Por Antonio Papell, periodista (EL PERIÓDICO, 11/05/09):
El Partido Popular Europeo, a instancias de su socio español, acaba de aprobar en Varsovia, en vísperas del 1 de mayo y en el marco de un congreso extraordinario y preelectoral, un texto que señala el “fracaso” de las “políticas socialistas” en la lucha contra la crisis económica. Sin embargo, el documento tiene extremo cuidado en no irritar a los sindicatos, y, aunque desliza ciertas medidas polémicas, asegura también la voluntad de seguir subiendo el salario mínimo, de extender el subsidio de desempleo y de mantener el diálogo social.
Este planteamiento, unido a las propuestas que efectúa en España el PP, sobre las que volveremos más abajo, sugiere que ante esta crisis cabe un potente debate ideológico, dado que el problema tiene dos soluciones distintas. Y, sin embargo, el mundo desarrollado, todo él en busca desesperada de soluciones, ha dado por superada esta dualidad.
EN EFECTO, la escuela neoclásica basada en la famosa ley de Say –”toda oferta genera su propia demanda”–, partidaria de que el Estado lleve a cabo políticas de oferta consistentes en bajadas de impuestos y estímulos a la producción, no tiene hoy día seguidores, probablemente porque estas tesis ocasionaron la crisis del 29, que fue de sobreproducción relativa. De sobreproducción, porque en los años 20 se produjo en EEUU un exceso de oferta que no encontró la correspondiente demanda, y relativa porque tal falta de respuesta se debió no tanto a que los consumidores estuvieran abastecidos como a que no tenían recursos para consumir.
Y apareció Keynes, para quien la activación de la economía había hacerse por el lado de la demanda. Las políticas anticíclicas ya no debían, pues, basarse en los estímulos a la producción, sino en la generación de consumo. La inversión pública debía actuar, en fin, como estímulo de la inversión privada. El Estado tenía que cebar la bomba de la demanda mediante los presupuestos, recurriendo incluso al déficit si fuera preciso, un déficit que luego se compensaría con los superávits acumulados en épocas de bonanza.
La gran liberalización económica occidental de los años 80, de la mano del tándem Reagan-Thatcher, generó desde mediados de los 90 un ciclo largo de crecimiento ininterrumpido que algunos ilusos creyeron decididamente ilimitado (no contaban con la avaricia de los agentes financieros ni con las burbujas sectoriales). Y llegó la desaceleración primero, vertiginosa, para dar paso luego a la actual recesión.
Ante esta caída brutal de la actividad, la comunidad internacional ha optado decididamente por impulsar políticas de demanda. Primero, porque históricamente Keynes, el gran economista británico denostado injustamente por grupos de liberales intransigentes, se ha demostrado eficaz. Y, segundo, porque las políticas de oferta tienen un efecto a mucho más largo plazo y, en momentos de temor generalizado y retracción del consumo, no son eficaces. De hecho, el ahorro privado está creciendo a gran ritmo en España, prueba de que la caída de la demanda tiene también poderosas causas psicológicas. Así, el plan de reactivación económica de Obama, aunque mixto para conseguir el consenso entre demócratas y republicanos, se basa preferentemente en gigantescas inversiones en obras públicas. Y en la Unión Europea, el principal afán comunitario es coordinar tales políticas de gasto para que su efecto conjunto sea mayor.
En definitiva, no es que las políticas socialistas, socialdemócratas, no sirvan: es que toda la comunidad internacional está recurriendo al keynesianismo para capear el temporal. Angela Merkel está invirtiendo 32.000 millones de euros de dinero público. Nicolas Sarkozy, 26.000. No hay un discurso europeo partidario en estos momentos de reducir la carga fiscal. El PP, que pretende rebajar el IRPF y el impuesto de sociedades como principal terapia, está solo en el empeño. Se ha sabido que, en la citada reunión de Varsovia, solo el primer ministro albanés, Sali Berisha, se mostró partidario de bajar los impuestos como solución a la crisis.
EN SUMA, el debate principal que suscita la recesión en nuestro país es ficticio. Es lógico que los conservadores europeos censuren ciertas medidas discutibles adoptadas por los gobiernos progresistas: la existencia de salario mínimo, los 400 euros otorgados por el Gobierno español, la obstinación en no abaratar el despido, etcétera. Pero tampoco parece que estén muy persuadidos de sus propias políticas estructurales, ya que, aunque las defienden en los foros internacionales, no siempre las proponen en su propia casa. En Varsovia se apostó por la energía nuclear, por el abaratamiento del despido y por el retraso en la edad de jubilación, propuestas que no lleva el PP en su programa.
Ni siquiera cabe verdadero debate en el espinoso asunto del día después, del cambio en el modelo de crecimiento. La generación de nuevas actividades productivas requiere –hay unanimidad en esto– inversión en educación e I+D. Quisiéramos ver, pues, cómo nuestros partidos discuten en el Parlamento cómo impulsar esta tarea modernizadora en lugar de contemplar cómo se enzarzan en un debate poco realista y nada virtuoso cuyo único objetivo es, digámoslo claro, desgastar al adversario para situarse en su lugar.
