Por Marifeli Pérez-Stable, vicepresidenta de Diálogo Interamericano en Washington DC y catedrática en la Florida International University en Miami (EL PAÍS, 01/05/09):
Estados Unidos busca un nuevo comienzo con Cuba”, dijo Barack Obama en la reciente Cumbre de las Américas. “Sé que hay una jornada larga que recorrer para superar décadas de desconfianza”, añadió.
Pero no es la primera vez que un presidente de Estados Unidos inicia esa jornada.
Después de la crisis de los misiles, John F. Kennedy y Fidel Castro buscaron distender las relaciones. A través de su embajador ante la ONU, Castro le transmitió a Kennedy su interés por conversar. Poco después, Jean Daniel, periodista francés, le pasó al Comandante el recado de la Casa Blanca: “Nada era posible con un vasallo soviético, aunque todo lo era con un Estado comunista independiente”. Kennedy comenzaba a percibir las oportunidades que la neutralidad en el Tercer Mundo le brindaba a Estados Unidos.
El 22 de noviembre de 1963, Jean Daniel y el Comandante comían cuando les llegó la noticia del magnicidio de Kennedy. Tres veces Castro dijo: “¡Qué noticia tan mala!”. Poco después, Lyndon Johnson suspendió la comunicación con La Habana. No quería parecer flojo con Cuba en vísperas de un año electoral. En 1964 Johnson arrasó pero pronto Vietnam lo consumiría y la isla pasó a un segundo plano.
A mediados de los setenta, la distensión entre las superpotencias creó un clima propicio a un cambio. La Administración de Gerald Ford retomó el hilo directo con La Habana. Al comienzo, Henry Kissinger advirtió a los diplomáticos sobre el tono a emplear: “Háblenle claro a Castro. Sean caballeros. Háganlo con altura y no como picapleitos”.
Ambos Gobiernos obviaron sus precondiciones: Washington, que Cuba cortara los lazos militares con Moscú; La Habana, que Estados Unidos levantara el embargo. También hicieron gestos conciliadores: Washington autorizó a las subsidiarias estadounidenses en el extranjero a comerciar con la isla; Cuba reintegró el rescate de dos millones de dólares que había recibido por la devolución de un avión secuestrado.
En marzo de 1975 el Departamento de Estado apuntó: “Si existe un beneficio en terminar con el ‘antagonismo perpetuo’, se encuentra en apartar a Cuba de la agenda nacional y las relaciones interamericanas, en anular el simbolismo de lo que, en esencia, es un asunto trivial”.
Pero las conversaciones no llegaron a buen puerto. A fines de 1975, Cuba envió tropas a Angola. Según Estados Unidos, la osadía cubana de adentrarse en un escenario estratégico de la guerra fría las torpedeó. Por su parte, Cuba culpó a la campaña presidencial que se avecinaba reñida y en la que Ford no podía correr el riesgo que la diplomacia discreta saliera a la luz pública.
No obstante, Jimmy Carter recogió la batuta del diálogo. En septiembre de 1977 las secciones de intereses abrieron sus puertas en La Habana y Washington. Unos meses después, Castro movilizó tropas a favor de Etiopía contra la ocupación somalí del desierto de Ogadén. De nuevo Washington montó en cólera por el atrevimiento cubano. Así y todo, Carter y Castro persistieron con la comunicación, incluso acelerando el ritmo en 1980 cuando el presidente enfrentaba una reelección difícil. Ronald Reagan hizo trizas a Carter y puso fin al esfuerzo más concertado por aliviar las tensiones entre los dos gobiernos.
Reiniciar ahora la jornada no será fácil. A principios de los noventa, Estados Unidos reforzó el embargo, convencido de que Cuba inevitablemente se desmoronaría, y condicionó la normalización de relaciones a una transición democrática. George W. Bush subió la temperatura de mala manera y La Habana siguió su rumbo sin pestañear.
Por eso, la iniciativa de Obama y la oferta de Raúl Castro de dialogar son tan significativas. De darse un nuevo comienzo será porque ambas partes movilizaron voluntades y valentías. Una nueva política estadounidense, sin embargo, no debe medirse por una apertura democrática en Cuba. Eso, después de todo, le compete únicamente a los cubanos de la isla. Más bien la vara de medir debe ser si Washington y La Habana logran establecer acuerdos mínimos sobre temas de interés mutuos como el narcotráfico y la migración.
Tarde o temprano, Cuba cambiará. Por el momento, Washington y La Habana deben asentar la confianza necesaria para conversar luego de tanta hostilidad. Al final, Estados Unidos debe tomar en consideración las sensibilidades cubanas y Cuba, por su parte, necesita convertir su cercanía geográfica en un valor, en un activo. Es lo que Estados Unidos y México lograron después de 1940.
Por último, los cubanos, en todas partes, debemos considerar lo que dijera Manuel Márquez Sterling, diplomático y periodista de principios del siglo XX: “El civismo es, después de todo, la manifestación definitiva de la independencia consolidada”. Más aún, debemos agradecer que Cuba esté a 90 millas de Estados Unidos.
