeos donde las antiguas potencias colonizadoras han borrado las huellas de la colonización, avergonzadas de su etapa imperialista, en este museo la vieja creencia en la misión civilizadora y emancipadora de la Europa que conquistaba países lejanos está todavía presente, sin disimulos ni complejos. Hay alusiones al canibalismo y al tráfico de esclavos que practicaban los árabes de Zanzíbar, plagas de las que los belgas habrían librado a los congoleses y fotos de misioneros predicando el Evangelio a masas de africanos desnudos, apiñados y arrodillados. Es verdad que se ven algunas manos cortadas y espaldas flageladas, pero, también, las “acciones heroicas” de la Force Publique reprimiendo los intentos de rebelión de los nativos. Ni una sola referencia, claro está, a los 10 millones de congoleses que, según el historiador Adam Hochschild, habrían perecido a causa de los malos tratos y la explotación en las caucherías y las minas.
Pero no es esto lo que, a lo largo de las dos horas y media que dura la visita, me distrae todo el tiempo y me impide aprovechar como quisiera la formidable diversidad de objetos que atestan las vitrinas. Sino que el museo, a la vez que los exhibe, se exhibe demasiado a sí mismo. Sus cúpulas, vitrales, molduras, arañas, cortinajes, espejos biselados, están continuamente interponiéndose con descaro entre el visitante y lo que, en teoría, es la razón de ser del edificio: revelar la realidad histórica, geográfica, cultural y etnológica centroafricana. No hay que culpar de este exhibicionismo intruso sólo al arquitecto Girault: éste obedecía instrucciones de su patrón, un rey mesiánico y megalómano que, a través de este museo, quería promocionar su obra y lucirse ante la posteridad. Pero, al mismo tiempo y sin saberlo, quien diseñó el Petit Palais y el Museo Real para África Central inauguraba una tendencia de la sensibilidad y los valores estéticos que a lo ancho y lo largo de Europa occidental empujaba ya a los artistas a ser protagonistas de sus propias obras, desnaturalizando de este modo aquella antiquísima vocación del arte y la cultura que quería que el creador desapareciese detrás de su obra para que ésta resplandeciera mejor y con brillo propio. Era sólo el comienzo de una evolución de la que, al cabo de unas décadas, resultaría esa más que curiosa innovación: la de que cada obra arquitectónica, por ejemplo, pasara en muchos casos a ser poco menos que un autorretrato, una arquitectura de autor, un arte exhibicionista y narciso en el que los museos, al igual que los ministerios, los puentes y hasta las plazas, tendrían la función principalísima de llamar la atención no sobre lo que hospedan sus salones o aquello para lo que se supone fueron construidos, sino sobre sí mismos y sobre la inventiva y audacia de sus creadores.
Para comprobarlo hay que darse una vuelta por el Museo de las Primeras Artes y Civilizaciones de África, Asia, Oceanía y de las Américas, como se llama el museo del Quai Branly, de París. Se iba a llamar de las Artes Primitivas, pero la corrección política atajó a tiempo esa denominación “etnocentrista”. Con este museo, el presidente Jacques Chirac quiso inmortalizar su memoria, así como Pompidou inmortalizó la suya con el museo que lleva su nombre y Mitterrand con la singular Biblioteca Nacional cuyos cuatro edificios semejan cuatro libros abiertos y de pie y cuya mayor originalidad consiste en que las salas de lecturas están en los sótanos y los libros en las alturas, protegidos por costosas gelatinas de la destructora luz solar. Pero, a diferencia de éstos tres últimos, Chirac no consiguió del todo su anhelo de perennidad museística porque al único personaje que inmortaliza el Museo del Quai Branly es a quien lo concibió, el arquitecto Jean Nouvel, el más moderno de todos los arquitectos modernos, pues cada una de sus obras es siempre un extraordinario espectáculo.
En el Museo del Quai Branly, Jean Nouvel se supera a sí mismo en la marca personal que ha dejado impresa en el edificio y que va mucho más allá de la que aparece en otras afamadas concepciones suyas como el Instituto del Mundo Árabe en París, la Torre Agbar de Barcelona o la ampliación del Museo Reina Sofía de Madrid. Sin exageración alguna, del Museo del Quai Branly puede decirse que si extrajeran de él las 3.500 piezas etnológicas y artísticas, el local no perdería nada, porque para lo que él muestra y representa, su contenido es indiferente y acaso esté de más. Pese a las minuciosas explicaciones y justificaciones de su catálogo, la verdad es que este bello monumento -lo es, sin duda- acapara de tal modo la atención del visitante con su largo y sinuoso corredor sombreado, la floresta artificial que lo abraza, sus laberínticas salas casi a oscuras en las que echan como llamaradas de luz los nichos, hornacinas o alvéolos de las esquinas donde se exhiben los objetos que éstos se esfuman, desaparecen, convertidos en detalles prescindibles, arrollados por el espectacular entorno que, con sus audacias, sorpresas, guiños, disfuerzos, coqueterías y desplantes, absorbe de tal modo al espectador que no le da tiempo ni libertad para disfrutar de otra cosa que de la representación que es el museo en sí mismo.
