Por Ian Buruma, autor de The China lover (LA VANGUARDIA, 09/05/09):
Cuando en septiembre del 2006 se le preguntó si había algo malo en cómo trataban los interrogadores estadounidenses a los prisioneros “valiosos” en Guantánamo y otros lugares, George W. Bush dio la célebre respuesta: “Nosotros no torturamos”.
La definición de la tortura es notablemente escurridiza, pero desde hace tiempo sabemos que el ex presidente había sido, por decirlo de alguna forma, mezquino con la verdad. Como mínimo, los interrogadores estadounidenses estaban violando las Convenciones de Ginebra contra el trato “cruel, inhumano o degradante” ratificadas por EE. UU.
Atar a una persona a una tabla y sumergirla hasta casi ahogarla una y otra vez, u obligar a un preso - desnudo y cubierto de sus propios excrementos-a estar de pie con las manos encadenadas al techo durante días hasta que sus piernas se hincharan el doble de su tamaño normal puede no haber sido tortura en los documentos preparados por los abogados del Gobierno, pero esas prácticas ciertamente son crueles, inhumanas y degradantes.
El primer acto de Obama como presidente fue prohibir la tortura inmediatamente. Ahora la pregunta es qué hacer con respecto a lo sucedido, y específicamente en cuanto al hecho de que los funcionarios más altos de EE. UU. no sólo toleraron sino que ordenaron estas acciones. ¿Se debe acaso enjuiciar a los funcionarios responsables, incluido Bush, por haber violado la ley? ¿Se deben dar a conocer y publicar todos los detalles de lo sucedido? ¿Debe establecerse una comisión especial para investigar? ¿O sería mejor, en palabras de Obama, “mirar hacia el futuro y no hacia el pasado”?
El ex vicepresidente Dick Cheney ha dicho varias ocasiones que no se arrepiente de lo que él llama técnicas de “interrogatorio mejorado”, como los simulacros de ahogamiento, porque “mantuvieron a nuestro país” libre de ataques terroristas. En su opinión, la prohibición de Obama hace que EE. UU. sea “vulnerable”. Es decir, los escrúpulos liberales sobre la moralidad, la legalidad y las convenciones internacionales sobre la tortura son insensatas e irresponsables. La implicación es clara: si hay otro ataque terrorista contra Estados Unidos, sabremos a quién culpar.
Así pues, es mucho lo que está en juego en el “debate sobre la tortura” que se ha apoderado de EE. UU. De un lado están Cheney y sus aliados, que ven la tortura en términos pragmáticos; si hay una amenaza grave a la seguridad colectiva, incluso una democracia liberal debe ensuciarse las manos. A nadie le gusta torturar, pero la seguridad es más importante que los escrúpulos morales, y las leyes siempre tendrán que ajustarse o afinarse. Del otro lado están quienes condenan la tortura como abominación moral que no puede admitirse en ninguna circunstancia.
Pero estas no son las bases sobre las que actualmente se está llevando a cabo el debate sobre la tortura en EE. UU.. Por razones comprensibles, muchos de quienes apoyan la decisión de Obama de prohibir la tortura están tratando de responder a la visión pragmática de Cheney con un argumento igualmente pragmático. Sostienen, a diferencia de Cheney, que la tortura no es la mejor forma de mantenernos seguros. Una persona que sufre un dolor extremo dirá cualquier cosa y proporcionará información poco fiable. Afirman que hay otros métodos de interrogatorio más sofisticados, que no sólo son más humanos (y legales), sino también más efectivos.
Para hacer entender este punto al público en general, al que en EE. UU. todavía es muy fácil convencer del punto de vista de Cheney de que la tortura es justificable si salva vidas, los comentaristas y políticos liberales han solicitado que se establezca una comisión especial que investigue a fondo el historial de la administración pasada. Creen que esto demostrará claramente que la tortura es contraproducente. No sólo daña en gran medida la imagen del país y el Estado de derecho, sino que es probable que haga aumentar, y no disminuir, el terrorismo.
Pero, ¿son estos realmente los términos adecuados en que se debe llevar a cabo el debate? Si la tortura es un mal absoluto, independientemente de las circunstancias, la cuestión de su efectividad es irrelevante. Debatir en esos términos amenaza con diluir el principio moral.
Queda la pregunta de por qué debe condenarse absolutamente la tortura, mientras que otros actos de guerra, como los bombardeos, que causan más daño a la vida humana, podrían ser aceptables como consecuencia inevitable de la defensa nacional. Naturalmente los bombardeos pueden ser crímenes de guerra si se utilizan como acto de terrorismo contra personas desarmadas. Pero a menudo las operaciones militares en las que mueren o resultan heridos civiles no pueden calificarse automáticamente como crímenes, siempre que su objetivo no sea infligir deliberadamente dolor o humillación a un individuo indefenso, aunque sea un enemigo. En el caso de la tortura, ese es el objetivo y por ello es distinta de otros actos de guerra. Un destacado comentarista de derechas estadounidense opinó recientemente que todo intento de pedir cuentas a los torturadores y sus jefes de la administración Bush sería una burla “de los esfuerzos de los duros y valientes estadounidenses que nos cuidan mientras dormimos”. Aparte de que torturar personas no es lo mismo que combatir y requiere muy poco valor, es una interpretación totalmente errónea. Tras años de torturar gente en una de las “guerras sucias” más salvajes de América del Sur, los generales de Brasil decidieron acabar con ella, porque su uso institucionalizado estaba socavando la disciplina y la moral de las fuerzas armadas. Estaba ridiculizando a hombres que debían ser duros y valientes, pero que se habían convertido en matones.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Cuando en septiembre del 2006 se le preguntó si había algo malo en cómo trataban los interrogadores estadounidenses a los prisioneros “valiosos” en Guantánamo y otros lugares, George W. Bush dio la célebre respuesta: “Nosotros no torturamos”.