Preguntémosles a los polacos cómo les fue, durante siglos, estando tan cerca de Alemania y Rusia.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Estados Unidos busca un nuevo comienzo con Cuba”, dijo Barack Obama en la reciente Cumbre de las Américas. “Sé que hay una jornada larga que recorrer para superar décadas de desconfianza”, añadió.
Pero no es la primera vez que un presidente de Estados Unidos inicia esa jornada.
Después de la crisis de los misiles, John F. Kennedy y Fidel Castro buscaron distender las relaciones. A través de su embajador ante la ONU, Castro le transmitió a Kennedy su interés por conversar. Poco después, Jean Daniel, periodista francés, le pasó al Comandante el recado de la Casa Blanca: “Nada era posible con un vasallo soviético, aunque todo lo era con un Estado comunista independiente”. Kennedy comenzaba a percibir las oportunidades que la neutralidad en el Tercer Mundo le brindaba a Estados Unidos.
El 22 de noviembre de 1963, Jean Daniel y el Comandante comían cuando les llegó la noticia del magnicidio de Kennedy. Tres veces Castro dijo: “¡Qué noticia tan mala!”. Poco después, Lyndon Johnson suspendió la comunicación con La Habana. No quería parecer flojo con Cuba en vísperas de un año electoral. En 1964 Johnson arrasó pero pronto Vietnam lo consumiría y la isla pasó a un segundo plano.
A mediados de los setenta, la distensión entre las superpotencias creó un clima propicio a un cambio. La Administración de Gerald Ford retomó el hilo directo con La Habana. Al comienzo, Henry Kissinger advirtió a los diplomáticos sobre el tono a emplear: “Háblenle claro a Castro. Sean caballeros. Háganlo con altura y no como picapleitos”.
Ambos Gobiernos obviaron sus precondiciones: Washington, que Cuba cortara los lazos militares con Moscú; La Habana, que Estados Unidos levantara el embargo. También hicieron gestos conciliadores: Washington autorizó a las subsidiarias estadounidenses en el extranjero a comerciar con la isla; Cuba reintegró el rescate de dos millones de dólares que había recibido por la devolución de un avión secuestrado.
En marzo de 1975 el Departamento de Estado apuntó: “Si existe un beneficio en terminar con el ‘antagonismo perpetuo’, se encuentra en apartar a Cuba de la agenda nacional y las relaciones interamericanas, en anular el simbolismo de lo que, en esencia, es un asunto trivial”.
Pero las conversaciones no llegaron a buen puerto. A fines de 1975, Cuba envió tropas a Angola. Según Estados Unidos, la osadía cubana de adentrarse en un escenario estratégico de la guerra fría las torpedeó. Por su parte, Cuba culpó a la campaña presidencial que se avecinaba reñida y en la que Ford no podía correr el riesgo que la diplomacia discreta saliera a la luz pública.
No obstante, Jimmy Carter recogió la batuta del diálogo. En septiembre de 1977 las secciones de intereses abrieron sus puertas en La Habana y Washington. Unos meses después, Castro movilizó tropas a favor de Etiopía contra la ocupación somalí del desierto de Ogadén. De nuevo Washington montó en cólera por el atrevimiento cubano. Así y todo, Carter y Castro persistieron con la comunicación, incluso acelerando el ritmo en 1980 cuando el presidente enfrentaba una reelección difícil. Ronald Reagan hizo trizas a Carter y puso fin al esfuerzo más concertado por aliviar las tensiones entre los dos gobiernos.
Reiniciar ahora la jornada no será fácil. A principios de los noventa, Estados Unidos reforzó el embargo, convencido de que Cuba inevitablemente se desmoronaría, y condicionó la normalización de relaciones a una transición democrática. George W. Bush subió la temperatura de mala manera y La Habana siguió su rumbo sin pestañear.
Por eso, la iniciativa de Obama y la oferta de Raúl Castro de dialogar son tan significativas. De darse un nuevo comienzo será porque ambas partes movilizaron voluntades y valentías. Una nueva política estadounidense, sin embargo, no debe medirse por una apertura democrática en Cuba. Eso, después de todo, le compete únicamente a los cubanos de la isla. Más bien la vara de medir debe ser si Washington y La Habana logran establecer acuerdos mínimos sobre temas de interés mutuos como el narcotráfico y la migración.
Tarde o temprano, Cuba cambiará. Por el momento, Washington y La Habana deben asentar la confianza necesaria para conversar luego de tanta hostilidad. Al final, Estados Unidos debe tomar en consideración las sensibilidades cubanas y Cuba, por su parte, necesita convertir su cercanía geográfica en un valor, en un activo. Es lo que Estados Unidos y México lograron después de 1940.
Por último, los cubanos, en todas partes, debemos considerar lo que dijera Manuel Márquez Sterling, diplomático y periodista de principios del siglo XX: “El civismo es, después de todo, la manifestación definitiva de la independencia consolidada”. Más aún, debemos agradecer que Cuba esté a 90 millas de Estados Unidos.
Preguntémosles a los polacos cómo les fue, durante siglos, estando tan cerca de Alemania y Rusia.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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