Por Ben MacIntyre, escritor y columnista de The Times. Su última obra publicada es Agent Zigzag: A True Story of Nazi Espionage, Love, and Betrayal (EL MUNDO, 01/05/09):
Hubo un tiempo en que trabajé en una granja de cría de pollos.A decir verdad, hablar de granja es emplear un término excesivamente suave para referirse a la forma en que se criaban aquellos pollos y decir fábrica parece excesivamente cínico. Aquello era el séptimo círculo del infierno de los pollos, una cadena de producción que no dejaba de cloquear, que exhalaba un hedor vomitivo y que estaba anegada en la inmundicia, con un único objetivo: producir la máxima cantidad posible de carne comestible, con tanta rapidez y a un precio tan bajo como fuera posible, sin tener en cuenta ni la calidad, ni la crueldad, ni la higiene.
Aquellos seres vivos se criaban en unas naves enormes y se alimentaban a base de hormonas, antibióticos y grano de bajo coste, despachurrados los unos contra los otros encima de su propia porquería bajo una luz artificial, para pasar de polluelos a pollos con el tamaño en que se les sacrifica en el número mínimo de semanas (la duración de su vida es de sólo 40 días).
Hace 20 años así eran las cosas en aquella granja de un kibbutz (asentamiento de colonos en Israel, generalmente gestionado en forma de cooperativa), en pleno desarrollo de lo que ahora consideramos una revolución en la producción ganadera, cuando la ciencia, la economía y el apetito humano se combinaron para poner en marcha la crianza intensiva de animales a escala industrial en todo el mundo.
Aquellos pollos producidos en masa estaban enfermos, evidentemente.Había que bombear aire del exterior en aquella nave fétida para evitar que los bichos murieran asfixiados. Aún así, se morían en proporciones lastimosas por culpa de ataques al corazón y de pura tensión nerviosa, con unos huesos que con frecuencia eran demasiado débiles para cargar con el peso de sus cuerpos artificialmente hipertrofiados -eran las pérdidas-. Las crías muertas se apartaban a patadas hasta un montón que finalmente retiraba una excavadora.
No había necesidad de ser un científico para darse cuenta de que en aquella nave se estaba elaborando un producto lleno de enfermedades.
Ahora que se propaga la nueva gripe y, aun con mayor rapidez, se propaga el miedo, vale la pena tener presente que éste y otros virus que migran de animales a hombres están, en parte, creados por el hombre, que son consecuencia de nuestra avidez de carne barata, que son el resultado de tratar a los animales como si no fueran más que materia prima que hay que aprovechar de la forma que aumente más y mejor la producción y los beneficios.
Hay una tendencia a considerar una epidemia de gripe, igual que las plagas de la Antigüedad, como un accidente natural inevitable, un castigo que cae sobre el hombre desde lo alto. Sin embargo, nada hay de natural en esta forma de enfermedad; de hecho, es el resultado de un abuso de la naturaleza.
Las enormes granjas porcinas modernas, como las enormes factorías de producción avícola, son lugares ideales de incubación de enfermedades y muchos científicos están convencidos de que las mutaciones virales pueden tener relación directa con las modernas técnicas agroganaderas intensivas. Con unos animales debilitados apiñados unos contra otros en espacios sumamente reducidos, los patógenos se propagan con facilidad y crean tipos nuevos y virulentos que pueden transmitirse a los humanos. Cuando al lado de núcleos residenciales humanos densamente poblados se instalan poblaciones masivas de animales estabulados industrialmente, la posibilidad de que se produzca la catástrofe es muchísimo más alta.
La tensión que estas condiciones tan pésimas de vida causan en los animales producidos a escala industrial los vuelve más vulnerables al contagio, mientras que su concentración en unas pocas variedades de alto rendimiento ha degenerado en una erosión genética y ha debilitado su capacidad inmunológica. Hemos creado un ambiente en el que un virus leve puede evolucionar con gran rapidez hacia una forma mucho más patógena y contagiosa.