Los buenos museos son, como los buenos mayordomos, invisibles. Existen sólo para dar relieve, presencia y atractivo a lo que exhiben, no para exhibirse a sí mismos y apabullar con su histrionismo a los cuadros, esculturas, instalaciones u objetos que albergan. ¿Pruebas? Todavía quedan algunas, reminiscencias de un pasado en vías de extinción. Por ejemplo, los dos museos de arte moderno de Renzo Piano que conozco: el que diseñó para la colección Du Menil, en Houston, y el museo de arte moderno de la Fundación Bayeler, en Suiza. En ambos, los limpios espacios, la atmósfera serena y sigilosa que fomenta la sencillez del diseño y la discreción de los materiales permiten al visitante concentrarse en las obras y entablar con ellas ese silencioso diálogo en que el buen arte habla y enseña y el espectador escucha, goza y aprende. Renzo Piano debe ser uno de los últimos grandes arquitectos que todavía creen que los museos están al servicio de los cuadros y esculturas y no éstos al servicio del museo y su progenitor.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Visitar en una misma semana dos grandes museos europeos en busca de testimonios de las culturas del Congo y de la Amazonia puede deparar al visitante insospechadas lecciones sobre la civilización de nuestro tiempo y la manera como en ella, sin que nadie lo pretendiera ni a menudo lo advirtiera, se ha ido produciendo esa sustitución del fondo por la forma -del contenido por el continente- que, en el pasado remoto, sólo era concebible mediante la magia, el pacto satánico o el milagro. Entre nosotros, los responsables del prodigio no parecen haber sido magos, diablos ni santos sino el narcisismo y la frivolidad.
El Real Museo de África Central está en Tervuren, a unos 15 kilómetros de Bruselas, en un parque de sueño, rodeado de bosques que en esta mañana primaveral hierven de verdura y de cantos y vuelos de pájaros multicolores. Al pie del edificio hay una laguna circular y estanques artificiales, donde, en la Exposición Universal de 1897, Leopoldo II exhibió congoleses de carne y hueso de su vasto dominio africano con sus cabañas, tatuajes, lanzas y tambores: fueron el atractivo estrella del evento pero nueve de ellos no resistieron el clima y murieron de pulmonía.
El soberano belga -ahí está su estatua de figura imponente y las inevitables barbas rastrilladas- quería que este museo diera una impresión de poderío y orgullo perfectamente justificados (¿no era propietario del Congo, riquísimo dominio 97 veces más grande que su propio país?) y encargó su construcción al arquitecto francés Charles Girault, que había diseñado el Petit Palais de París. El resultado fue versallesco, monumental y bellísimo, aunque el paso del tiempo y los avatares de la historia hayan infligido ahora a este presuntuoso local una connotación un tanto kitsch.
Me dicen que, pese a su enormidad, el museo exhibe sólo un 10% de sus existencias. Aun así, lo que muestran sus vitrinas y salas es muchísimo y está expuesto con inteligencia y gusto. Las notas y paneles son instructivas y la riqueza de la colección de máscaras, armas, instrumentos musicales, utensilios, atuendos, tocados y hasta la gigantesca piragua socavada en un tronco de árbol donde caben un centenar de remeros dan una idea soberbia de la variedad de las culturas centroafricanas. El amigo que me acompaña, que es historiador y ha investigado en los archivos del museo, me asegura que su colección de libros y documentos es la más rica que existe en el mundo sobre el África Central.
Una cosa que sorprende, sobre todo recorriendo los pabellones que rememoran las etapas en que el Congo fue posesión personal de Leopoldo II (1885-1908) y colonia del Estado belga (1908-1960) es que, a diferencia de otros museos europeos donde las antiguas potencias colonizadoras han borrado las huellas de la colonización, avergonzadas de su etapa imperialista, en este museo la vieja creencia en la misión civilizadora y emancipadora de la Europa que conquistaba países lejanos está todavía presente, sin disimulos ni complejos. Hay alusiones al canibalismo y al tráfico de esclavos que practicaban los árabes de Zanzíbar, plagas de las que los belgas habrían librado a los congoleses y fotos de misioneros predicando el Evangelio a masas de africanos desnudos, apiñados y arrodillados. Es verdad que se ven algunas manos cortadas y espaldas flageladas, pero, también, las “acciones heroicas” de la Force Publique reprimiendo los intentos de rebelión de los nativos. Ni una sola referencia, claro está, a los 10 millones de congoleses que, según el historiador Adam Hochschild, habrían perecido a causa de los malos tratos y la explotación en las caucherías y las minas.