La definición de la tortura es notablemente escurridiza, pero desde hace tiempo sabemos que el ex presidente había sido, por decirlo de alguna forma, mezquino con la verdad. Como mínimo, los interrogadores estadounidenses estaban violando las Convenciones de Ginebra contra el trato “cruel, inhumano o degradante” ratificadas por EE. UU.
Atar a una persona a una tabla y sumergirla hasta casi ahogarla una y otra vez, u obligar a un preso - desnudo y cubierto de sus propios excrementos-a estar de pie con las manos encadenadas al techo durante días hasta que sus piernas se hincharan el doble de su tamaño normal puede no haber sido tortura en los documentos preparados por los abogados del Gobierno, pero esas prácticas ciertamente son crueles, inhumanas y degradantes.
El primer acto de Obama como presidente fue prohibir la tortura inmediatamente. Ahora la pregunta es qué hacer con respecto a lo sucedido, y específicamente en cuanto al hecho de que los funcionarios más altos de EE. UU. no sólo toleraron sino que ordenaron estas acciones. ¿Se debe acaso enjuiciar a los funcionarios responsables, incluido Bush, por haber violado la ley? ¿Se deben dar a conocer y publicar todos los detalles de lo sucedido? ¿Debe establecerse una comisión especial para investigar? ¿O sería mejor, en palabras de Obama, “mirar hacia el futuro y no hacia el pasado”?
El ex vicepresidente Dick Cheney ha dicho varias ocasiones que no se arrepiente de lo que él llama técnicas de “interrogatorio mejorado”, como los simulacros de ahogamiento, porque “mantuvieron a nuestro país” libre de ataques terroristas. En su opinión, la prohibición de Obama hace que EE. UU. sea “vulnerable”. Es decir, los escrúpulos liberales sobre la moralidad, la legalidad y las convenciones internacionales sobre la tortura son insensatas e irresponsables. La implicación es clara: si hay otro ataque terrorista contra Estados Unidos, sabremos a quién culpar.
Así pues, es mucho lo que está en juego en el “debate sobre la tortura” que se ha apoderado de EE. UU. De un lado están Cheney y sus aliados, que ven la tortura en términos pragmáticos; si hay una amenaza grave a la seguridad colectiva, incluso una democracia liberal debe ensuciarse las manos. A nadie le gusta torturar, pero la seguridad es más importante que los escrúpulos morales, y las leyes siempre tendrán que ajustarse o afinarse. Del otro lado están quienes condenan la tortura como abominación moral que no puede admitirse en ninguna circunstancia.
Pero estas no son las bases sobre las que actualmente se está llevando a cabo el debate sobre la tortura en EE. UU.. Por razones comprensibles, muchos de quienes apoyan la decisión de Obama de prohibir la tortura están tratando de responder a la visión pragmática de Cheney con un argumento igualmente pragmático. Sostienen, a diferencia de Cheney, que la tortura no es la mejor forma de mantenernos seguros. Una persona que sufre un dolor extremo dirá cualquier cosa y proporcionará información poco fiable. Afirman que hay otros métodos de interrogatorio más sofisticados, que no sólo son más humanos (y legales), sino también más efectivos.
Para hacer entender este punto al público en general, al que en EE. UU. todavía es muy fácil convencer del punto de vista de Cheney de que la tortura es justificable si salva vidas, los comentaristas y políticos liberales han solicitado que se establezca una comisión especial que investigue a fondo el historial de la administración pasada. Creen que esto demostrará claramente que la tortura es contraproducente. No sólo daña en gran medida la imagen del país y el Estado de derecho, sino que es probable que haga aumentar, y no disminuir, el terrorismo.
Pero, ¿son estos realmente los términos adecuados en que se debe llevar a cabo el debate? Si la tortura es un mal absoluto, independientemente de las circunstancias, la cuestión de su efectividad es irrelevante. Debatir en esos términos amenaza con diluir el principio moral.
Queda la pregunta de por qué debe condenarse absolutamente la tortura, mientras que otros actos de guerra, como los bombardeos, que causan más daño a la vida humana, podrían ser aceptables como consecuencia inevitable de la defensa nacional. Naturalmente los bombardeos pueden ser crímenes de guerra si se utilizan como acto de terrorismo contra personas desarmadas. Pero a menudo las operaciones militares en las que mueren o resultan heridos civiles no pueden calificarse automáticamente como crímenes, siempre que su objetivo no sea infligir deliberadamente dolor o humillación a un individuo indefenso, aunque sea un enemigo. En el caso de la tortura, ese es el objetivo y por ello es distinta de otros actos de guerra. Un destacado comentarista de derechas estadounidense opinó recientemente que todo intento de pedir cuentas a los torturadores y sus jefes de la administración Bush sería una burla “de los esfuerzos de los duros y valientes estadounidenses que nos cuidan mientras dormimos”. Aparte de que torturar personas no es lo mismo que combatir y requiere muy poco valor, es una interpretación totalmente errónea. Tras años de torturar gente en una de las “guerras sucias” más salvajes de América del Sur, los generales de Brasil decidieron acabar con ella, porque su uso institucionalizado estaba socavando la disciplina y la moral de las fuerzas armadas. Estaba ridiculizando a hombres que debían ser duros y valientes, pero que se habían convertido en matones.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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