Hace seis años, hubo unos biólogos que advirtieron que la gripe porcina -llamada ahora nueva gripe- había entrado en «una vía evolutiva rápida». Un informe del Servicio de Sanidad Pública de los Estados Unidos, difundido el año pasado, apuntaba a «pruebas incontrovertibles de movimiento de patógenos entre estas actividades a escala industrial». Un año más tarde, el organismo de las Naciones Unidas dedicado a la alimentación acaba de pronosticar que el riesgo de transmisión de enfermedades de animales a humanos aumentaría con la producción animal cada vez más intensiva.
Durante el último brote de gripe aviar, los gobiernos y la industria ganadera se dieron mucha prisa en echar la culpa de la propagación de la enfermedad a aves no domésticas y a granjas de pequeñas dimensiones. Visto desde la perspectiva actual, resulta que las aves criadas en corrales de casas eran notoriamente más resistentes a un virus cuya transmisión podía rastrearse directamente en las enormes granjas industriales.
Personajes famosos del mundo de la alimentación, como los cocineros Jamie Oliver y Hugh Fearnley-Whittingstall, han despertado la conciencia popular sobre la forma en que se produce modernamente la carne. Sin embargo, esas campañas tienden a centrarse en el sabor anodino de la carne y en cuestiones morales o medioambientales como los residuos tóxicos producidos por la producción ganadera industrializada o por la cantidad de agua que se necesita para producir un solo kilo de carne de vacuno: 16.000 litros.
Se ha prestado mucha menos atención a la amenaza más directa que plantea a la salud pública la producción industrializada de carne, en la que no existe la menor preocupación por los fundamentos básicos de la cría de animales. Lo mismo puede decirse, a su vez, de la increíble transformación de los hábitos alimenticios mundiales en torno a la carne.
La humanidad es más carnívora en la actualidad de lo que lo ha sido jamás en toda la Historia, gracias a técnicas selectivas de cría, bajos precios de los granos en el mundo, redes mundiales de distribución y el desarrollo económico de China. En 1965, los chinos no comían más que cuatro kilos de carne por cabeza al año; en la actualidad, el ciudadano chino consume por término medio un total de 54 kilos al año.
El número de animales en el planeta se ha incrementado en cerca de un 40% durante los últimos 40 años pero, en lugar de encontrarse dispersas por el campo, estas unidades alimentarias se están concentrando de forma cada vez más acusada en edificios industriales compactos. El número de cerdos se ha multiplicado por tres hasta alcanzar los 2.000 millones de cabezas. En la actualidad, hay dos pollos por cada ser humano.
La producción industrializada de alimentos ha cambiado el régimen alimenticio del mundo, al que ha proporcionado unos recursos baratos y abundantes en proteínas. Ahora bien, eso no sólo tiene un coste moral y medioambiental sino también de salud a escala mundial: unos gérmenes que mutan y evolucionan en silencio en medio de la inmundicia.
La ganadería industrial es necesaria para dar de comer a un mundo que pasa hambre. Sin embargo, hacerlo sin desencadenar nuevas enfermedades exige una cooperación global mucho más intensa en bioseguridad, una regulación mucho más severa del comercio de carne y, por encima de todo, un cambio de los métodos con que producimos animales para la alimentación. La carne producida a escala industrial puede matarnos, incluso aunque nunca nos la comamos.
En 1953, los textos escolares del Reino Unido hacían hincapié en que la guerra contra los gérmenes se había ganado gracias a los antibióticos, con lo que podía proclamarse «la práctica eliminación de las enfermedades infecciosas como factor determinante de la vida social». A partir de esta hipótesis, la novela de Michael Crichton The Andromeda Strain (La amenaza de Andrómeda) imaginaba el mundo atacado por un microbio llegado del espacio.