Pero no es esto lo que, a lo largo de las dos horas y media que dura la visita, me distrae todo el tiempo y me impide aprovechar como quisiera la formidable diversidad de objetos que atestan las vitrinas. Sino que el museo, a la vez que los exhibe, se exhibe demasiado a sí mismo. Sus cúpulas, vitrales, molduras, arañas, cortinajes, espejos biselados, están continuamente interponiéndose con descaro entre el visitante y lo que, en teoría, es la razón de ser del edificio: revelar la realidad histórica, geográfica, cultural y etnológica centroafricana. No hay que culpar de este exhibicionismo intruso sólo al arquitecto Girault: éste obedecía instrucciones de su patrón, un rey mesiánico y megalómano que, a través de este museo, quería promocionar su obra y lucirse ante la posteridad. Pero, al mismo tiempo y sin saberlo, quien diseñó el Petit Palais y el Museo Real para África Central inauguraba una tendencia de la sensibilidad y los valores estéticos que a lo ancho y lo largo de Europa occidental empujaba ya a los artistas a ser protagonistas de sus propias obras, desnaturalizando de este modo aquella antiquísima vocación del arte y la cultura que quería que el creador desapareciese detrás de su obra para que ésta resplandeciera mejor y con brillo propio. Era sólo el comienzo de una evolución de la que, al cabo de unas décadas, resultaría esa más que curiosa innovación: la de que cada obra arquitectónica, por ejemplo, pasara en muchos casos a ser poco menos que un autorretrato, una arquitectura de autor, un arte exhibicionista y narciso en el que los museos, al igual que los ministerios, los puentes y hasta las plazas, tendrían la función principalísima de llamar la atención no sobre lo que hospedan sus salones o aquello para lo que se supone fueron construidos, sino sobre sí mismos y sobre la inventiva y audacia de sus creadores.
Para comprobarlo hay que darse una vuelta por el Museo de las Primeras Artes y Civilizaciones de África, Asia, Oceanía y de las Américas, como se llama el museo del Quai Branly, de París. Se iba a llamar de las Artes Primitivas, pero la corrección política atajó a tiempo esa denominación “etnocentrista”. Con este museo, el presidente Jacques Chirac quiso inmortalizar su memoria, así como Pompidou inmortalizó la suya con el museo que lleva su nombre y Mitterrand con la singular Biblioteca Nacional cuyos cuatro edificios semejan cuatro libros abiertos y de pie y cuya mayor originalidad consiste en que las salas de lecturas están en los sótanos y los libros en las alturas, protegidos por costosas gelatinas de la destructora luz solar. Pero, a diferencia de éstos tres últimos, Chirac no consiguió del todo su anhelo de perennidad museística porque al único personaje que inmortaliza el Museo del Quai Branly es a quien lo concibió, el arquitecto Jean Nouvel, el más moderno de todos los arquitectos modernos, pues cada una de sus obras es siempre un extraordinario espectáculo.
En el Museo del Quai Branly, Jean Nouvel se supera a sí mismo en la marca personal que ha dejado impresa en el edificio y que va mucho más allá de la que aparece en otras afamadas concepciones suyas como el Instituto del Mundo Árabe en París, la Torre Agbar de Barcelona o la ampliación del Museo Reina Sofía de Madrid. Sin exageración alguna, del Museo del Quai Branly puede decirse que si extrajeran de él las 3.500 piezas etnológicas y artísticas, el local no perdería nada, porque para lo que él muestra y representa, su contenido es indiferente y acaso esté de más. Pese a las minuciosas explicaciones y justificaciones de su catálogo, la verdad es que este bello monumento -lo es, sin duda- acapara de tal modo la atención del visitante con su largo y sinuoso corredor sombreado, la floresta artificial que lo abraza, sus laberínticas salas casi a oscuras en las que echan como llamaradas de luz los nichos, hornacinas o alvéolos de las esquinas donde se exhiben los objetos que éstos se esfuman, desaparecen, convertidos en detalles prescindibles, arrollados por el espectacular entorno que, con sus audacias, sorpresas, guiños, disfuerzos, coqueterías y desplantes, absorbe de tal modo al espectador que no le da tiempo ni libertad para disfrutar de otra cosa que de la representación que es el museo en sí mismo.
Los buenos museos son, como los buenos mayordomos, invisibles. Existen sólo para dar relieve, presencia y atractivo a lo que exhiben, no para exhibirse a sí mismos y apabullar con su histrionismo a los cuadros, esculturas, instalaciones u objetos que albergan. ¿Pruebas? Todavía quedan algunas, reminiscencias de un pasado en vías de extinción. Por ejemplo, los dos museos de arte moderno de Renzo Piano que conozco: el que diseñó para la colección Du Menil, en Houston, y el museo de arte moderno de la Fundación Bayeler, en Suiza. En ambos, los limpios espacios, la atmósfera serena y sigilosa que fomenta la sencillez del diseño y la discreción de los materiales permiten al visitante concentrarse en las obras y entablar con ellas ese silencioso diálogo en que el buen arte habla y enseña y el espectador escucha, goza y aprende. Renzo Piano debe ser uno de los últimos grandes arquitectos que todavía creen que los museos están al servicio de los cuadros y esculturas y no éstos al servicio del museo y su progenitor.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
No hay comentarios.:
Publicar un comentario