El Partido Popular Europeo, a instancias de su socio español, acaba de aprobar en Varsovia, en vísperas del 1 de mayo y en el marco de un congreso extraordinario y preelectoral, un texto que señala el “fracaso” de las “políticas socialistas” en la lucha contra la crisis económica. Sin embargo, el documento tiene extremo cuidado en no irritar a los sindicatos, y, aunque desliza ciertas medidas polémicas, asegura también la voluntad de seguir subiendo el salario mínimo, de extender el subsidio de desempleo y de mantener el diálogo social.
Este planteamiento, unido a las propuestas que efectúa en España el PP, sobre las que volveremos más abajo, sugiere que ante esta crisis cabe un potente debate ideológico, dado que el problema tiene dos soluciones distintas. Y, sin embargo, el mundo desarrollado, todo él en busca desesperada de soluciones, ha dado por superada esta dualidad.
EN EFECTO, la escuela neoclásica basada en la famosa ley de Say –”toda oferta genera su propia demanda”–, partidaria de que el Estado lleve a cabo políticas de oferta consistentes en bajadas de impuestos y estímulos a la producción, no tiene hoy día seguidores, probablemente porque estas tesis ocasionaron la crisis del 29, que fue de sobreproducción relativa. De sobreproducción, porque en los años 20 se produjo en EEUU un exceso de oferta que no encontró la correspondiente demanda, y relativa porque tal falta de respuesta se debió no tanto a que los consumidores estuvieran abastecidos como a que no tenían recursos para consumir.
Y apareció Keynes, para quien la activación de la economía había hacerse por el lado de la demanda. Las políticas anticíclicas ya no debían, pues, basarse en los estímulos a la producción, sino en la generación de consumo. La inversión pública debía actuar, en fin, como estímulo de la inversión privada. El Estado tenía que cebar la bomba de la demanda mediante los presupuestos, recurriendo incluso al déficit si fuera preciso, un déficit que luego se compensaría con los superávits acumulados en épocas de bonanza.
La gran liberalización económica occidental de los años 80, de la mano del tándem Reagan-Thatcher, generó desde mediados de los 90 un ciclo largo de crecimiento ininterrumpido que algunos ilusos creyeron decididamente ilimitado (no contaban con la avaricia de los agentes financieros ni con las burbujas sectoriales). Y llegó la desaceleración primero, vertiginosa, para dar paso luego a la actual recesión.
Ante esta caída brutal de la actividad, la comunidad internacional ha optado decididamente por impulsar políticas de demanda. Primero, porque históricamente Keynes, el gran economista británico denostado injustamente por grupos de liberales intransigentes, se ha demostrado eficaz. Y, segundo, porque las políticas de oferta tienen un efecto a mucho más largo plazo y, en momentos de temor generalizado y retracción del consumo, no son eficaces. De hecho, el ahorro privado está creciendo a gran ritmo en España, prueba de que la caída de la demanda tiene también poderosas causas psicológicas. Así, el plan de reactivación económica de Obama, aunque mixto para conseguir el consenso entre demócratas y republicanos, se basa preferentemente en gigantescas inversiones en obras públicas. Y en la Unión Europea, el principal afán comunitario es coordinar tales políticas de gasto para que su efecto conjunto sea mayor.
En definitiva, no es que las políticas socialistas, socialdemócratas, no sirvan: es que toda la comunidad internacional está recurriendo al keynesianismo para capear el temporal. Angela Merkel está invirtiendo 32.000 millones de euros de dinero público. Nicolas Sarkozy, 26.000. No hay un discurso europeo partidario en estos momentos de reducir la carga fiscal. El PP, que pretende rebajar el IRPF y el impuesto de sociedades como principal terapia, está solo en el empeño. Se ha sabido que, en la citada reunión de Varsovia, solo el primer ministro albanés, Sali Berisha, se mostró partidario de bajar los impuestos como solución a la crisis.
EN SUMA, el debate principal que suscita la recesión en nuestro país es ficticio. Es lógico que los conservadores europeos censuren ciertas medidas discutibles adoptadas por los gobiernos progresistas: la existencia de salario mínimo, los 400 euros otorgados por el Gobierno español, la obstinación en no abaratar el despido, etcétera. Pero tampoco parece que estén muy persuadidos de sus propias políticas estructurales, ya que, aunque las defienden en los foros internacionales, no siempre las proponen en su propia casa. En Varsovia se apostó por la energía nuclear, por el abaratamiento del despido y por el retraso en la edad de jubilación, propuestas que no lleva el PP en su programa.
Ni siquiera cabe verdadero debate en el espinoso asunto del día después, del cambio en el modelo de crecimiento. La generación de nuevas actividades productivas requiere –hay unanimidad en esto– inversión en educación e I+D. Quisiéramos ver, pues, cómo nuestros partidos discuten en el Parlamento cómo impulsar esta tarea modernizadora en lugar de contemplar cómo se enzarzan en un debate poco realista y nada virtuoso cuyo único objetivo es, digámoslo claro, desgastar al adversario para situarse en su lugar.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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