En la actualidad, el mundo está otra vez atacado por enfermedades infecciosas. La plaga más reciente no la manda Dios ni llega desde otros planetas. Tampoco es que provenga sin más ni más de animales infecciosos ni de microbios extraños. Se debe también al hombre.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
Hubo un tiempo en que trabajé en una granja de cría de pollos.A decir verdad, hablar de granja es emplear un término excesivamente suave para referirse a la forma en que se criaban aquellos pollos y decir fábrica parece excesivamente cínico. Aquello era el séptimo círculo del infierno de los pollos, una cadena de producción que no dejaba de cloquear, que exhalaba un hedor vomitivo y que estaba anegada en la inmundicia, con un único objetivo: producir la máxima cantidad posible de carne comestible, con tanta rapidez y a un precio tan bajo como fuera posible, sin tener en cuenta ni la calidad, ni la crueldad, ni la higiene.
Aquellos seres vivos se criaban en unas naves enormes y se alimentaban a base de hormonas, antibióticos y grano de bajo coste, despachurrados los unos contra los otros encima de su propia porquería bajo una luz artificial, para pasar de polluelos a pollos con el tamaño en que se les sacrifica en el número mínimo de semanas (la duración de su vida es de sólo 40 días).
Hace 20 años así eran las cosas en aquella granja de un kibbutz (asentamiento de colonos en Israel, generalmente gestionado en forma de cooperativa), en pleno desarrollo de lo que ahora consideramos una revolución en la producción ganadera, cuando la ciencia, la economía y el apetito humano se combinaron para poner en marcha la crianza intensiva de animales a escala industrial en todo el mundo.
Aquellos pollos producidos en masa estaban enfermos, evidentemente.Había que bombear aire del exterior en aquella nave fétida para evitar que los bichos murieran asfixiados. Aún así, se morían en proporciones lastimosas por culpa de ataques al corazón y de pura tensión nerviosa, con unos huesos que con frecuencia eran demasiado débiles para cargar con el peso de sus cuerpos artificialmente hipertrofiados -eran las pérdidas-. Las crías muertas se apartaban a patadas hasta un montón que finalmente retiraba una excavadora.
No había necesidad de ser un científico para darse cuenta de que en aquella nave se estaba elaborando un producto lleno de enfermedades.
Ahora que se propaga la nueva gripe y, aun con mayor rapidez, se propaga el miedo, vale la pena tener presente que éste y otros virus que migran de animales a hombres están, en parte, creados por el hombre, que son consecuencia de nuestra avidez de carne barata, que son el resultado de tratar a los animales como si no fueran más que materia prima que hay que aprovechar de la forma que aumente más y mejor la producción y los beneficios.
Hay una tendencia a considerar una epidemia de gripe, igual que las plagas de la Antigüedad, como un accidente natural inevitable, un castigo que cae sobre el hombre desde lo alto. Sin embargo, nada hay de natural en esta forma de enfermedad; de hecho, es el resultado de un abuso de la naturaleza.
Las enormes granjas porcinas modernas, como las enormes factorías de producción avícola, son lugares ideales de incubación de enfermedades y muchos científicos están convencidos de que las mutaciones virales pueden tener relación directa con las modernas técnicas agroganaderas intensivas. Con unos animales debilitados apiñados unos contra otros en espacios sumamente reducidos, los patógenos se propagan con facilidad y crean tipos nuevos y virulentos que pueden transmitirse a los humanos. Cuando al lado de núcleos residenciales humanos densamente poblados se instalan poblaciones masivas de animales estabulados industrialmente, la posibilidad de que se produzca la catástrofe es muchísimo más alta.
La tensión que estas condiciones tan pésimas de vida causan en los animales producidos a escala industrial los vuelve más vulnerables al contagio, mientras que su concentración en unas pocas variedades de alto rendimiento ha degenerado en una erosión genética y ha debilitado su capacidad inmunológica. Hemos creado un ambiente en el que un virus leve puede evolucionar con gran rapidez hacia una forma mucho más patógena y contagiosa.
Hace seis años, hubo unos biólogos que advirtieron que la gripe porcina -llamada ahora nueva gripe- había entrado en «una vía evolutiva rápida». Un informe del Servicio de Sanidad Pública de los Estados Unidos, difundido el año pasado, apuntaba a «pruebas incontrovertibles de movimiento de patógenos entre estas actividades a escala industrial». Un año más tarde, el organismo de las Naciones Unidas dedicado a la alimentación acaba de pronosticar que el riesgo de transmisión de enfermedades de animales a humanos aumentaría con la producción animal cada vez más intensiva.
Durante el último brote de gripe aviar, los gobiernos y la industria ganadera se dieron mucha prisa en echar la culpa de la propagación de la enfermedad a aves no domésticas y a granjas de pequeñas dimensiones. Visto desde la perspectiva actual, resulta que las aves criadas en corrales de casas eran notoriamente más resistentes a un virus cuya transmisión podía rastrearse directamente en las enormes granjas industriales.
Personajes famosos del mundo de la alimentación, como los cocineros Jamie Oliver y Hugh Fearnley-Whittingstall, han despertado la conciencia popular sobre la forma en que se produce modernamente la carne. Sin embargo, esas campañas tienden a centrarse en el sabor anodino de la carne y en cuestiones morales o medioambientales como los residuos tóxicos producidos por la producción ganadera industrializada o por la cantidad de agua que se necesita para producir un solo kilo de carne de vacuno: 16.000 litros.
Se ha prestado mucha menos atención a la amenaza más directa que plantea a la salud pública la producción industrializada de carne, en la que no existe la menor preocupación por los fundamentos básicos de la cría de animales. Lo mismo puede decirse, a su vez, de la increíble transformación de los hábitos alimenticios mundiales en torno a la carne.
La humanidad es más carnívora en la actualidad de lo que lo ha sido jamás en toda la Historia, gracias a técnicas selectivas de cría, bajos precios de los granos en el mundo, redes mundiales de distribución y el desarrollo económico de China. En 1965, los chinos no comían más que cuatro kilos de carne por cabeza al año; en la actualidad, el ciudadano chino consume por término medio un total de 54 kilos al año.
El número de animales en el planeta se ha incrementado en cerca de un 40% durante los últimos 40 años pero, en lugar de encontrarse dispersas por el campo, estas unidades alimentarias se están concentrando de forma cada vez más acusada en edificios industriales compactos. El número de cerdos se ha multiplicado por tres hasta alcanzar los 2.000 millones de cabezas. En la actualidad, hay dos pollos por cada ser humano.
La producción industrializada de alimentos ha cambiado el régimen alimenticio del mundo, al que ha proporcionado unos recursos baratos y abundantes en proteínas. Ahora bien, eso no sólo tiene un coste moral y medioambiental sino también de salud a escala mundial: unos gérmenes que mutan y evolucionan en silencio en medio de la inmundicia.
La ganadería industrial es necesaria para dar de comer a un mundo que pasa hambre. Sin embargo, hacerlo sin desencadenar nuevas enfermedades exige una cooperación global mucho más intensa en bioseguridad, una regulación mucho más severa del comercio de carne y, por encima de todo, un cambio de los métodos con que producimos animales para la alimentación. La carne producida a escala industrial puede matarnos, incluso aunque nunca nos la comamos.
En 1953, los textos escolares del Reino Unido hacían hincapié en que la guerra contra los gérmenes se había ganado gracias a los antibióticos, con lo que podía proclamarse «la práctica eliminación de las enfermedades infecciosas como factor determinante de la vida social». A partir de esta hipótesis, la novela de Michael Crichton The Andromeda Strain (La amenaza de Andrómeda) imaginaba el mundo atacado por un microbio llegado del espacio.
En la actualidad, el mundo está otra vez atacado por enfermedades infecciosas. La plaga más reciente no la manda Dios ni llega desde otros planetas. Tampoco es que provenga sin más ni más de animales infecciosos ni de microbios extraños. Se debe también al hombre.
Fuente: Bitácora Almendrón. Tribuna Libre © Miguel Moliné Escalona
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